Entretenimiento en technicolor
29/09/18. Nueva York. Metropolitan Opera House. C. Saint-Saëns, Samson et Dalila. Elīna Garanča, Dalila; Roberto Alagna, Samson; Elchin Azizov, Abimélech; Laurent Naouri, sacerdote de Dagon; Dmitry Belosselskiy, anciano hebreo. Orquesta y Coro de la Ópera del Metropolitan. Darko Tresnjak, director de escena. Sir Mark Elder, director musical.
La campaña con la que el MET ha inundado las calles de Nueva York para su estreno de temporada nos muestra a Elina Garanča como una Dalila contemporánea, altiva y desafiante, como una femme fatal con aires de tango, acompañada de un Roberto Alagna irremediablemente sometido. La inquietante profundidad psicológica de su mirada resume en una sola imagen la esencia de Samson et Dalila. Poco de todo este prometedor interés se trasladó a la producción de Darko Tresnjak. Ya sabemos que la publicidad es por naturaleza embustera.
Este serbio ganador de un Toni y con experiencia en Broadway construye una apuesta que apunta directamente al Hollywood del péplum bíblico, al historicismo cándido. Hay que reconocerle la dimensión de gran espectáculo y el encanto del lenguaje cromático del tecnicolor de los años 40. Sin embargo, no hay rastro de complejidad psicológica ni de aspectos políticos en una obra que tanto se presta a ello; tan solo se encuentran disfraces, lentejuelas y cartón piedra metalizado. Es lícito abordar la obra desde un punto de vista eminentemente kitsch, pero debería entonces buscarse alguna vuelta de tuerca, alguna doblez, alguna muestra de perspicacia o al menos algo de ironía. Lo saben bien una multitud de artistas, desde Almodóvar a Jeff Koons. Lo que Tresnjak sin embargo nos ofrece es tan solo un entretenimiento con vocación de grandeza, válido quizás para un parque temático de Florida, pero no para una premiere en el Lincoln Center.
Una vez que la concepción escénica y el atrezzo han disminuido las posibilidades dramáticas, la responsabilidad de calado trágico recae plenamente en la pareja solista. Ambos consiguen una actuación notable, aunque también plantean algunos puntos para la reflexión crítica. Elina Garanča es merecidamente la estrella de las mezzos contemporáneas. Con esta Dalila, dio muestra una vez más de su soberbia técnica vocal. Paseó la solidez de su seductor color oscuro por la parte baja de la tesitura, emitió penetrante en sus partes más fieras y mostró una pasmosa facilidad para esas agilidades que, aunque el papel no exija, se adivinan en los acentos y fraseos. Pero en esta ocasión no acabó de meterse completamente en el personaje. En el primer acto pareció escondida, distante, casi ausente, tan solo a partir de la emblemática “Mon coeur s’ouvre à ta voix” empezó a fundirse en la piel de la embaucadora, pero sin acabar de perfilar un personaje del que no se intuyen ni sus motivaciones ni sus cavilaciones. Se echó de menos esa comunión emocional que ha hecho de su Octavian, de su Éboli, e incluso de su Carmen, signature roles inmediatos.
Roberto Alagna es uno de esos cantantes con inmensa capacidad de asombrar, sus actuaciones anteriores garantizan poco de las futuras. Uno puede amarle y odiarle con tan solo meses de diferencia. En esta ocasión el asombro ha sido para bien. Fue una interpretación basada en el arrojo y la intuición expresiva, luchando continuamente con sus límites vocales y superándolos en cada ocasión. Algo que no hubiera funcionado en una aproximación belcantista, pero que en este caso acentúa apropiadamente los desgarros internos del personaje. En contra de las expectativas iniciales pareció imponerse a Garanča en cada una de sus escenas conjuntas - ejemplificado en esa conmovedora emisión derrotada en el dúo con una Dalila ya segura de su victoria.
El siempre excelente coro del MET convenció en cada intervención y mostró un ejemplar empaste en todo el rango dinámico -de los pianos a las explosiones vocales. Sufriente como hebreos y lascivo como filisteos, consiguió crear el paisaje emocional que no logró la producción escénica. Mientras, en el foso, Mark Elder llenaba la sala de magia, vitalidad y orientalismos.
La escena final presidida por el colosal ídolo demediado y la orgia de luces proporcionan un innegable espectáculo ante el cual es difícil no lanzarse a aplaudir. Pero a los pocos minutos la velada cae en el olvido, es el problema de evitar las enjundias trágicas. Si al menos hubiéramos visto algo más de pulsión sexual entre los protagonistas, la obra lo estaba pidiendo a gritos y al fin y al cabo estamos hablando de una de las mayores historias de seducción de todos los tiempos.
Foot: Ken Howard.