Aida real2 javierdelreal

Dilemas 

Madrid. 17/3/2018. Teatro Real. Verdi. Aida. Anna Pirozzi (Aida) Alfred Kim (Radamès), Ekaterina Semenchuk (Amneris), George Gagnidze (Amonasro), Roberto Tagliavini (Ramfis) Coro y Orquesta Titular del Teatro Real. Dirección de escena: Hugo de Ana. Dirección Musical: Nicola Luisotti

A la hora de enfrentarse a la reseña de un espectáculo, en este caso de una ópera, siempre se me plantean algunos dilemas. Sobre todo cuando dicho espectáculo ha estado lejos de las expectativas que se habían creado. Por una parte está el derecho del lector de conocer las impresiones del que escribe y por otra éste tiene que medir mucho sus palabras porque por encima de los gustos y opinión propios está el trabajo de unos profesionales que siempre hay que respetar. Pero esta vez creo que esa contención, aunque dentro de unos límites claros de corrección, debe ser superada por el deber de expresar por la sensación tan pobre que he tenido con la producción que ha repuesto el Teatro Real de la verdiana Aida.

Aída no es una ópera fácil de representar. Se tiende a acudir al tópico, al despliegue de figurantes, vestuario y atrezzo y se espera siempre que la espectacularidad cuasi circense convenza al público. Pocas producciones van más allá, buscando la esencia del drama que nos presenta Verdi, del contraste entre el mundo opulento del Egipto en guerra y la frustración de unos amores que nunca van a llegar a buen puerto. Pero esto requiere internarse en la partitura, pensar, reflexionar y sacar conclusiones, erróneas o acertadas, pero propias. Hugo de Ana, afamado director de escena, se ha decantado por la primera opción. Plantea Aida como si fuera una superproducción de los años dorados de Hollywood: mucho oro, mucho figurante, muchos cuerpos semidesnudos, espectaculares decorados, abundantes proyecciones aunque mareantes, procesiones de dioses locales de purpurina, un auténtico totum revolutum. Está bien, olvidémonos de experimentos, de cambios de época, de minimalismos, y vayamos a lo que el libreto dice, seamos fieles al auténtico Verdi. Pues ni eso. De Ana sacrifica a su gusto las referencias que se señalan en la historia: Ni hay baño de Amneris (eso sí, preciosa la puerta que aparece en el escenario), ni tampoco escena en el Nilo (allí sólo se ve el duro desierto y pirámides por doquier y, por supuesto, más proyecciones). El vestuario es una mezcla de un supuesto antiguo Egipto y La vida de Brian de los Monty Python. Las coreografías no tienen ningún sentido, ni en el templo del primer acto (apoteosis de la venda de momificar como elemento que une al consagrado Radamés con los dioses)  ni en la gran escena de la puerta de Tebas (el coro femenino bailando una especie de danza renacentista es un claro y triste ejemplo). Todo es espectacular (esa inmensa escalera-pirámide que se mueve por el escenario- pero con un claro sabor a falso. Este tipo de montajes vende, por supuesto, y sé que soy minoría en esta crítica a la escenografía, pero mi deber es ser fiel a mi criterio. 

Menos mal que el lado musical estuvo muchísimo mejor servido. Vuelvo a recalcar esa mezcla de grandeza heroica y lirismo profundo que impregna esta ópera de Verdi, que a veces no es reconocida como la obra maestra que es. Esos contrastes evidentes tienen su reflejo en la partitura que requiere de un director que entienda los complejos entresijos de la composición. Nicola Luisotti la conoce y ejerce de buen concertante, aunque se espere siempre un poco más de alma, de profundidad y pasión en su batuta, que arrebate con más frecuencia. Destacar que estuvo atento a sus cantantes y al coro y que tuvo a su mando una excelente Orquesta del Teatro Real que lo dio todo desde el foso. Muy destacable también el Coro Titular del Real, que en todas sus intervenciones dio la talla aunque fuera obligado por el director de escena a momentos actorales que rayaron la comicidad.

Estas representaciones del Real (diecisiete en total) cuentan con tres repartos en los papeles principales. Ya se comentó en Platea uno de ellos. Del que aquí hablo estaba protagonizado por la excelente soprano italiana Anna Pirozzi. Poseedora de una voz de características muy personales, de gran ductilidad y que maneja con soltura, transita sin problemas del canto a mayor volumen a los pianisssimi. Su agudo es potente y  limpio y tiene el volumen y la proyección necesaria para el teatro. Su Aida más que frágil es vulnerable, pero siempre mantiene su propio carácter. Estuvo muy bien en “Ritorna vincitor” y aunque empezó algo dubitativa la famosa “O patria mia” el resultado general del aria sólo se puede calificar de muy notable. Ekaterina Semenchuk es, con todo el respeto, por supuesto, un animal de teatro. Cuando está ella en escena, cuando ella canta, cuando comparte un dúo o un conjunto mayor, ella siempre destaca, se apodera del momento. Sólo Pirozzi estuvo, y no siempre, a su altura. Es una mezzo de manual: agudos impecables, zona central carnosa y bellísima y graves que se oyen, que estremecen. Además lo da todo como actriz (aunque aquí le hagan cargar al final de sendas escenas con telas -algo recurrente en toda la representación- de las que se libera como puede). Fabulosa. 

Que haya un silencio sepulcral después de cantar “Celeste Aida” en un público que ha venido más a divertirse que a criticar debería dar que pensar. Alfred Kim, el Radamès de la noche, estuvo desaparecido en toda la primera parte. Ni en la traicionera primera aria, ni en su consagración en el templo ni en la gran escena que cierra el acto segundo destacó. Empezó a mejorar en el dúo con Aida en el Nilo y estuvo bastante correcto en el de Amneris y sobre todo en la escena final. Ahí lució una voz donde lo más destacable es un adecuado centro aunque el timbre nunca resulte agradable. Pero supo matizar y demostró defenderse mucho mejor en las escenas líricas que en las heroicas. Me sorprendió gratamente el Amonasro de George Gagnidze, física y actoralmente perfecto para el papel. Pero además su timbre es muy grato y aunque se nota cierta brusquedad en su canto también tuvo momentos de adecuado matiz, sobre todo en el dúo con su hija. Roberto Tagliavini es un buen bajo de un agudo potente y bien proyectado, un centro también excelente pero en esta ocasión la zona baja no estuvo a la altura que el papel requería. Adecuados el rey de Salomon Howard, la gran sacerdotisa de Sandra Pastrana y el mensajero de Fabián Lara

Es indudable que el Teatro Real tendrá un éxito de taquilla y seguramente la mayoría del público saldrá contento, no lo dudo. Pero a la producción le sobra soberbia y le falta respeto por la verdad de Verdi, y eso, aunque el crítico tenga un dilema, lo tiene que contar.