
© Niklas Schnaubelt
Un diálogo entre pasado y presente
Viena. 01/11/2025. Musikverein. Obras de Moussa y Bruckner. Wiener Philharmoniker. Christian Thielemann, dirección musical.
El concierto del sábado pasado en el Großer Saal del Musikverein quedó inscrito como una de esas experiencias en que la música parece respirar entre los muros dorados, y no sólo dentro de la orquesta. Bajo la batuta de Christian Thielemann, la Wiener Philharmoniker ofreció un programa que unió el lenguaje contemporáneo de Samy Moussa — Elysium- con la vasta catarsis de la Sinfonía no. 5 de Bruckner. El resultado no fue sino una jornada donde el pasado y el presente dialogaron con rara intensidad.
Primer acto: Elysium, horizontes sinestésicos y fricciones tímbricas
La velada arrancó con la presencia luminosa y enigmática de Elysium, obra encargada por la Wiener Philharmoniker a Samy Moussa, pieza que abrió como un aire mutable entre glissandi delicados, grupos de cuerda que se desplazan por planos solapados, y pulsos internos que emergen como latidos. Se trata de una obra estrenada mundialmente en la Sagrada Familia de Barcelona en 2021, que en aquella ocasión precedió a la Cuarta Sinfonía de Bruckner, lo cual nos deja evidencia de lo bien que se entiende con su música.
Nacido en 1984 en Montreal, Canadá, Samy Moussa es hoy uno de los nombres más dinámicos e influyentes de la música sinfónica contemporánea. Establecido en Berlín, su trayectoria combina una sensibilidad tímbrica refinada con una inquietud estructural que rinde homenaje tanto a la tradición orquestal como a la innovación sonora.
Después de formarse en la Université de Montréal y continuar sus estudios en la Hochschule für Musik und Theater de Múnich, Moussa ha logrado posicionarse como compositor y director, siendo interpretado por orquestas de primer nivel —desde la Royal Concertgebouw Orchestra hasta la Los Angeles Philharmonic— y merecedor de reconocimientos como el Premio Ernst von Siemens.
La obra Elysium, que abre este concierto, condensa bien su lenguaje: una escritura orquestal de gran amplitud, donde el sonido se convierte en espacio, memoria y horizonte al tiempo. Moussa mueve masas orquestales con claridad y color, y al mismo tiempo articula pasajes íntimos en los que el silencio, la respiración y la textura adquieren una presencia tan fuerte como el gesto más extrovertido.
En la interpretación que hoy tuvimos la suerte de escuchar, es interesante observar cómo esta sensibilidad contemporánea de Moussa dialoga con la gran tradición sinfónica germánica, representada por la sinfonía bruckneriana que sigue a continuación; un puente (y a la vez un contraste) entre lo nuevo y lo consagrado, entre el riesgo creativo y la forma madura. Desde los compases iniciales se percibió su ambición de conectar con lo “sagrado” sin caer en retórica programática, dado que no es un paisaje literal sino pensamiento orquestal casi fílmico. Si conoce Interstellar de Hans Zimmer pasando por Oppenheimer de Ludwig Göransson, entenderán de que estamos hablando.
En los primeros compases de Elysium, Thielemann no impuso gesto alguno, su dirección parecía casi suspendida, y la orquesta reaccionó con una precisión casi biológica. Lo que más impresionaba no era el impacto sonoro, sino el modo en que el aire entre las notas parecía tener densidad propia. Moussa trabaja con la noción de “masa estática en movimiento”: acordes que no evolucionan armónicamente, pero que se transforman por timbre, por respiración. Ahí, Thielemann no dejó que fuera mera introducción poética, sino que dosificó estratos tímbricos con seguridad, articulando los pasajes como pequeñas “islas de densidad” que luego confluyeron en transiciones fluidas. La orquesta respondió con enorme sensibilidad, incluso cuando los ecos del Musikverein parecían prolongar los bordes de las frases hasta un segundo o más —un efecto de reverberación que puede desdibujar los contornos si no se lo controla con pulso firme, lo cual de hizo de manera portentosa.
