Labeque hermanas

INTELIGENCIA, TALENTO Y CORAZÓN

Madrid. 20/02/18. Auditorio Nacional. Ibermúsica. Obras de Wagner, Bruch y Shostakovich. Katia y Marielle Labèque, pianos. Royal Concertgebouw Orchestra. Semyon Bychkov, director. 

Cualquier concierto donde podamos escuchar a la Royal Concertgebouw Orchestra genera casi un placer previo, al que se suma saber también que las hermanas Labèque y el maestro Bychkov van a formar parte del mismo.

Para empezar, el maravilloso Preludio a la ópera Los maestros cantores de Núrenberg de Wagner, cuya interpretación fue llevada a cabo por la RCO y varios miembros de la Joven Orquesta de la Comunidad de Madrid dentro del proyecto Side by Side.
El preludio irrumpió enérgico, con un sonido uniforme y cálido en cuerdas y metales. En apenas catorce compases estábamos dentro de la partitura, escuchando los motivos principales de la ópera, pasando por el oboe,  la flauta, las cuerdas o la trompa, jugando a esconderse. Los metales continuaron limpiamente, como en una marcha que se volvió  a disolver entre violines y cellos. Se pudo oír un baile de fragmentos de arias que formaban una melange que, como olas, se intensificaba, y rompían en los picados revoltosos de las maderas, para regresar al mar en las caricias de las cuerdas. Contrabajos, triángulo, maderas, metales…todos fueron llevados a un desenlace elegante y marcial bajo la impecable batuta de Bychkov.

Tras este aperitivo musical, sin los miembros de la JONDE, y con las hermanas Labèque sobre el escenario, dio comienzo el Concierto para dos pianos y orquesta de Bruch. Esta  partitura, nacida de un encargo para otro dúo de piano - las hermanas Sutro- es de las pocas piezas del compositor que se ejecutan con cierta asiduidad junto a su concierto para violín.
El Andante sostenuto se inició con unos acordes contundentes en los dos pianos, seguidos de una orquesta plena de carnosidad. Un fugato entre las pianistas, que recordaba a Bach, calmó la rotundidad del comienzo, para irse enhebrando suave y progresivamente con las brillantes trompas, los trombones y el resto de la orquesta, que cedía y arrebataba alternativamente el protagonismo a las pianistas, tejiendo un tapiz decreciente con los colores del atardecer hasta el ocaso.

Sin casi interrupción, más que la de un público incapaz de contener sus toses, se abrió camino el Andante con moto - Allegro molto vivace a través de los cellos de timbre absolutamente uniforme, un acorde desplegado en uno de los pianos y un solo de oboe que emergió desde la serenidad. Una nueva e impetuosa melodía se adueñó de la orquesta, pasando a las manos de las Labèque, que la desarrollaron con delicadeza y energía, en los pocos momentos en los que la escritura orquestal les permitió sobresalir.
Después del radiante final, con las trompas y las maderas, fue surgiendo el tercer movimiento, Adagio ma non troppo. Bychkov soltó la batuta para dirigir de un modo absolutamente exquisito. La atmósfera se transformó, las solistas pudieron mostrar la magia que las caracteriza en una interpretación sutil y sensible de un tema que iba enriqueciéndose y volviéndose cada vez más soñador. Pianos y orquesta se convertían en uno por momentos, abrazándose y haciendo círculos sin separar sus manos hasta la sosegada conclusión, similar a la del primer Andante.
El último movimiento, Andante – Allegro, comenzó con una llamada del piano, las trompas, maderas y demás metales, a la que respondieron firmes las cuerdas. El dúo destacó sobre la orquesta a través de pasajes de mayor virtuosismo,  velocidad y carácter, repletos de octavas, cromatismos, escalas y trinos. Un despliegue pianístico sincronizado y expresivo, acompañado por las cuerdas, que intercalaban pizzicatos, las maderas y los metales, todos anunciando el final triunfante.

Ya en la segunda parte del concierto el público disfrutó de la Sinfonía nº5 de Shostakóvich, donde la tragedia y el optimismo del hombre tratan de convivir. En su inquietante principio, Moderato – Allegro ma non troppo, la narrativa de la cuerda sobresale, chocando entre sí, como pensamientos contradictorios. Un motivo que asciende y desciende, donde la ilusión pasa a ser desesperanza. Se escucharon los metales incisivos, como una llamada obsesiva, junto a fagots y oboes torturados, perfectos en afinación y color. El discurso de serenaba, aparentemente. Apareció una luz, en la voz de la flauta, que se alzó con un sonido abierto y perfecto, al que respondieron las cuerdas de sonido compacto, pero sin perder nunca la oscuridad del discurso hasta la entrada percutida del piano. Esta segunda parte del movimiento fue más viva. Un ostinato rítmico recorrió el mismo, con tintes bélicos, donde metales y percusión fueron protagonistas. Un unísono de cuerdas tomó brevemente el relevo seguido del resto de la orquesta para vislumbrar nuevamente la esperanza en las flautas, clarinetes y el resto de maderas, impecablemente empastadas como si fueran un solo instrumento, a las que se sumó la celesta regalándonos una dosis de irrealidad.

En el Allegretto, a modo de scherzo, empezaron los cellos temperamentales. Solos de clarinete, fagots y trompas se alternaban en un tempo muy rítmico hasta la intervención del concertino que inicia una especie de vals al que seguirá la flauta mientras en la orquesta persiste un motivo que atraviesa todo el movimiento de tiempo ternario. Sordinas en las trompas, pizzicatos, timbales, flautín, xilófono y el recuerdo a la danza macabra de Saint-Saëns coronan un movimiento de tempos flexibles y chiclosos que sin embargo se antoja más terrenal que el anterior.

En el tercer movimiento, Largo, los violines entonaron un canto que nos sumergió en otro universo sonoro, de aguas profundamente azules pero que quisieran ser espuma, con un sonido bello y refinado. La flauta, el oboe y el clarinete fueron los rayos que atravesaban ese océano de incertidumbres, mientras los contrabajos y los cellos, cerrados y gruesos insistían en el abatimiento. El resto de las cuerdas suspiraban sin cesar para terminar en un trino constante, de factura extraordinaria. El arpa dejó caer unas lágrimas sobre las mismas, finalizando el movimiento como quien atraviesa un espejo.

Hecho el hechizo, se inició el Allegro ma non troppo, con fuerza renovada. Tomaron el mando de la marcha maderas, metales y timbales seguidos por la cuerda y sus endiabladas escalas. La orquesta plena de sonido se iba transformando y pasando del vértigo de trombones y tuba al lirismo turbador de los violines, que iban ascendiendo por medios tonos. Flauta y fagot sugerían cambios que eran contestados con un ostinato de una octava en los violines, imitado también con precisión por el arpa. La última metamorfosis, anunciada por los metales fue corroborada por la caja, el piano, las insistentes cuerdas y finalmente por trompetas y timbales.

Tras salir a saludar el maestro hasta cuatro veces, la RCO obsequió al auditorio que aún permanecía sentado con un epidérmico “Nimrod”, una de las “Variaciones Enigma” de Elgar.

Como anunciaba al principio, la velada fue un auténtico gozo sensorial, especialmente en la segunda parte, donde el conjunto brilló con luz propia junto a Bychkov. Son pocas las orquestas que están al total servicio de la música y su compositor, y que funcionan como un organismo vivo y completo que nos comunican directamente con la emoción. Eso pudimos sentirlo con la RCO. Ese el camino.