Tamerlano Scala Domingo 2017

 

El arte de iluminar las sombras

Milán. 22/09/2017. La Scala. Händel: Tamerlano. Bejun Mehta (Tamerlano), Plácido Domingo (Bajazet), Maria Grazia Schiavo (Asteria), Franco Fagioli (Andronico), Marianne Crebassa (Irene), Christian Seen (Leone). Dir. escena: Davide Livermore. Escenografía: Davide Livermore, Giò Forma. Vestuario: Mariana Fracasso. Iluminación: Antonio Castro. Video: Videomakers D-Work. Dir. musical: Diego Fasolis. Orquesta del Teatro alla Scala con instrumentos históricos.

El templo de los templos, el teatro que conmueve al poner el primer pie en su atrio, no se prodiga en demasía por los lares Handelianos, o como dice un egregio colega, Alberto Mattioli (La Stampa), presenta al respecto “veinte años de retraso en relación al resto del mundo civilizado”. No le falta razón a Mattioli, pero también es cierto que cuando lo hace, como es la ocasión, no le duele prendas a la hora de arremangarse. Y no me refiero al debut en la Scala de Davide Livermore, a la apuesta de Domingo como registro tenoríl para Bajazet –por influencia quizás también levantina–, o al duelo de contratenores, de aires bien diversos, que se vislumbra al ver los nombres de Fagioli y Mehta en liza, sino a cuestiones filológicas de primer orden. No leí nada al respecto hasta tener el programa en mano, pero a través de una foto puesta en las redes sociales por un integrante de la orquesta, observé como la edición no correspondía a ninguna de las tres que siempre barajamos, para después confirmar que se trata de una edición propia de La Scala realizada por Diego Fasolis y el primer violín Alberto Stevanin. Basada en el “material original”, señalan sus autores que se pliega “a las exigencias de los cantantes”, al más puro estilo del setecientos. En cierto modo esta “elección”, todas y ninguna –a la Juan Palomo, si mi juicio filológico se requiriese–, permitió a Fasolis cuanto menos liberarse de la rigidez que los filólogos imponemos al otorgar “un solo texto”, visto que se suele hacer caso omiso al siempre nutrido aparato crítico. En cualquier caso, que Fasolis aludiese en el programa a “los originales” como un trabajo, de “corta y pega” (taglia e cuci) banalizar sobre el arte del pasticcio, del que tanto bebe el barroco en general y Händel en particular. Sea como fuere, eso sí que es implicarse en un proyecto, así que vaya nuestro reconocimiento por delante.

El debut en La Scala de Davide Livermore –seguramente tarde, aunque la dicha sea buena– no pudo tener mejor acogida, con una oportuna localización, la Rusia de la revolución de 1917, una acertada –y casi obvia– mutación de Bajazet en el zar Nicolás II y de Tamerlano en Stalin, y una referencia cinematográfica sin tapujos en el Октябрь (Octubre) de Ejzenštejn –ya en la Sinfonía se propone la famosa escena de la decapitación del Zar–. Como el propio Livermore señala, juega, con sumo acierto añadiría, con la “anti-historia, un juego teatral fundamental típico de los libretos de la época”. Congratula comprobar además como se concilia, en buena lid, la tradición escénica de los grandes artilugios y mecanismos, por ejemplo, un completo tren para el primer acto, con las modernas tecnologías. Las proyecciones ideadas por la empresa Videomakers D-Work fueron no un simple complemento, sino parte esencial de la dramaturgia. 

