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Las dos Rusias

Viena. 27/09/2024. Musikverein. Stravinski y Shostakovich y Mahler. Orquesta Filarmónica de Viena. Daniel Gatti, dirección musical. 

En 1917 surge en la imperial Rusia una revolución que cambiará para siempre su historia. A partir de ese momento habrá dos Rusias, o más bien la Rusia del exilio y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. No hay que explicar lo que esto significó para los rusos y para el mundo en general. No es la razón de esta reseña. Pero la historia nos explica mucho sobre el programa que ha elegido la Filarmónica de Viena para estos conciertos en su habitual sede del Musikverein y que en unos días se escuchará en su gira que le llevará a varias ciudades europeas, entre ellas Madrid, Zaragoza y Barcelona.

Y es que los autores de las dos obras escogidas pertenecen a cada una de las dos Rusias que surgieron a partir de la Revolución. Dos músicos, Ígor Stravinski y Dimitri Shostakóvich tienen una biografía totalmente divergente. Mientras el primero, más de 20 años mayor que Shostakóvich, conoció la Rusia zarista y toda la efervescencia artística previa a la Primera Guerra Mundial, viajando a París ya en 1910 para el estreno de sus primeros y revolucionarios ballets, el segundo creció (nació en 1906) artísticamente en la Unión Soviética y no tuvo contacto directo con las vanguardias europeas. Pero ambos surgieron de la inmensa tradición musical rusa, una influencia que marcaría a los dos. Stravinski pudo crear libremente aunque siempre dependiendo de patrocinadores y encargos. Shostakóvich conoció el florecimiento libertario de los primeros años revolucionarios hasta la llegada de Stalin al poder y desde entonces vivió y compuso a  la sombra de su terrible dictadura. Ahora dos de sus obras se unen para darnos una visión panorámica de la creación rusa del siglo XX.

El estreno del ballet Apollon musagète tuvo lugar el 27 de abril de 1928 en la Biblioteca del Congreso, en Washington. Stravinski había recibido un encargo de una mecenas como parte del festival que la Biblioteca dedicaba a la música de cámara. El compositor, en plena época neoclásica (después de los turbulentos tiempos de La consagración de la primavera o El pájaro de fuego), creó un ballet sin una trama muy definida, solo para cuatro bailarines y una orquesta de cuerda de no más de veinticuatro instrumentistas. Estos límites venían delimitados por el espacio donde se estrenó, pero también por la intención del compositor de crear una pieza intimista sobre Apolo y las Musas. La obra es un homenaje a la música francesa del siglo XVIII pasado por el tamiz del inmenso genio de Stravinski que optó por crear unos números llenos de una intención espiritual, acorde con su situación personal en esos momentos. Una obra maestra breve pero intensa que sigue subyugando por su belleza.

Daniele Gatti, director de estos conciertos, supo encontrar el camino de esta espiritualidad ofreciéndonos una lección de sutileza, de controlado dinamismo, donde la música fluía bajo sus precisas y a la vez leves, casi inapreciables, indicaciones. Pero, de alguna manera sutil, con precisos silencios, debajo del clasicismo el director italiano encontró restos de disonancias, de ecos de las primeras composiciones de Stravinsky, de una pluma que había evolucionado pero no había olvidado sus orígenes. Capitaneados por la concertino Albena Danailova, que nos brindó algunos momentos de virtuosismo espectacular, la cuerda de la Filarmónica sonó a terciopelo, a brisa o a viento juguetón según los pasajes y volviendo a demostrar que suenan como una sola voz, pero una voz con un color y unos matices que definen a cada familia instrumental.

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Una oscura, lenta y triste melodía introduce la Sinfonía nº 10 de Shostakovich a través de las cuerdas y nos sirve de puente entre las dos obras programadas, que no pueden tener un carácter más diferente. No es lugar aquí para hacer un recorrido por la atormentada vida del compositor más destacado de la Rusia soviética. Shostakovich pasó del éxito a tener el ojo del poder siempre vigilándolo. De la liberación anímica a la muerte de Stalin, con el reconocimiento adulador de los nuevos mandatarios, que lo utilizaban como bandera de los cambios en la política cultural del país, al menosprecio de parte del mundo occidental por ese supuesto colaboracionismo con la limpieza de cara de la URSS. De carácter tímido, indeciso, contradictorio, el compositor sufrió gran parte de su vida el miedo y la angustia. Pero también la esperanza y la fuerza para seguir adelante pese a todos los difíciles avatares que se le presentaban. La Décima nace justo a la muerte de Stalin, en 1953, su bestia negra, su crítico implacable, la pesadilla de tantos rusos que acabaron o ejecutados o en campos de trabajo en Siberia. Se ha querido ver en la partitura una reivindicación de Shostakovich de su trabajo, un grito de liberación pero aún, en algún momento, ahogado por ese miedo que venía de lejos. Pero hay también quien asegura que la obra ya había sido compuesta con anterioridad y que, como otras del autor, fue relegada para su estreno cuando desapareciera el dictador. Lo que es evidente que la relación con la muerte de Stalin ciertamente existe, sobre todo por lo que significa de un aire de nueva libertad creativa con algunas referencias autobiográficas e incluso definitorias del carácter de Stalin. Lo más descollante de este trabajo es el regreso de Shostakovich a un estilo plenamente personal y autónomo.

El extenso primer movimiento (Moderato), el más largo de la sinfonía,  define completamente el espíritu de una partitura llena de contrastes, en la que el pesimismo da paso a la fuerza, al afianzamiento moral que cree en su obra, llena de color, de contrastes, de sonoridades de un tremendo dinamismo y completamente arrebatadoras. Gatti guió con batuta precisa (y unos significativos gestos de su mano izquierda) un recorrido arrebatador por los distintos caminos que va definiendo el compositor, los recovecos que van desde el trabajo solista de varios instrumentos (clarinete, contrafagot, flauta) al tutti de una orquestación brillante y típicamente shostakoviana. No hubo tregua para la languidez o el abandono (impresionante el ritmo, la explosión del breve pero intensísimo segundo movimiento, Allegro, o del Andante-Allegro final). El director italiano mantuvo siempre la atención de un público que admirado ante la brillantez de los maestros filarmónicos, veía desfilar la multitud de melodías que llenan una partitura tan excepcional. Las trompas, la percusión, la cuerda, todos estuvieron impecables, siguiendo las indicaciones del maestro que llenó de garra y tensión una versión inolvidable de esta obra maestra.

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Fotos: © Niklas Schnaubelt | Wiener Philharmoniker