La música de Rossini como paraíso
Lyon. 28/12/2017. Ópera de Lyon. Rossini: La Cenerentola. Michèle Losier, Cyrile Dubois, Renato Girolami, Nikolay Borchev, Simone Alberghini, Clara Meloni, Katherine Aitken .Dir. escena: Stefan Herheim. Dir. musical: Stefano Montanari.
En el silencio en espacio vacío, apenas atravesado por una chica de servicio llevando su carro, un libro cae del cielo: los cuentos de Perrault y entre ellos el de la Cenicienta. La música comienza. Rossini, desde una nube, ha dejado caer el libro y la joven comienza a leer. Rossini/Dios desciende e intenta calzarle el célebre zapato, pero no encaja; es forzoso cambiar de idea y se abre el telón: la escena es una sucesión de caminos al infinito y de las llamas del fondo surgen varios personajes. Hasta que aparece Cenerentola, cuando cesan las llamas y sólo hay cenizas. Comienza La Cenerentola de Rossini, que como es bien sabido no es exactamente la Perrault, aquí de hecho sin componente mágico pero con la presencia de Alidoro.
Stefan Herheim repropone en Lyon un espectáculo ya presentado en Oslo a comienzos de 2017, que resulta ciertamente encantador: porque Herheim, con su habitual fantasía, propone un auténtico “dramma giocoso” y no una farsa; se trata del sueño de la joven de servicio que emerge de la lectura del cuento. Un sueño que es así una variación de la historia, como a su vez lo era ya la partitura de Rossini, pero también una variación sobre el carácter de la Cenerentola, ya no una tierna víctima sino una enérgica joven que pone en marcha un auténtico plan para conquistar al príncipe. No estamos ya ante un personaje inocente sino plenamente consciente y manipulador, alguien que intenta construir su destino y que al final perdona a su familia sólo en apariencia, para conquistar el trono en solitario, dueña así de un poder absoluto para manejarlos a todos, incluido el propio príncipe.
Un destino, este que persigue la protagonista, en un mundo que no es otro que el de la música, cuyo Dios no es sino Rossini, omnipresente en escena, sea en el cielo en una nube o en en escena tomando la forma de Don Magnifico, que cambia una y otra vez su apariencia para figurar vestido como Rossini. En escena, en tierra, vemos también a Alidoro, sea representante de Dios en la tierra, sea consejero del príncipe, sea un diablo con cuernos; es el endiablado personaje que ayuda a Cenerentola a realizar su sueño, a trasformar el carro de servicio en una carroza y a conseguir su vestido de novia. En consonancia, la figura ardiente del príncipe Ramiro, que busca sus besos a cada instante, menos tímido y más decidido de lo habitual.
La fantasía de Herheim (ayudado por la escenografía de Danie Unger) busca subrayar también las diversas referencias del cuento que han ido alimentando su imaginario entre el público, desde Walt Disney (el castillo al fondo que se recuerda al de Disneyland o Disneyworld), a los libros para niños (los caminos y casas que se transforman), pasando por el libro de Perrault (que está siempre en escena, referido una y otra vez) y sin olvidar el vestuario (de Esther Bialas) a medio camino entre los siglos XVIII y XIX, mezclando épocas y tiempos como en nuestra infancia. Pero lo más brillante es la pluma roja omnipresente, con la que se escribe y se compone, con la que se dirige la orquesta, cual flauta mágica, animando a los personajes y guiándolos durante la representación.
La clave de la lectura es sencilla: la joven sueña porque la música nace; la música mueve los sueños y es la llave de la felicidad en el mundo. Cuando suenan las últimas notas de la partitura, Cenerentola vuelve a ser una joven de servicio con su carro y del cielo no cae ya un libro sino una escoba. Una realización poética y fantasiosa en perfecta sintonía con la propuesta musical de Stefano Montanari, al frente de un reparto ciertamente espléndido, homogéneo y plenamente comprometido con la propuesta escénica.
Entre los diversos personajes, Herheim trata de un modo “tradicional” a los dos hermanas y a Dandini. Las hermanas (Clara Meloni como Clorinda y Katharine Aitken como Tisbe) se antojan práticamente perfectas en su rol como “pequeñas pestes”, vivaces, siguiendo el ritmo de la propuesta teatral, con voces claras, apenas algo ácidas al final de la representación.
Dandini recaía en manos de Nikolay Borchev: el barítono ruso posee el estilo rossiniano y añade un plus de elegancia natural que da a su falso principe una apariencia sumamente natural, con un timbre cálido y una voz ágil, clara, bien proyectada y expresiva. Su duetto con Magnifico, “Un segreto d´importanza”, es uno de los mejores momentos de la velada.
Alidoro era Simone Alberghini, para quien Rossini es un repertorio casi ya congénito. Su papel por desgracia tiene apenas una sola aria, pero es requerido casi todo el tiempo en escena. En el aria demuestra sus mejores cualidades, si bien con un timbre algo menos brillante y levemente velado: profundidad en lo graves, y una general agilidad y fluidez en la emisión, en una demostración de auténtico estilo rossiniano.
El Don Magnifico/Rossini de Renato Girolami es también muy idiomático y suena en un perfecto estilo rossiniano, con un dinamismo espléndido al decir el texto, dosificando los ritmos, variando la expresión, buffo pero no demasiado, capaz de pasar de su rol como Magnifico a su rol como Rossini en apenas un segundo, cambiando su aspecto y su peluca en un abrir y cerrar de ojos, como si fuese un personaje de cuento. Toda una referencia su labor como rossiniano, abrazando además plenamente el espíritu de la producción.
La canadiense Michèle Losier cantaba la parte de Angelina por vez primera en su carrera. Su esbeltez en escena y su empeño en representar el personaje con suma decisión hicieron de su caracterización algo un tanto particular: la voz misma sonaba más enérgica y menos etérea de lo acostumbrado, con bellos graves y al tiempo agudos firme y voluminosos (¿demasiado?), sin olvidar una imponente agilidad (“Non più mesta” con final pirotécnico). Firma en conjunto una Cenerentola de referencia, si bien Losier brilla más en otros papeles.
En todo caso, quizá el descubrimiento más increíble de la noche fuera el Ramiro de Cyrille Dubois. Se tenían buenas referencias de su buen hacer, pero su labor en esta ocasión le proyecta directamente a lo más alto del canto rossiniano: pronunciación, dicción, limpieza y agudos increíbles (en la cabaletta “Si, ritrovarla io giuro”, que bisó en la última representación) y variaciones a cada cual más pirotécnica. Notable porvenir el suyo, sin duda.
El conjunto, con un coro bien preparado por Barbara Kler dicho sea de paso, actuaba bajo la batuta de Stefano Montanari, un “habitué” de Lyon donde ha dirigido ya partitura de Mozart o Gluck. Violinista con orígenes en la música barroca, Montanaro ha asentado una trayectoria cada vez más firme. Sus avales: dinamismo, ritmo, claridad en el sonido, seco en la justa medida (bien acorde a la acústica del teatro), con momentos impresionantes (la tormenta) y con una precisión matemática a la hora de seguir la producción desde el foso. Montanari dispone tiempos variados, veloces a menudo pero bien medidos en otros momentos, revelando un Rossini de sonido no demasiado habitual pero que combinó de maravilla con esta propuesta escénica, que se impone como una de las más logradas en el terreno rossiniano en los últimos años, si no decenios.