© Rafa Martín

Cantar el alba, danzar el ocaso

Madrid. 24/25. Auditorio Nacional. Obras de Escaich, Strauss y Ravel. Orquesta Nacional de España. Gautier Capuçon, violonchelo. Lorenzo Viotti, dirección musical.

Hay noches en las que la música parece tender un puente entre la vigilia y el sueño, entre el eco de lo humano y el misterio del alba. Este programa de la Orquesta Nacional de España, dirigido por Lorenzo Viotti, navegó precisamente entre esos umbrales: del amanecer espiritual de Les chants de l’aube de Thierry Escaich, al ocaso luminoso del mundo vienés de Richard Strauss y al torbellino final de La valse de Maurice Ravel, donde la danza se deshace en vértigo y descomposición.

Sabíamos de la batuta por una Sinfonía de Requiem de Britten con la Filarmónica de los Países Bajos -sensacional por parte de Viotti- así como una Tercera de Mahler con Berlín que puede estar a la altura de Horenstein sin pudor alguno. Y eso son palabras mayores. Así que sí había expectación por conocer su estreno capitalino. 

Desde el inicio, Viotti  -de porte y planta noble e innegable - supo trazar un relato coherente, más emocional que cronológico: un viaje desde el canto solitario hacia el colapso colectivo, desde la voz interior del violonchelo hasta la orquesta convertida en una marea de espejos rotos. Se trata de una dramaturgia encubierta, “nacimiento–plenitud–derrumbe”, como si de una estructura simbólica se tratase, que no depende solo del orden de las obras, sino del sentido histórico y estético que cada una encarna. Este programa —aunque no lo parezca a primera vista— está construido como una narración sobre el destino de la modernidad musical europea, casi como si cada obra representara un estado vital o civilizatorio.

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Nacimiento: Les chants de l’aube, el violonchelo como amanecer.

El amanecer no es solo el tema del título: es la metáfora fundacional del programa. Escaich, organista y compositor profundamente espiritual, escribe aquí una música que nace del silencio, que va buscando su propia forma en un proceso de revelación.

El violonchelo —quizá la voz humana por excelencia— emerge desde la sombra, dialoga con el caos inicial de la orquesta, y poco a poco configura un discurso melódico que ilumina. Es un nacimiento interior, no físico: el del sonido que busca sentido, el del alma que se orienta hacia la luz.

En términos simbólicos, representa el inicio del siglo XX como promesa, ese momento en que la música europea todavía cree en la posibilidad de conciliar lo espiritual con lo moderno, la tradición con la innovación. Es el acto de fe antes del desencanto.

Este estreno en España del Concierto para violonchelo nº 2, 'Les chants de l’aube', compuesto para Gautier Capuçon, fue el eje espiritual de la velada. Es un lenguaje que funde liturgia y modernidad. Escaich escribe una partitura donde la aurora no es un momento del día, sino un estado del alma que busca luz entre tanta tiniebla.

Capuçon, con su habitual elegancia apasionada, dio voz a ese tránsito. Su violonchelo no cantaba, literalmente rezaba. Las frases se alzaban con un lirismo contenido, a veces quebrado, siempre humano, demostrando no sólo un inusitado virtuosismo, sino creencia en el discurso y la propuesta sonora. Probablemente no haya mejor embajador para esta música. Viotti acompañó con precisión milimétrica, sosteniendo un tejido orquestal de respiración orgánica, en el que los vientos parecían murmullos del alba y las cuerdas graves, un rumor de tierra húmeda. Estamos hablando de una batuta muy seria y una mano izquierda sumamente elegante.

Hubo instantes de una belleza suspendida: un diálogo casi inaudible entre el violonchelo y la flauta, una nota sostenida que se disolvía en la nada, una cadencia que parecía recordar a Messiaen sin citarlo. 

Escaich, presente en la sala, recibió una ovación cálida, mezcla de respeto y gratitud. Su música, aún enraizada en la tradición francesa, suena contemporánea en el sentido más noble: es fiel a su tiempo sin renunciar al misterio. 

