Satisfacer la deuda
20/06/2025. Donostia. Teatro Victoria Eugenia. Pablo Sorozabal: La isla de las perlas: Estibaliz Arroyo (soprano, Taipó), Aitor Garitano (tenor, Tehaé), Julen García (barítono, capitán Keplan), Klara Mendizabal (soprano, Gaby), Hodei Yañez (barítono, Revatúa), Ainhoa Izagirre (mezzosoprano, Miss Terr), Ibai Murillo (dupont), Iñaki Carcavilla (Frasquito), Alain Sánchez (Dickson). Coro Easo Abesbatza. Dirección: Lucía Arzallus. Orquesta Donostia Opera. Dirección de escena: Guillermo Amaya. Dirección musical: Eros Quesada.
Considerando las 21 obras líricas del guipuzcoano Pablo Sorozabal Mariezkurrena podríamos clasificarlas en tres grupos: por un lado, aquellas que están totalmente olvidadas, de las que se desconoce presencia escénica en las últimas décadas y de las que no existe referencia discográfica alguna, caso de La guitarra de Fígaro (1931) o La ópera del mogollón (1954); luego encontraríamos a aquellas que tienen una relativa presencia escénica y que cuentan, además, con al menos una grabación discográfica, las más de las veces con solera de décadas, caso de Black, el payaso (1942) o Entre Sevilla y Triana (1950). Finalmente, las tres “hijas” de don Pablo, a saber, Katiuska (1931), La del manojo de rosas (1934) y La tabernera del puerto (1936), es decir, aquellas que dieron de comer a la familia Sorozabal durante muchos años y de las que pueden encontrarse varias versiones discográficas además de mil y un funciones en cualquier localidad con un teatro suficiente.
Por ello, cualquier intento de programar el Sorozabal más ignorado ha de recibirse con júbilo, sobre todo en su tierra natal. Y Donostia Musika, una asociación cultural donostiarra que hace una labor nunca suficientemente ponderada y reconocida, ha tenido a bien hacer una función de una zarzuela de esas que entrarían en el primer grupo, La isla de las perlas. Esta ha sido, asombrémonos, la primera función de este título en Donostia; por si esto fuera poco, el compositor, que grabó muchas de sus obras, nunca hizo lo mismo con esta. En resumen, asistir a esta función era obligatorio para cualquier melómano con un poco de sensibilidad.
La isla de las perlas (1933) es la tercera de las obras líricas de Sorozabal, tras Katiuska (1931) y La guitarra de Fígaro (1931) y fue estrenada el mismo año en que lo fue la ópera chica Adiós a la bohemia, que pudimos disfrutar en este mismo teatro y por la misma iniciativa cultural en diciembre de 2022. Más tarde la Asociación Sasibill, también donostiarra, programó Don Manolito, que luego también viajó al Gayarre pamplonica en noviembre del 2024. Parece, pues, que no es casualidad que más allá de las tres obras populares, se haya despertado una voluntad de ampliar las miras ante la obra de Sorozabal, lo que es de agradecer. Esta función que nos ocupa es un paso significativo en ello.
En 1933 la Polinesia se encontraba fundamentalmente en manos británicas o francesas y aunque desconocido por meras cuestiones de distancia geográfica, era un fenómeno más de ese proceso histórico al que hemos denominado, académicamente, colonialismo. Asia en parte y toda África eran territorios deseados por las principales potencias mundiales del momento por su importancia económica, política y militar; de hecho, no disponer de colonias era motivo de desengaño de aquellos países que llegaron tarde al reparto, especialmente relevante el caso de Alemania. Por tal circunstancia hay que explicar, por ejemplo, el comienzo de la Primera Guerra Mundial.
El colonialismo provoca, entre otros muchos, un complejo conflicto cual es el de la guarda de la identidad del pueblo dominado. Y en este punto coloca La isla de las perlas el punto central de la trama: los ingleses han controlado una isla remota en la que Tehaé, un guerrero y Taipó, una joven virtuosa van a unir sus destinos. La aparición de los pálidos, representados por el capitán Keplan, convencido británico en su deseo de expandir la “civilización” va a poner patas arriba la vida en la isla y, por extensión, la identidad propia de los isleños. Así, la zarzuela nos plantea un doble conflicto: el amoroso entre Keplan y Tehaé para con Taipó y el identitario, entre los “civilizados” y los “salvajes”. Finalmente Tehaé morirá entre la admiración de su gente pero con la herida abierta de que el mantenimiento de la cultura, la lengua y la idiosincrasia isleñas estarán tocadas de muerte. En definitiva, nada que hoy en distintos ámbitos geográficos y culturales no tenga enorme actualidad.
