Noche de marras
Baden Baden. 07/04/2017. Festspielhaus. Puccini: Tosca. Kistine Opolais (Tosca), Marcelo Álvarez (Mario Cavaradossi), Evgeny Nikitin (barón Scarpia), Alexander Tsymbalyuk (Cesare Angelotti), Peter Rose (el sacristán), Peter Tantsits (Spoletta), Berliner Philharmoniker. Phiharmonia Chor Wien. Dir. escena: Philipp Himmelmann. Dir. musical: Sir Simon Rattle.
El Osterfestspiele de Baden-Baden es prácticamente una iniciativa privada, pagada, como todo lo que se hace en su tarima, gracias a unos benefactores conveniente clasificados y enarbolados en los programas de mano: aquellos tenidos por Fundadores, que aportan más de 1 millón de euros al año, Diamante (más de 250.000 €), Platino y otros variopintos metales preciosos hasta llegar a la Plata (más de 2.500 €). A mayores están los amigos de la Festspielhaus und Festspiele, con unos cuantos miles de euros en calderilla. Su suma, junto a la de los anunciantes, es la que permite confeccionar la gran temporada que alberga y el Festival como el que esta Tosca abría, un Festival de Pascua que, como bien es sabido, cuenta desde 2013 con la presencia de la Berliner Philharmoniker.
Que a quien dona semejantes cantidades le interese lo que acontece es otro cantar, nunca mejor dicho, eso sí, la butaca la tiene, por si por allí pasa. Había asientos vacíos, no en exceso, pero suficientes como para lamentarlo en una premier con un cast llamativo y con Rattle y sus afamados secuaces en el foso. Algo deberían hacer para garantizar una 99% de ocupación real, pues, eso sí, quien intentaba comprar entradas se encontraba prácticamente con el letrero de “todo vendido”. Lo mismo aconteció al día siguiente con Kirill Petrenko, donde el ausverkauft se izaba con orgullo desde hace meses.
La puesta en escena de Philipp Himmelmann ha sido sin duda alguna uno de los bastones en la rueda de este carro, el primero, pero no el único. Podrán si quieren juzgarla ustedes mismos en la retransmisión que se hará en la ARD el 17.04, y que seguro lo amantes del género sabrán como procurarse. Arranca con un aire tradicional a través de la recreación de una iglesia (supuestamente la Basílica romana de Sant’Andrea della Valle), a la que Himmelmann le da unas insulsas pinceladas hodiernas, cual plantear la pintura de la Magdalena como un grafiti en el suelo, para el que Cavaradossi utiliza la proyección de la imagen como referencia, algo que, si me apuran, ya se da de bruces con la esencia de la técnica grafitera. En el segundo acto reduce la estancia del palacio Farnese a un moderno estudio, de aire minimalista, con pared semicircular metálica en la que se proyectan unos videos, aparentemente de cámaras de vigilancia distribuidas por todo el mundo que, obvia decir, no aportan absolutamente nada al devenir del drama. En ocasiones, en vez de las cámaras, Scarpia utiliza la tecnología para proyectar en directo los desaires que le propina Tosca. En este mismo acto la tortura de Cavaradossi se escuchaba por una especie de micrófono, llevando su diálogo/lamento dietro scena al mismo plano sonoro que el Scarpia o Tosca: sin comentarios. En el tercer acto Himmelmann convierte los bastiones del Castell Sant’Angelo en una pared recta, de las mismas características estructurales y técnicas que la anterior, que dejará eso sí entrever en segundo plano el despacho del barón Scarpia, con él yacente, por si algún despistado no logra relacionar el desenlace con los acontecimientos precedentes. Esta pared, eso sí, se sitúa a apenas 5 metros del final de la tarima, y esto ocurre, por si Himmelmann lo desconoce, en uno de los escenarios de mayores dimensiones de Alemania.
