La chacona de Bach

Madrid. 04/03/2024. Teatro Real. Weinberg: Die Passagierin. Amanda Majeski (Marta). Daveda Karanas (Lisa). Gyula Orendt (Tadeusz). Nikolai Schukoff (Walter). Anna Gorbachyova-Ogilvie (Katja). Lidia Vinyes-Curtis (Krzystyna). Marta Fonanals-Simmons (Vlasta). Nadezhda Karyazina (Hannah). Olivia Doray (Yvette) y otros. David Pountney, dirección de escena. Mirga Gražinytė-Tyla, dirección musical. 

La música como desafío al totalitarismo y el arte como resistencia ante la barbarie. Aunque a veces parezca que todo se tambalea en nuestro mundo (Ucrania, Gaza, Putin, Trump, el cambio climático, la inflación... ), lo cierto es que con nuestros privilegiados ojos de un mundo lleno de certezas no podemos realmente hacernos cargo de lo que vivieron las víctimas del nazismo. Su experiencia es tan irrepetible, su vivencia es tan incomprensible que el propio Primo Levi se sentía culpable por el hecho mismo de haber sobrevivido, a diferencia de los cientos de miles de hombres y mujeres que perecieron en Auschwitz por el simple hecho de no ser considerados siquiera como tales, tan prescindibles que era más rentable reducirles a ceniza que mantenerles hacinados en barracones, como explicaba precisamente la doctrina de la llamada 'solución final', con una crudeza que todavía hoy estremece. 
 
Como bien explica Joan Matabosch en el programa de mano, Mieczysław Weinberg se vio doblemente castigado, primero por la barbarie nazi y después por la barbarie soviética. Nacido en Polonia, tras la Primera Guerra Mundial, la invasión nazi de su país en 1939 forzó su traslado a la Unión Soviética dejando atrás a su familia, que terminaría pereciendo en un campo de concentración. En territorio soviético la vida no sería nada fácil para Weinberg, considerado por muchos un paria y nunca integrado realmente en la intelectualidad de la URSS. Su encuentro con Shostakovich facilitaría un tanto su asentamiento en Moscú, aunque su existencia siempre sería más bien callada y taciturna. Y es quela historia de Weinberg como compositor está inextricablemente ligada al silencio, al terror, a la disidencia... Su resurgimiento, en pleno siglo XXI, explica a las claras cómo fue su realidad y cuál fue su actitud en Rusia, a diferencia de la figura mucho más pública y no menos controvertida de todo un Shostakovich. Su repertorio atesora más de viente sinfonías y una quincena de cuartetos de cuerda, amén de cuatro óperas y numerosa música cinematográfica. Este mismo verano, sin ir más lejos, el Festival de Salzburgo pondrá en escena El idiota, su última ópera, que no vio la luz hasta 1991, en Moscú.
 
Por cuanto hace a La pasajera (Die Passagierin), la pieza fue estrenada de manera póstuma, diez años después del fallecimento de Weinberg. La partitura vio así la luz en Moscú en 2006, en una representación semi-escenificada. Pero no sería hasta 2010 cuando el Festival de Bregenz hizo justicia a la obra, precisamente en esta propuesta escénica de David Pountney que vemos ahora en Madrid. Lo cierto es que la obra se ha revalorizado mucho desde entonces; yo mismo pude disfrutar de esta misma ópera en Frankfurt, en 2015, aunque con otra propuesta escénica. Y ciertamente no es para menos, porque la partitura posee una fuerza sobresaliente, tanto por el trasunto que pone en escena como por los medios musicales empleados para ello. Estos mismos días la Bayerische Staatsoper de Múnich estrena también una nueva producción del título, con la firma de Tobias Kratzer y bajo la batuta de Vladimir Jurowski.
 