Hubo un instante —hacia el minuto siete— en que las trompas abrieron un acorde en quinta perfecta, y la reverberación del Musikverein multiplicó la sensación de espacio. Thielemann esperó un segundo entero antes de continuar, un segundo medido, consciente. Fue uno de esos silencios que la crítica rara vez menciona, pero que definen el pulso espiritual de un concierto. Al final, los contrabajos sostuvieron una nota grave apenas perceptible, y el timbalista deslizó la baqueta como si acariciara el sonido hasta borrarlo. En ese momento, el público no tosió. Nadie se movió. La música había colonizado el aire.
Cuando Elysium concluyó, su epílogo flotó en el aire. No fue un cierre abrupto, sino un gesto suspendido. El público rompió el silencio con un aplauso contenido, como si aún escuchara los remanentes sonoros. Fue un interludio sin fisuras, el perfecto umbral para lo que vendría posteriormente. El compositor, presente en la sala, fue ovacionado con ganas y también con razón.

Segundo Acto: Anton Bruckner, el místico del sonido o cuando la arquitectura se vuelve humana.
Anton Bruckner (1824–1896) fue un hombre entre dos mundos: campesino y místico, devoto y visionario, humilde organista y arquitecto de catedrales sonoras. Su música nace de la frontera entre la fe y la duda, entre la tradición sacra y la sinfonía moderna. Formado en la liturgia y en la disciplina contrapuntística, elevó la sinfonía romántica a una dimensión espiritual inédita, donde el sonido se convierte en plegaria y el tiempo se dilata hasta rozar lo eterno.
El primer movimiento de la Quinta Sinfonía - Introducción. Adagio-Allegro - fue un estudio de equilibrio entre claridad formal y carga emocional. Thielemann eligió un tempo inicial más pausado de lo habitual, casi beethoveniano, pero lo sostuvo con lógica interna. El primer tutti —ese estallido de afirmación después de la tensión— tuvo la precisión de un relieve arquitectónico: no un bloque sonoro, sino una estructura de mármol visible en cada veta.
En los inicios del movimiento, cuando las cuerdas repiten el motivo ascendente y los trombones se incorporan, hubo un instante de comunión acústica entre los planos,la reverberación del Musikverein no tapó nada, sino que añadió un eco como de bóveda catedralicia. Es el milagro de esa sala: devuelve la música transformada, como si la bendijera.
El segundo movimiento – Adagio. Ser Langsam - se desplegó como un largo lamento que nunca terminaba de resolverse. La cuerda vienesa tiene esa cualidad inimitable de no vibrar igual que ninguna otra, un vibrato lento, empastado hasta lo exacerbado, casi coral. Aquí Thielemann fue más un escultor del aire que un director, su mano izquierda flotaba sin marcar compás, modelando volúmenes con una orquesta entregada a la causa “bruckneriana”.
Hay un pasaje en que las violas presentan una línea descendente en terceras, casi oculta. En esa ejecución, cada nota fue una verdadera confesión. El contraste entre esa intimidad y la nobleza del crescendo posterior fue de una belleza que desarmaba. A partir de ahí, pareció como si no tuviéramos opción, sino ser parte del tejido, del paisaje y respirar con la orquesta.
Aquí emergió la luminosidad bruckneriana más serena: melodías de “canto interno” en maderas y cuerdas, acompañamientos delicados, intercesiones casi susurradas del arpa y metrónomos internos que insistían. En este movimiento Thielemann fue cuidadoso con las dinámicas suaves: resistió la tentación de convertir todo en “pastoral empastada” y privilegió las transparencias. Quizá en algún pasaje extremado de pianísimo, la sala retuvo un poco el matiz, pero el equilibrio general fue convincente
El tercer movimiento - Scherzo. Molto vivace (schnell) – Trio. Im gleichen Tempo - fue más humano, casi teatral. Los timbales introdujeron un pulso seco, y el diálogo entre trompetas y maderas tuvo un aire de danza antigua. Aquí Thielemann se permitió un gesto más expansivo pues pareció sonreir incluso a los trombones en el primer trío.
La tensión se hizo poco a poco más densa, bloques contrapuntísticos, progresiones armónicas que emergen de zonas de oscuridad, tejido rítmico más agresivo. El maestro decidió no sacrificar claridad en favor de empuje: las entradas de viento-metal y contrafagot se percibieron con relieve incluso en los pasajes más densos. Hubo momentos en los que la orquesta intercambiaba “tensión programática” por “textura consciente”: no es poco. En algunos de esos episodios rápidos, los ecos tardíos de la sala provocaban un ligero emborronamiento si el pulso no era absolutamente sólido, por fortuna, el control nunca flaqueó, aunque uno deseó una pequeñísima porción más de agresividad para colmar el momento.