Un solo último apunte más, para que se hagan a la idea: Tosca se quita la vida inyectándose “algo” en el hueso frontal del cráneo –a Cavaradossi fue en el cuello–, donde aún nos preguntamos cómo habrá podido entrar la aguja y distribuir el fatídico fluido. Ni Himmelmann ni Raimund Bauer han llegado a asimilar el libreto de Illica y Giacosa, eso es lo único que nos queda claro, solo de este modo se entiende también que, en uno de los más dramáticos actos de la historia de la ópera, presenten a los amantes siempre fríos y distantes, sin llegar prácticamente a rozarse hasta el fatídico desenlace. ¿Se habrán si quiera cuestionado qué lleva a Floria Tosca a quitarse la vida por alguien con quien no hacen que muestre afecto alguno?.
La comedida capacidad escénica de Kristïne Opolais se vio lógicamente perjudicada con un entorno que no le aportaba nada y que debía rellenar con su interpretación, algo que huelga decir que no hizo. No se puede decir que sobreactúe, a lo sumo intenta salir del paso, no con malas artes, sino con el poco arte que destila, gesticulando en demasía, también donde texto y línea musical aportan el 90% de lo que el drama necesita. Está también lejos de ser la soprano dramática que Tosca requiere, su talón de Aquiles son sus extremos, precisamente donde debería haberse encontrado en su salsa. Un colega alemán escribió hace escasas horas que Opolais era una “futura” dramática, se lo auguro, de “presente” desde luego no lo es, pero también he de decir que fue el mismo que escribió que era su Rollendebut.
Marcelo Álvarez hace alarde de su enorme bagaje como Cavaradossi, lo utiliza en su beneficio y a veces eso le permite estar ajeno a lo que le circunda, algo que en esta producción no procura sino lucro. Sigue abriendo los brazos ante el público para airear su don, mostrando su ímpetu. Su voz aun sostiene al personaje, aunque seguramente sabrá que esté llegando el momento de aparcarlo por propia iniciativa, antes de que pierda la naturalidad que ostenta, cada vez con más pinzas, como el tiempo condena.
Evghenyi Nikitin comparte sombras con Opolais, quizás fuese en otro momento un buen Scarpia, pero su instrumento no es ya acorde con lo que requiere el rol, su registro agudo es incapaz de sostener la tensión que requiere Puccini, se descontrola y llega a perder toda referencia, tímbrica y dinámica.
Completaban el reparto Peter Rose (el sacristán) y Alexander Tsymbalyuk (Cesare Angelotti) correctos en sus prestaciones vocales y los más teatrales sin duda junto con Álvarez, apuntalando como pueden, como en muchas ocasiones hacen los comprimarios, aquello que sus compañeros dejan tambaleando. Los momentos corales tuvieron también una adecuada presencia a través del Philarmonia Chor Wien de Walter Zeh.
Aunque habrá seguramente quien discrepe, una buena orquesta sinfónica no tiene porqué ser una buena orquesta en un teatro, sus papeles presentan tantas divergencias que es hasta natural que sus interlocutores confundan o malinterpreten su rol, tanto individual como colectivo. Si hablamos de una de las mejores orquestas en la tarima, la Berliner Philharmoniker, el público normalmente espera una respuesta equivalente en el foso. Las prestaciones de la orquesta estaban ahí: respuesta a su batuta, equilibrio, sonido, empaque, sin embargo, lo que desmereció fue la lectura de Sir Simon Rattle, cauta en exceso, lenta y sin la tensión que Puccini requiere. Por lo que he podido saber en algún ensayo previo, con piano, gozó de tempi más generosos, pero es evidente que no quiso reflejarlo en su trabajo con la formación berlinés.
Los Berliner nos brindaron, eso sí, momentos especialmente conmovedores allá donde solo fluía la música o donde sus solistas eran requeridos, por poner un ejemplo, no creo que Marcelo Álvarez vuelva nunca a tener una introducción a su E lucean le stelle como la que el clarinete de Wenzel Fuchs le regaló, absolutamente conmovedora.
En conjunto, sumando los múltiples factores, una velada marcada por la decepción. Semejantes medios (partiendo de los citados económicos) deberían conducir a un resultado que casi garantizase el éxito. Siempre puede e incluso debe quedar algún cabo suelto, pero en esta ocasión fueron numerosas las marras.