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Cuando Handel respira

Salzburgo. 02/06/2017. Festspielhaus. Handel: Ariodante. Cecilia Bartoli (Ariodante), Kathry Lewek (Ginevra), Norman Reinhardt (Lurcanio), Christophe Dumaux (Polinesso), Sandrine Piau (Dalinda), Nathan Berg (Rey de Escocia), Kristofer Lundin (Odoardo) Les Musiciens du Prince. Salzburger Bachchor. Dir. escena: Christof Loy. Coreografía: Andreas Heise. Dramaturgia: Klaus Bertisch. Dir. musical: Gianluca Capuano.

Empecemos señalando las cosas como fueron: Ariodante (1735) no comenzó con buen pie en su puesta de largo en la que sería la primera temporada operística del Covent Garden, solo once representaciones –mediocre resultado para la época–, quizás en parte por los inusitados ballets que contenía, si bien su exclusión (1736) en las dos últimas citas settecentesche de la partitura tampoco cambió su suerte. Tras estos eventos se convertiría en un título de baúl, pero no de aquellos que se abrían cuando fuere menester para sacar fuera sus mejores arias y airearlas por el cantante de turno, sino de los que se cierran por centurias. Anton Rudolf fue quien encontró la llave de la valija, allá por 1926, propiciando con su representación en Stuttgart una lenta vuelta a los teatros, para consolidarse como título por méritos propios sólo a finales del siglo pasado.

La obra, para tampoco faltar a la verdad, se vio seguramente perjudicada precisamente por el convulso momento en el que Handel la sacó a la luz, coincidiendo con su salida del King’s Theatre, considerado como el teatro de la nobleza, con consecuencias como la salida de la compañía –Royal Academy of Music– del castrato Francesco Bernardi, Senesino, protagonista, pese a su ruda relación, de nada menos que 17 títulos del compositor de Halle, entre los que destacarían títulos como Giulio Cesare, Orlando o Admeto. Su sustituto, Giovanni Carestini, no carecía sin embargo luego de virtudes, todo hay que decirlo, siendo elogiado por el insigne Charles Burney como uno de los más refinados castrati de la época.

En esta ocasión, el Festival de Pentecostés de Salzburg, cuya dirección artística corre a cargo de Cecilia Bartoli, decidió presentarlo como título de apertura de su presente edición, con un elenco colmado de virtudes, entre las que destaca la propia Bartoli como Ariodante, la dirección de musical Diego Fasolis –frente a Les Musiciens du Prince-Monaco-, una nueva puesta en escena a cargo de Christof Loy y coregografías de Andreas Heise.

El trabajo de Christof Loy es sencillo pero efectivo. Dos únicos planos desarrollados en profundidad, el primero representa unas las omnipresentes paredes –con cierto aire neoclásico– del que se presentará como el palacio del Rey de Escocia, en un segundo plano un fondo que mutará según las exigencias del libreto, descubriendo mediante la apertura del muro ahora un bosque frondoso con reminiscencias a Turner, ahora en un jardín poco tupido, etc. Se esconde en realidad detrás de estas evocaciones una Joy of grief / Wonne der Wehmut (literalmente, Alegría de la tristeza) en eminente concordancia con el espíritu sobre el que se fundamenta el entero festival. Pero quizás la mayor cualidad de este Ariodante, amén de lo narrado y el trabajo de los cantantes, se encuentre en su dramaturgia, que consigue mutar la que se tilda como ópera seria en una representación no exenta de jocosidad, danzas incluidas, y por ende, cuajada de contrastes y sumamente entretenida, pese a sus horas de duración. Por primera vez he asistido a la realización en escena de algo en lo que seguramente unos cuantos habíamos pensado, el potencial cómico de la gestualidad a las que lleva en ocasiones lleva la coloratura. Es en este punto cuando empezamos por resaltar, con debidas capitales, a Cecilia Bartoli. No vamos ni a descubrir ni a volver a loar las cualidades que enarbola para con este repertorio, fruto de una técnica que no encuentra peros y una gestión del aire que proporciona una riqueza dinámica casi desconcertante. El Ariodante de Bartoli se nutre de su propia contradicción: el papel originario de un castrato, interpretado por una mezzo, vestida de hombre que finalmente se descubre como mujer pero que solo pierde sus atributos en las postrimerías, en un proceso que pasa por un evidente giño a Conchita Wurst –al menos para quien escribe–, aquel personaje artístico creado por el cantante austriaco Thomas Neuwirth que ganaría el Festival de Eurovisión de 2014. Semejante alboroto y contraste es dramatizado o caricaturizado con excelencia por la mezzo romana, según la ocasión, a través de su trabajo en escena, llevándolo en el plano sonoro hasta los límites más turbadores.

Christophe Dumaux es un Polinesso atractivo y convincente que sabe jugar con la virilidad que le resta su timbre, pero le conceden sus actos, y al que sólo cabe señalar las dificultades que encuentra el contratenor francés en mantener un color homogéneo cuando trabaja los registros más graves. Sandrine Piu es una Dalinda ideal para completar a este último personaje, de voz consistente y coloratura pulcra, sensual y atrevida en su gestualidad, pero de una inocencia con visos pueriles, que permiten al espectador asimilar el drama personal al que de manera indubitable se conduce el personaje. También merece destacar el trabajo de Kathryn Lewek (Ginevra), con buenas cualidades dramáticas, timbre pulcro y homogéneo y Norman Reinhardt (Lurcanio), quizás el más comedido en proyección y prestaciones escénicas, pero con resultados notables.

La dirección de Gianluca Capuano supo embriagarse de la versatilidad que rezumaba la escena, jugando con las dinámicas y dejando respirar a Handel sin ansia, incluso a sus secciones en recitativo, especialmente nutridas de carga emocional y valiosa realización, a las antípodas del inerte hato que en ocasiones se les confiere, gracias al clavicémbalo (y a sus labores de asistente) de Andrea Marchiol. Ambos encontraron sin duda ayuda en la buena respuesta de Les Musiciens du Prince, agrupación fundada en 2016 por la propia Cecilia Bartoli al amparo de la Ópera de Monte-Carlo y de la realeza monegasca, y del Salzburger Bachchor, con consabidas escasas intervenciones, pero no por ello exentas de mérito.

Señalar finalmente cómo es de agradecer que la mismísima presidenta del Salzburger Festspiele, Helga Rabl-Stadler, se pasase por el espacio previamente habilitado para la prensa para saludar, personalmente, a cada uno de los profesionales que nos acercamos a cubrir el evento, cuatro días que arrancan exhibiendo un excelente nivel y con butacas colmadas de un público deseoso de apoderarse de gratos recuerdos como los de esta primera velada.

Foto: Monika Rittershaus