Como fin de esta primera parte, Capuçon nos regaló junto al arpa solista, una bellísima versión de Le Cygne (El cisne) de El carnaval de los animales, de Saint-Saëns, interpretada de manera sentida, cálida y sincera.

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Strauss: El perfume de un mundo que se desvanece

Tras esa alborada espiritual, Richard Strauss nos devolvió a la opulencia de la luz madura. La Suite de El caballero de la rosa es, quizá, el más perfecto ejemplo del manierismo orquestal de su autor,  un homenaje a Mozart filtrado por el cromatismo wagneriano y la nostalgia del Imperio Austrohúngaro.

Viotti entendió que en esta música el tiempo ya no avanza sino flota. Desde los primeros compases con la música del vals del Acto II, condujo a la orquesta como un director de escena invisible. Las maderas conversaban con ironía, los metales brillaban con un lujo decadente, y las cuerdas respiraban esa melancolía tan straussiana, donde el amor y la despedida son la misma cosa. La orquesta creía en lo que hacía y por eso sonaba de manera mayúscula. Parece mentira que, en apenas una semana, una agrupación pueda cambiar y elevarse de manera tan portentosa. 

En el célebre trío de la Mariscala, Sophie y Octavian, Viotti suspendió el tempo justo en el límite del desgarro. Fue un instante de puro teatro interior: la música no describía personajes, los encarnaba. Strauss nos muestra una plenitud que ya sabe que va a morir. Uno comprendía entonces que El caballero de la rosa no es una comedia de enredos, sino un réquiem por la juventud. El público respiró ese silencio final como quien contempla una rosa que se marchita en cámara lenta.

No quedó ahí la cosa, puesto que, acompañando a la orquesta, el Maestro se impuso desde el ritmo y la lírica más expuesta, para llevarnos a un baile final apoteósico. Planos, texturas, todo estaba en orden y concierto. Nos arrastraba de alguna manera entre el ritmo y la melodía, entre transiciones magnificas de los diferentes bailes y temas. Un deleite para los oídos.

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Ravel: El vals como abismo

Y llegó RavelLa valse cerró el programa con un estallido de precisión y demencia. Pocas veces se escucha una lectura tan estructurada y, al mismo tiempo, tan abismal. Viotti —que dirige con el cuerpo entero, como si bailara dentro del sonido— supo mantener la tensión entre elegancia y catástrofe, dando a entender que esta obra no es solo un homenaje a Viena: es su epitafio.

El inicio, apenas un murmullo de contrabajos y fagotes, emergió como si la música despertara de un sueño. Inmediatamente el ritmo se encendió, giró, se multiplicó en reflejos. Cada sección de la orquesta aportaba una capa nueva al espejismo: los glissandi de las cuerdas, las risas de los clarinetes, el fulgor casi cruel de los metales. No había falsedad sino elegante sensualidad. 

Pero en el clímax, el vals dejó de ser danza y se convirtió en vértigo: el imperio que se derrumba, el siglo que se acaba. Viotti no buscó el efecto, sino la visión: ese instante en que la belleza se destruye a sí misma por exceso.

El público permaneció brevemente en silencio, como si necesitara recomponer el aliento antes de aplaudir. Fue el silencio de quien ha visto algo hermoso y terrible a la vez, para aplaudir sin dilación una interpretación de primerísimo nivel. 

Al salir del Auditorio, uno tenía la sensación de haber asistido a una narración sin palabras: el canto que despierta, el perfume que se desvanece, la danza que se precipita. Entre el amanecer de Escaich y la disolución de Ravel, Viotti y la Orquesta Nacional trazaron el arco entero de la modernidad musical: de la esperanza al espejismo, del alma a la historia.

Y en medio de todo, el violonchelo de Capuçon: una voz que aún busca la luz, incluso cuando el mundo empieza a girar demasiado deprisa.

Fotos: © Rafa Martín