Sin embargo, lo decisivo fue cómo consiguió que el ritmo no aplastara la textura. A menudo el Scherzo de esta sinfonía se convierte en pura inercia; esta vez, hubo articulación y humor. Una ironía seria, si se permite el oxímoron.

El último movimiento – Finale. Adagio- Allegromoderato - comenzó sin heroísmo, casi con incluso algo de pudor. Thielemann dejó que la fuga inicial emergiera con pureza de líneas, sin dramatismo excesivo. Pero el milagro se produjo a partir del gran coral final: los metales, espléndidos, alcanzaron un equilibrio casi imposible entre poder y claridad. Parecía que esa tensión guerrera se desplegaba hacia una afirmación luminosa y expansiva —el clímax se construyó con redoblantes medidos, cuerdas corales ascendentes, toda la energía contrapuntística acumulada liberada. Thielemann apostó por una progresión dinámica gradual, no todo estalló de golpe, sino que cada episodio contribuyó al crescendo global. La conclusión, sí, fue un estallido ritual: cuerdas, metales, percusión, resonancias gemelas del coro interno de la orquesta y el último acorde que cayó como un martillo certero y demoledor. Un acorde conclusivo —re mayor transfigurado— que sostuvo toda una cúpula sonora. Uno podía oír literalmente cómo la reverberación viajaba desde el escenario hasta la parte alta de la sala y regresaba para golpear lo más profundo de nuestra alma. En ese instante, el público permaneció inmóvil, los últimos armónicos flotaban suspendidos en el aire, y la batuta del director permaneció en alto manejando el silencio cual sonido por aparecer. Fueron treinta segundos largos de respeto absoluto a lo presenciado, una especie de sumisión ante lo escuchado y una veneración casi religiosa por la sinfonía interpretada. No hubo bravos, ni toses. Solo reverencia. Finalmente, ovación sentida y prolongada en el eco dorado del Musikverein, La sala misma parecía premiar la interpretación como si reconociera que la sinfonía había sido habitada con coherencia, riesgo y delicadeza de manera grandiosa. Pocas veces se habrá visto una orquesta negándose en varias ocasiones a levantarse y rendir sentada homenaje al director. Pocas veces un director ha tenido que salir a saludar con el escenario ya vacío, hasta tres veces por aclamación justa y devota por parte de un público totalmente entregado.
La Wiener Philharmoniker mostró su versatilidad, no sólo virtuosismo; que es apabullante en muchas ocasiones, con un timbalero excepcional, unos vientos de ensueño y una cuerda de esmalte antológico; sino por uso del silencio, del matiz, del aguante. En los pasajes de tensión máxima tocaron con empuje; en los momentos más íntimos, con sensibilidad. Thielemann confirmó que su aproximación al repertorio germánico sigue siendo profunda, sin caer en ritualismo estético; y en este concierto, su lectura bruckneriana pareció madura, sin concesiones pero con humanidad. He escuchado muchas veces esta sinfonía, en discos y en directo, pero pocas veces con esta sensación de plenitud controlada: nada sobró, nada se impuso, todo tuvo sentido. Thielemann, que a menudo ha sido acusado de rigidez, ofreció una lectura de gran humanidad; y la Wiener Philharmoniker, lejos de la arrogancia del oficio, tocó con humildad y perfección a la vez.
Al salir a la calle, la noche vienesa parecía más silenciosa, como si aquella sinfonía hubiera dejado una estela acústica que seguía vibrando en las piedras de las calles del centro de la ciudad. No era sólo un concierto, fue un trayecto espiritual, un viaje que se hizo corto donde se sintieron estrellas tímbricas, miedos contrapuntísticos y finalmente una afirmación sonora.
Esa es la promesa de un concierto en el Musikverein, y el sábado se cumplió con creces, no sólo escuchamos música, sino que la adoptamos como aliento propio. Para nosotros, queda el testimonio de que ese día la música fue arquitectura poética y presencia viva. Y caminando por aceras ya vacías, no pude sino sentir que Bruckner no compuso para orquesta, escribió para espacios donde el alma pudiera escucharse a sí misma. Como así, ha sido hoy.