El nuevo mundo
Madrid. Fundación Juan March. 29/09/2024. Domitila, de João Guilherme Ripper. Ana Quintans (Domitila, soprano), Borja Mariño (piano), Irene Martínez (clarinete) y Esteban Jiménez (violoncelo). Dirección de escena: Nicola Beller Carbone. Dirección musical: Borja Mariño.
Podríamos estar de acuerdo en que el siglo XX y lo que llevamos de XXI no son precisamente motivo de alegría y esperanza. Han sido y están siendo décadas de enormes conflictos políticos, sociales y económicos y las guerras más crueles que el ser humano ha sido capaz de imaginar las hemos vivido hace apenas ochenta años: exterminio, poder atómico, guerras interminables, millones de personas sometidas a la pobreza infinita… Basta con ver cualquier informativo de hoy en día para que a uno se le caiga, como se dice habitualmente, el alma a los pies. Y, sin embargo, en el mundo que nos ocupa y preocupa en Platea Magazine, el de la música clásica, el siglo XX fue una época llena de buenas noticias. Y una de ellas, la que me servirá de hilo conductor en esta reseña, la considero especialmente relevante: la universalización de la música clásica, en general y de la ópera en particular.
Hasta la Segunda Guerra Mundial –permítaseme ser algo reduccionista, que el espacio está medido- la ópera se circunscribía al mundo mediterráneo y al centroeuropeo, desde Alemania a Rusia; muy esporádicamente aparecía alguna ópera en Estados Unidos de América y se acabó. Hoy, sin embargo, a poco que uno curiosee el llamado mundo de internet pueden encontrarse con óperas de –casi- todos los continentes, entre ellos las tres Américas. De la del Norte, poco que decir sino que en Estados Unidos los estrenos –generalmente de estética más bien conservadora- son harto frecuentes y que en el centro y Caribe las cosas aun marchan muy despacito. Curiosamente, lo más ignorado por nosotros es el fenómeno sudamericano.
Escribo de memoria pero desde el 11 de octubre de 1997, tras la reinauguración del Teatro Real –lo menciono como referencia principal al ser la casa lírica principal de la capital- solo se han programado dos óperas sudamericanas: Ainadamar, del argentino Osvaldo Golijov, y Bomarzo, del también argentino Alberto Ginastera. Es decir, casi un título por década y media. Podríamos añadir a esta escueta lista la obra del mexicano Daniel Catán, Il postino y así la podríamos dar por terminada.
Hoy vivimos un debate político bastante ficticio acerca de la responsabilidad española en la historia de Latinoamérica pero considero que sí deberíamos hacer una profunda autocrítica acerca de por qué ignoramos la obra lírica del continente que se considera hermano. Por ello, que en este curso musical recién iniciado el Teatro de la Zarzuela haya programado dos obras sudamericanas solo puede recibirse con alborozo. Esta reseña trata acerca de la última función de la primera de ellas, Domitila (2000), del brasileño João Guilherme Ripper (1959) y para febrero está prevista Patagonia (2022), del chileno Sebastián Errazuriz (1975).
Domitila, la mujer, es la real Domitila de Castro Canto y Melo (1797-1867) que, entre otras muchas cosas, fue la amante del emperador Pedro I de Brasil y IV de Portugal, con el que mantuvo una prolija correspondencia; y precisamente algunos fragmentos seleccionados de unas pocas de las muchas cartas que se intercambiaron los amantes constituyen, casi en su literalidad, el libreto de esta ópera de cámara que apenas llega a la hora de duración. Ello provoca que la acción dramática de la ópera sea escasa; cada carta es más bien la muestra de una situación emocional, una muestra del conflicto existente entre el deber del monarca y el deseo para con la amante. Finalmente, el emperador, ya concertada su segunda boda de estado tras enviudar, habrá de dar por terminada la relación, lo que se narra en el fragmento de la última carta utilizada en el libreto.
La puesta en escena es responsabilidad de Nicola Beller Carbone, conocida por ser una todoterreno en los escenarios, valiente y casi temeraria; y puede decirse que su propuesta es fiel reflejo de su personalidad. La directora obliga a la única cantante a mantener una actividad frenética, con continuos cambios de vestuario y movimientos escénicos cargados de simbolismo mientras se leen cartas de comienzos del siglo XIX. Así, Domitila se nos aparece ora como mujer demoníaca o boxeadora, ora como obispa (sic) transmutada en mujer elegante y aún en más personajes que a buen seguro, la directora aceptaría hacer de buen grado.
El escenario tiene a la izquierda del espectador un pódium sobre el que se coloca el trío instrumental y en torno a él Ana Quintans realiza un esfuerzo considerable mientras canta, y muy bien por cierto, su larga parte. Porque Domitila es un monólogo o más bien un monodrama en el que la soprano asume todas las voces presentes en la obra: la suya misma mas las referencias al emperador y a otros personajes. Una mujer que está atrapada por las circunstancias, por los valores propios de la época y por el papel adjudicado a la mujer en aquella época. De ahí la presencia de cuerdas verticales que, a modo de cárcel, atrapan a la mujer sufriente. Quintans tiene una voz más que suficiente además de ser capaz de asumir con autoridad el ritmo frenético que se le impone desde la dirección artística.
El cuerpo instrumental está compuesto por trío compuesto por piano, clarinete y violoncelo. En el programa de mano se habla de otra versión que exige orquesta de cámara pero la Fundación Juan March ha apostado por la ya apuntada. Brillante la intervención de los tres músicos, con la particularidad de que aprovechando los momentos en los que alguno de ellos no tocaba, la propuesta escénica le llevaba a interactuar con la soprano ya en modo de ayudante de cámara –ayudarle a cambiarse de vestido, por ejemplo- ya a modo de técnico de sala, ayudando a crear nuevos espacios escénicos, como el simulado ring de boxeo.
Musicalmente, poca tacha cabe señalar al trabajo de Borja Mariño (piano), Irene Martínez (clarinete) y Esteban Jiménez (violoncelo) y su enorme trabajo fue respondido con muy merecidos aplausos.
La música de Domitila huye del lenguaje más vanguardista y viaja a través de músicas muy diversas del siglo XX y del Brasil del compositor. En distintas escenas son evidentes la influencia ya de los ritmos propios del país, del jazz o, incluso de la música pop. Eso sí, entre las distintas cartas, es decir, entre las distintas escenas, se intercalan muy breves interludios de lenguaje muy radical que se interpreta entre fenómenos lumínicos y amplificación sonora.
El auditorio de la Fundación estaba lleno a un 95% y la respuesta del público fue fervorosa y efusiva. A fin de cuentas, asistíamos a un fenómeno infrecuente, cual es el de escuchar una ópera brasileña en portugués. Y es que también me hubiera gustado hablar sobre la universalización de los idiomas de la ópera en el siglo XX pero eso habrá que dejarlo para otra oportunidad. Al menos por sesenta minutos pudimos descubrir un nuevo mundo musical, un mundo al que debemos de dejar de darle la espalda.
Fotos: © © Dolores Iglesias Fernández | Archivo Fundación Juan March