Die Soldaten de Zimmermann, casi a modo de elipsis, y sobre todo Der Kaiser von Atlantis de Viktor Ullmann, de un modo más crudo y directo, ya habían puesto el acento sobre ese binomío entre barbarie y cultura, entrecruzado con críticas al militarismo y a las ideologías totalitarias. La pasajera es en cambio una obra de realismo crudo y descarnado, con un libreto de Alexander Medvedev que hace pie en el relato autobiográfico de Zofia Posmysz, superviviente de Auschwitz. La idea del encuentro en un trasatlántico rumbo a Brasil entre las dos protagonistas de la obra, Marta y Lisa, superviviente polaca y antigua carcelera del campo respectivamente, propicia una reflexión extraordinaria sobre la memoria, la culpa y la responsabilidad, un asunto que todavía hoy late en la conciencia de muchos ciudadanos de Alemania, un país que sigue a vueltas con el debate público sobre el nazismo de un modo tan controvertido como ejemplar.
 
Todo lo dicho hasta aquí se resume sobre las tablas con la estremecedora escena de Die Passagierin en la que el personaje del Tadeusz es convocado a tocar con un violín el vals preferido del comandante. En lugar de eso, interpreta sin embargo la chacona de la Partita no. 2 para violín solo de Bach, en un sobresaliente acto de desafío y desobediencia, imponiendo la cultura sobre la barbarie con un gesto simbólico que a buen seguro le cuesta la vida. Sobrecogedor. 

 

David Poutney firma la propuesta escénica que hemos visto en Madrid y lo cierto es que su trabajo parece haber entendido a la perfección el espíritu de la obra de Weinberg. Asistimos así a una propuesta concisa que no aspira a mucho más que al desarrollo literal del libreto, eso sí, con una realización escénica irreprochable. La escenografía de Johan Engels es aquí todo un acierto, con esa estructura en dos alturas que conecta el trasatlántico y Auschwitz sin solución de continuidad. La iluminación de Fabrice Kebour realza sin duda la fuerza de la acción teatral, contenida pero intensa. 

El elenco reunido en el Teatro Real es francamente sólido, encabezado por Amanda Majeski como Marta y con Daveda Karanas como Lisa. La primera hace gala de un instrumento límpido y flexible, de lirismo fácil y expresividad estoica, capaz de una contención raramente magnética. La segunda, en cambio, logra trasladar de un modo sobresaliente la desesperación de su personaje, el pavor que experimenta ante el fantasma de su antigua prisionera.

Junto a estas dos solistas, destacó y mucho el excelente Tadeusz de Gyula Orendt, de una fuerza escénica sobresaliente y con unos medios vocales muy bien administrados. El extenso reparto está cuajado además de intervenciones notables por parte de muchos comprimarios, desde un entonadísimo Nikolai Schukoff como Walter a una estremecedora Anna Gobachyova-Ogilvie como Katja pasando por Olivia Doray como Yvette, Nadezhda Karyazina como Hannah, Lidia Vinyes-Curtis como Krzystyna o Marta Fontanals-Simmons como Vlasta. 

La música de Weinberg encuentra una solvente traductora en la batuta de la mestra lituana Mirga Gražinytė-Tyla, en la que es su primera vez dirigiendo ópera en España. La autoridad de esta directora para con la música de Weinberg es incontestable. No en vano ha llevado al disco varias de las sinfonias de Weinberg, bajo el sello de Deutsche Grammophon.

Lo cierto es que Mirga Gražinytė-Tyla sabe dominar el foso con concisión, en la búsqueda de un sonido que pudiera parecer seco en ocasiones pero que traslada de hecho una tensión teatral sobresaliente, sin perder de vista la complejidad y riqueza tímbrica de la obra, una partitura con ecos verdaderamente poliédricos, con instantes que recuerdan por supuesto a Shostakovich pero también a Prokofiev e incluso a Britten.

En este plano, cabe elogiar esta vez el gran trabajo de la Orquesta Sinfónica de Madrid, lo mismo que los miembros del coro titular del teatro, cuya parte se había traducido al castellano, siguendo la máxima que Joan Matabosch explica en el programa, pues a modo de observadores representan a los espectadores contemporáneos que certifican esos terribles hechos del pasado.

Presentada después del espléndido Lear de Reimann, y en la antesala de una atractiva propuesta sobre La voz humana, con La pasajera el Teatro Real ha hilado aquí una serie de espectáculos de irreprochable factura. Una ópera de necesario conocimiento, servida además de un modo irreprochable.

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