En cuanto al elenco de cantantes, me sorprende en primer lugar que haya desconcertado tanto la presencia de Plácido Domingo, más allá de si su instrumento es capaz de lidiar con Händel como se requiere en pleno siglo XXI, que obviamente, y este juicio no debe turbar a nadie, no lo es. Eso sí, cuando se lee su nombre en el cartel hay que ser consciente de lo que se va a escuchar, que no es sino parte de la historia de este noble arte. Por ende, uno necesitar resetear en cierto modo los prejuicios que pueda tener ante una audición de horma barroca, en unas vestes que viste además desde hace relativamente poco si tenemos en consideración su dilatada trayectoria. Ulteriores juicios sobre el color, fraseo, fiato, coloratura e incluso las lagunas, lapsus y mutaciones en el recitado de los textos –los suyos son particularmente extensos– se tornan en pura anécdota, si nos concentramos en saborearlo mientras se pueda. Yo hice así y disfruté. Evidentemente, una buena parte de nosotros podríamos poner en esa tarima más de una decena de nombres que hubiesen hecho más honor en técnica y estilo, que no en carácter, a la línea dibujada por Händel, pero la simple presencia escénica de Plácido Domingo ilumina las sombras. Verle además afrontar las arias con convicción y pundonor pasadas las doce de la noche en un teatro exigente como La Scala es digno de ovación, y por mérito la recogió.

Uno de los grandes lujos de la producción es haber juntado a dos de los contratenores más loados del último lustro, con características bien diversas, canoras y actorales, con prestaciones desiguales pero complementarios para el fin que les reunía. Bejun Mehta desplegó un limpio y dúctil fraseo, rico en matices, de gran carga emocional y una expresividad empática.  Franco Fagioli con un timbre que sin duda calificaría de homogéneo, teniendo en cuenta las más de tres octavas que puede cubrir con su instrumento, se demostró ávido en agilidades y dinámicas y consistente en el fiato. Se puede pedir quizás diverso, pero no obtendremos a día de hoy seguramente nada mejor, amén de cierta mejora en la dramatización de los recitados.

Maria Grazia Schiavo es para mí la gran perjudicada de esta producción. Los grandes nombres que la circundan provocan que una de las voces mejor horneadas para la ocasión quede en un segundo plano. Pude leer cómo en la premier tuvo ciertos problemas en los ataques agudos, algo que no aconteció en nuestra representación. Su voz fue nítida y homogénea en todo su registro, y su trabajo escénico fue, junto al de su compañera y al de Domingo, más que convincente. Schiavo, sin ser la primera en enfrentarse a las dificultades que impone del maestro de Halle, fue la primera que arrancó merecidas ovaciones sin paliativos por parte del público.

Marianne Crebassa, a pesar del poco espacio que le cede el rol, demostró estar a la par en prestaciones vocales y actorales. Ambas, pese a estar en parte ensombrecidas por lo que les circundaba, fueron con ojos y oídos juiciosos, lo mejor de la velada. La única nota discordante la tañó sin duda Christian Seen, con un Leone desprovisto de las cualidades canoras y dramáticas que requiere el personaje. 

Diego Fasolis ejerce para la ocasión no solo como pseudo-musicólogo, sino de nuevo como supervisor y director de este nuevo proyecto orquestal en La Scala, cual es la Orquesta de instrumentos históricos, tras su debut en la temporada pasada con el también título handeliano Il trifonfo del Tempo e del Disinganno. En esta ocasión debemos decir que sujetó con más firmeza las riendas del carro, con una cuerda más lúcida, eso sí, que el viento metal, y con menos ayudas por parte de los integrantes de la agrupación liderada por el propio Fasolis I Barocchisti della RSI (Radiotelevisión Suiza). La dirección de Fasolis no gozó sin embargo de la frescura que acostumbra a prodigar con su formación, y en parte es más que lógico, sus tempos fueron en ocasiones demasiado contenidos, prudentes, con por ejemplo lo fueron las hemiolas desposeídas de la fuerza que requieren para acentuar el efecto de desplazamiento de la acentuación, hecho que sin embargo no supuso que no pudiésemos disfrutar de una más que digna propuesta musical. Uno de los lujos velados de la velada fue sin duda el clave de Andrea Marchiol, con realizaciones que, al menos para quien lo narra, hicieron obviar la nota extensión de los recitativos, pues sólo se omitió aquél que el propio Händel declaró como opcional.

Confío en que La Scala cierre las representaciones del Tamerlano con el mismo buen sabor de boca que dejó a los presentes, a pesar de las intempestivas horas a las que concluyó, y que continúe apostando por este aperitivo barroco en futuras temporadas, si bien para la próxima parece que la tripa toma un descanso.