La función nos ha ofrecido toda la música de la zarzuela aunque la parte hablada ha sido sustancialmente reducida y adaptada. Fueron apenas noventa minutos de una música que se ofreció en una producción modesta pero digna; y es que, no podemos olvidar, el mero hecho de programar este título ya era un enorme éxito. El Teatro Victoria Eugenia presentaba muy buena entrada y era más que evidente el ambiente especial que se vivía, con presencia de distintos gestores teatrales que querían vivir la función y, ¡ojalá sea así!, llevarla en un futuro inmediato a otros teatros y festivales musicales.
La propuesta escénica de Guillermo Amaya es tan sencilla como práctica. La isla de las perlas se basa en la película muda Tabú (1931), último trabajo del alemán Friedrich Wilhelm Murnau, considerada hoy un auténtico referente cultural acerca de la vida de la antigua Polinesia. Escenas de la película abrieron la función y así se produjo esa unión entre el origen y este producto final. Sobre el escenario algunas plantas daban cierto toque exótico al teatro, a lo que hay que añadir los ropajes que entendemos propios de la zona. Precisamente el vestuario jugará un papel fundamental al ser el símbolo de la pérdida de identidad de los tahitianos, que cambiarán en el Acto II sus característicos vestidos por los occidentales, en la simbolización de la asimilación producida. Ello ocurre con todos excepto con Tehaé, que se mantendrá firme en la defensa de su identidad cultural. El acto II se abrirá con imágenes de un Paris de principios del siglo XX, como referencia cultural e ideológica dominante. El libreto de la obra es de Emilio González del Castillo y Manuel Martí Alonso y no es especialmente brillante. Es uno de esos que envejecen muy mal, sobre todo porque hoy una lectura acrítica del colonialismo escuece bastante pero conste el nombre de ambos.
Vocalmente todos eran cantantes de casa. Creo de justicia dar las gracias por el esfuerzo y el reconocimiento más sincero. Seguramente con mayor presupuesto y tiempo de ensayo se podrían hacer las cosas mejor pero el valor de esta función está en el mismo hecho de existir, así que aplaudamos el esfuerzo realizado. Aitor Garitano es un tenor ligero al que la parte más heroica del personaje Tehaé –que es un guerrero enamorado pero de fuerte personalidad- le quedaba grande pero tiene un fraseo elegante. El personaje nos recuerda en su determinación al Pedro Stakov, de Katiuska, implicado con el deber hasta el final. Estibaliz Arroyo fue vocalmente una valiente Taipó, la mujer voluble que desde un primer momento queda impactada por el uniforme y prestancia del capitán pálido hasta abandonar a Tehaé y a su pueblo. El papel pide agudos solventes y Arroyo pudo salvarlos con dignidad.
Julen García (Keplan) es dueño de una voz bonita aunque falta de densidad. Su capitán fue muy creíble y supo darle la entereza que le exigía el papel. La voz de Klara Mendizabal (Gaby) es ligera y por momentos quedaba sepultada en las escenas de conjunto aunque, como siempre, demostró ser muy buena actriz. El resto de los papeles fueron cantados con enorme dignidad por Hodei Yañez, un Revatúa o sumo sacerdote de peso escénico, Ainhoa Izagirre, una Miss Terr, misionera yanqui puritana de escasa capacidad de convicción y los tres papeles cómicos, un francés, un andaluz y un yanqui en Tahití haciendo muy bien un no sé qué. Ellos fueron, respectivamente, Ibai Murillo, Iñaki Carcavilla y Alain Sánchez.
Eros Quesada ha dirigido a un grupo de pomposo nombre, la Donostia Opera Orkestra que era, en realidad, un grupo de cámara compuesto por quinteto de cuerda, quinteto de viento-metal, dos percusionistas y piano, es decir, una adaptación ad hoc de la partitura de Sorozabal, cuya escucha en su versión completa nos queda pendiente. Suficiente el Coro Easo Abesbatza, eso sí incapaz de evitar el buscar la formación orfeonística en su disposición escénica.
Ya está, ya hemos conocido La isla de las perlas. Ahora solo hay que utilizar estas líneas para gritar a todos aquellos con posibilidades económicas, culturales y/o políticas para que esto no sea flor de un día. Gracias a Carlos Benito, a Donostia Musika y a todos los artistas por descubrirnos esta zarzuela. Ahora, que la rueda no pare porque la deuda no ha sido totalmente satisfecha.