Gardiner Sim Canetty Clarke 

Energía telúrica

Barcelona. 06/03/18. Palau de la Música Catalana. Temporada Palau 100. R. Schumann: Obertura, scherzo y finale, op. 52. H. Berlioz: Les nuits d’été, op. 7. R. Schumann: Obertura de Genoveva, op. 81. Sinfonía núm. 4, en Re menor, op. 120. Ann Hallenberg, mezzosoprano. London Symphony Orchestra. Dirección: Sir John Eliot Gardiner.

Siempre es bienvenida la visita en cualquier sala de conciertos del gran maestro británico Sir John Eliot Gardiner (n. 1943), más si cabe al frente de una formación como la LSO. Con un atractivo programa protagonizado por obras de Schumann, más las hermosas Nuits d’été, op. 7 de Hector Berlioz con la voz de la mezzo sueca Ann Hallenberg, la velada no defraudó dejando un placentero paladar de concierto bien servido y mejor ejecutado. En la extensa discografía del maestro Gardiner, Schumann ha ocupado un puesto destacado, pues Sir John ha grabado la integral de sus sinfonías con su Orchestre Révolutionnaire et Romantique para el sello Arkiv de DG, así como otras obras de Schumann aquí presentadas. 

Comenzó el concierto con la fragmentaria Obertura, scherzo y finale op. 52, una obra que podría ser interpretada cada uno de sus tres movimientos de manera autónoma según palabras del propio Schumann, y que sirvieron para tomar el pulso de la LSO. La orquesta londinense se mostró en buena forma bajo las indicaciones de Gardiner, insuflando a la obertura la frescura y energía cuasi primaveral de esta composición creada en una de las etapas más felices de la vida de Schumann. El estudio de la instrumentación revela una obra de carácter extrovertido donde se pudo disfrutar de las diferentes secciones, destacando el sonido terso y flexible de la sección grave de cuerdas, con unos chelos y contrabajos que abrieron el fuego desde los primeros compases con la suavidad propia del Andante con moto con la que se le denomina en la partitura. Se llegó con las sinuosidades de una especie de ballet de influencia rusa con un destacado sonido dulce de la flauta, al Allegro, para pasar al movimiento Vivo del Scherzo y al Molto vivace del Finale en una lectura in creciendo dosificada con sabiduría y control de la dinámica por maese Gardiner. Una pátina de cierto sonido academicista pudo aflorar en algún momento, pues Sir John quiso más insinuar el pálpito schumaniano que no volcarlo sobre el público. Así la obertura ligó de manera más orgánica con la elegancia sensorial de las hermosas y delicadas Nuits d’été de Berlioz. 

La mezzosoprano sueca se mostró algo expectante en la primera de las canciones del ciclo, una Villanelle, donde el ritmo impuesto desde el podio, sin concesiones y dejando el balance orquesta solista muy expuesto a la voz, tuvo que lidiar con el equilibrio del sonido de manera admirable. Destacó la insistente voz del fagot en contrapunto al melodismo contagioso de la canción. Con la famosa L’espectre de la rose, Gardiner acentuó el carácter brumoso de la orquestación, destilando con extrema suavidad el sonido orquestal, para dejar como en bandeja de vidrio, surcar la voz esmaltada de Hallenberg. El cuidado en el acompañamiento se tornó filigrana, donde una cuerdas en pianissimo construyeron una atmósfera de ensueño obligando al virtuosismo en el uso de los reguladores de la mezzo sueca. Ann reaccionó con un canto fluido, natural, bien importado y de una sinceridad emocional envidiable. La mezcla de los silencios orquestales, el carácter intimista de la obra y el color meloso de la voz se vertieron en un mágico final que pareció hacer flotar las notas finales de la canción. Creado un ambiente de extraña coloración, la tercera canción, Sur les lagunes, mostró una mayor densidad orquestal y una profundidad dramática que se enriqueció con los graves de la solista. Las sonoridades referidas al mar recordaron al Werther de Massenet, ópera que se estrenó más de cincuenta años después, mostrando una de las virtudes siempre alabas a Berlioz, la modernidad y temporalidad de su música. El inicio dificilísimo de l’Absence se comprobó en el exigente uso de la media voz y el fiato que dejó a una Hallenberg expuesta a notas donde la emisión sonó algo fija. Gardiner aquí también se mostró algo fragmentario, con un tempo demasiado quedo que restó fluidez en busca del preciosismo de una canción que casi es un susurro de nostalgia murmurada. Con Au cimitière, se perdieron algo los colores de una partitura de nuevo muy expuesta con la voz solista, Hallenberg pareció algo a la deriva del esfuerzo realizado en al canción anterior. En el frágil diálogo de la voz y la orquesta, resaltó el solo fantasmagórico e iluminado del violín solista sobre vientos y maderas que parcieron querer acurrucar la voz de la mezzo en un verdadero cementerio musical. Por último con una voz más libre y deshinibida, en L’ile inconnue el acompañamiento y la escritura solista se fundieron cual lied orquestado en un feliz final del ciclo cerrando una lectura preciocista pero de resultado algo ambiguo.

La segunda parte sorprendió al público pues se habían quitado los asientos de los músicos y estos salieron a tocar todos de pie. Uno de los instrumentistas explicó en castellano, por indicación del maestro Gardiner, que siguiendo una tradición probada por el mismo Felix Mendelssohn con la  Gewandhaus de Leipzig, esta manera de tocar de pie, exige otra posición y energía que afecta al sonido propiciándole una frescura y energía diferente que añade valor a la ejecución. Condicionados o no por este singular hecho, hay que reconocer que en la Obertura Genoveva, el sonido pareció tener un fulgor distinto, más rústico pero también más libre. Si los glissandi iniciales parecieron algo erráticos, la construcción del sonido fue ensamblándose de manera que la brusquedad inicial que parecieron tomar las cuerdas, se tornó dinamismo y teatralidad. Con un gran trabajo de conjunto, con mención a las trompas y ese eco weberiano tan propio y que parece mirar y recuperar el periodo Sturm un Drang.

Revitalizado el concierto gracias a esa especie de energía telúrica producto del estar de pie de la orquesta, Gardiner enfiló la sinfonía número 4, op. 120 (en su versión original de 1841), de manera vibrante. Al sonido de robustez general de todas las secciones, se sumó una paleta de colores vívidos y elocuentes, las cuerdas, fluidas y llenas de aristas luminosas contrastaron con las ráfagas de las flautas y un ritmo contagioso que se vertió sobre el público de manera generosa con un Andante con moto - Allegro di molto catártico. Tocados los cuatro movimientos de la sinfonía sin solución de continuidad, ecos de un futuro Mahler aparecieron en la serena Romanza: Andante donde destacó la voz del violín concertino, con un arco dulce y meloso que condujo al Scherzo: presto. Aquí  el carácter colorista y casi salvaje de una naturaleza nórdica que recordó a Sibelius y a Chaikovsky, explotó con generosidad gracias a un control de las dinámicas muy efectivo. Gardiner jugó al contraste con el carácter danzante de la melodía, gracias a unos acordes, certeros y enérgicos. El inicio magnificente y teatral del Largo- Finale: Allegro vivace, mostró una LSO en plena forma. Destacó el nervio de las cuerdas, el sonido nítido y penetrante de los metales, el díalogo de las flautas, el oboe, las pinceladas operísticas de los trombones, precipitándose todo en una gran final que pareció homenajear a la originalidad compositiva del gran Héctor Berlioz.