Chenier Scala Yusif Netrebko 

Questa è pure andata

Milán. 22/12/2017. Teatro alla Scala. Giordano: Andrea Chénier. Yusif Eyvazov (Andrea Chénier), Luca Salsi (Carlo Gérard), Anna Netrebko (Maddalena de Coigny), Analisa Stroppa (La mulata Bersi), Helena Zubanovich (condesa de Coigny), Larisa Diadkova (Madelon), Andrea Borghini (Roucher), Dir. escena: Mario Martone. Escenografía: Marguerita Palli. Vestuario: Ursula Patzak. Dir. musical: Ricardo Chailly

Si hay algo a lo que el libreto de Luigi Illica deja poco espacio es precisamente a la fantasía; mal que, según los casos, es hasta bienvenido. Son demasiadas las referencias históricas a las que éste hace alusión como para saltarse un patrón que casi todos los que acometen el empeño siguen en una u otra medida.Mario Martone no se sale del guion, aun a riesgo de caer en una lectura con demasiados tintes banales, y nos presenta un Andrea Chénier en una escena rotatoria (producto de Marguerita Palli), sin demasiadas complicaciones de lectura, apta sin duda para el público que inauguró la temporada el pasado 7 de diciembre, pero notablemente escasa para quien no pierde tiempo en elegir los gemelos para la ocasión. La escena peca en general de desnudez, cediendo un espacio desabrigado a unos cantantes que en buen número debutaban en el rol y que se encuentran demasiado expuestos al público, tanto que en casos como el tenor azerbayano, del que en breve hablaremos -quién apenas se quitó el polvo del personaje en su debut de Praga-, hace que olviden con demasiada asiduidad que ópera y teatro se abrazan con ansia desde hace unas cuantas décadas.

Si alguien podía quitar protagonismo al gran nombre de la función, léase Anna Netrebko, era precisamente su consorte, Yusif Eyvazov, un tenor que antes de los desposorios tenía un futuro diverso, por la naturaleza difícil de su instrumento, pero que el amoroso destino se ha ocupado de mutar en una agenda repleta de conciertos. Eyvazov tiene un timbre con asperezas y tintes metálicos, un instrumento complejo de gestionar tanto para él como para quien le debe juzgar. Su éxito en este título se apoya en tres sólidas columnas: una excelente dicción en italiano -netamente mejor que la de laureados como Kaufmann-, un tercio agudo fácil, aunque no siempre óptimo, y un volumen nada desdeñable.

Estas tres cualidades le hacen sin duda merecedor de poner el pie en muchos teatros, pero evidentemente una apertura de temporada en Milán podría (o debería) presentar condicionantes mayores, y más en los paños de un papel que verá siempre pasar, y más en este teatro, los fantasmas de mitos pasados. Cualquier profesional aceptaría sin embargo semejante reto, pero también es cierto que pocos intendentes claudicarían como veladamente lo hizo Alexander Pereira al proponerle al poeta revolucionario. Por mucho que hoy perfume a “prueba superada”, aquello que en su día olió a imposición difícilmente podrá percibirse de otra manera con el tiempo.

Eyvazov tiene para quien les escribe otra habilidad, la de mostrarse tal cual es, sin duda un buen hombre, simpático en el trato -en breve leerán nuestra entrevista-, conocedor de sus limitaciones y defectos -quizás hasta en demasía-, modesto y un agradecido de la vida. No dudó en reconocer que llevaba meses trabajando con Chailly el papel más que su consorte, a quien le gusta fiarse de su valioso instinto–, y esto se hace patente en las virtudes poéticas de su Chénier, en la atención extrema a un texto que hace suyo, recita con calidad y convencimiento, a la par que presta suma atención al fraseo. Eyvazov juega bien sus cartas sabiendo que, aunque el destino le haya regalado el poder sacar la baraja en mesas con las que siquiera soñaba, y por buena mano que tenga, es probable que salga perdiendo, aunque como en este caso, tanto él como el público puedan esbozar al final una sonrisa. Las miradas de Eyvazov a Chailly eran constantes, la atención de éste último con el tenor hasta excesiva, aun a riesgo de desvanecerse ambos en el cementerio de los prudentes, hecho que lastró un punto más si cabe un trabajo escénico que, como comenté anteriormente, se vio ampliamente perjudicado –no solo en su caso– por la dirección escénica de Martone y la escenografía de Palli.

En la premier no se expuso a Eyvazov en solitario al juicio del público, una cuerda decisión del propio teatro, según se me indicó, para evitar que hubiese juzgado con criterios que nunca vendrían al caso. En esta función salió a saludar y recibió una medida pero calurosa ovación, en reconocimiento al esfuerzo y trabajo que hay detrás de su Chénier.

Anna Netrebko apareció en la premiere como una Maddalena guiada en gran parte por su citado instinto, y con las restantes representaciones, hasta la hodierna, ha ido dando capas de autenticidad al personaje. Netrebko es de las cantantes que cogen el fruto del árbol sin casi pensarlo y esperan con paciencia a que madure ya en sus manos, confiando en la bondad de la madre naturaleza para con ella. Su registro grave se ha afianzado desde el 7 de diciembre, se ha hecho más ligero, como el entero personaje en sí. "La mamma morta" fue un festín de brillantez y sentido del gusto, amén de una lección de gestión de las dinámicas en aras de fortalecer su expresividad.

Luca Salsi, con un Gerard de naturaleza dramática bien distinta al de afrontó en Múnich, sigue abriendo el techo de un personaje que cada vez campa mejor en la horma del barítono italiano, amén de demostrar su capacidad de adaptarse a las exigencias del guión de turno. El elogio sin paliativos que también podemos hacer a este Chénier milanés es el de la calidad de sus comprimarios, desde Mariana Pentcheva (la condesa), pasando por Gabriele Sagona (Roucher) hasta llegar a Annalisa Stroppa (Bersi) y Carlo Bosi, estos dos últimos como garantía de una calidad ya confiada en la Madame Butterfly de la apertura de temporada pasada.

La dirección de Ricardo Chailly es madura, profunda y de una sensibilidad para con el texto notable. Es quizás este último particular el que lastra en una ínfima parte sus prestaciones, pues deriva en una carga emocional excesiva, tal que le hace apresurar algunos tempi y ahogar en ocasiones la libertad con la que también deben poder contar las voces, en particular la de Eyvazov, quien quizás hubiese mostrado algo más de sí con las riendas algo más sueltas. Si la prudencia de Chailly ha sido también su salvación no lo podremos saber nunca. Mientras tanto, como me dijo el propio protagonista tras la función, questa è pure andata.