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Condenados a ser libres

Barcelona. 22/12/2018. Gran Teatro del Liceo. Rossini: L’italiana in Algeri. Simón Orfila (Mustafá), Sara Blanch (Elvira), Lidia Vinyes-Curtis (Zulma), Toni Marsol (Haly), Edgardo Rocha (Lindoro), Maite Beaumont (Isabella), Manel Esteve (Taddeo). Dir. Escena: Vittorio Borrelli. Dir. Musical: Riccardo Frizza.

Resulta curioso contemplar la cantidad de años que han tenido que pasar para que volviera un título como L’italiana in Algeri al Liceu, la fresca mirada de Rossini vuelta hacia la ópera bufa con un título conocido y que se adapta perfectamente a los criterios de programación del teatro. 

No hay lugar para sentimentalismos ni transcendencias, y todo se juega en el terreno de la agilidad cómica. Ni siquiera hay lugar para el desarrollo ni la evolución puesto que el libreto de Angelo Anelli se resume en una continua sucesión de gags que la fantasía musical del compositor eleva a una dimensión artística. Casi un contrapeso de la escena propuesta por Vittorio Borrelli que exceptuando algunos detalles que buscaban la comicidad, se perdía en el artificio del cartón piedra y no aprovechaba un ápice del espacio de libertad que ofrece la obra. En este sentido la producción, algo anodina a no ser que hablemos de un espectáculo de feria para niños, no ayudaba nada a los cantantes, ni llegaba a ofrecer un resultado todo lo hilarante que debería ser.   

Por otra parte, una orquesta precisa y correcta pero carente de vivacidad desde la obertura y limitada en el apartado expresivo y de la que el buen hacer de Riccardo Frizza extrajo todo lo que pudo, procurando subrayar los contrastes dinámicos y las líneas melódicas: Rossini hace cantar al foso, pero cantar de verdad sólo se oyó en el escenario. Eso sí, si algo logró la batuta, fue la transparencia adecuada y la imbricación de la orquesta con voces en muchos momentos de poco caudal. 

En una ópera que deja amplio espacio para el intérprete –para bien y para mal, puesto que más allá de la libertad creativa que le concede ello siempre entraña una dificultad añadida– un cast de calidad insufló de vida la estructura musical. La escritura de Rossini apuesta más por la expresividad y el matiz que por el virtuosismo mecánico y una simple figura como un arpegio puede adquirir la profundidad de una sentencia a muerte o una declaración de amor. En este sentido, un sobresaliente y carismático Simón Orfila, con grandes dotes teatrales y un espléndido caudal vocal se hizo suya la escena desde el primer momento: elegancia, refinamiento y contundencia. La gran paleta de registros dramáticos y sobrada prestancia vocal con agudos abundantes por parte de Sara Blanch se hizo oír sacándole máximo partido al papel. Cumplidores aunque con emisión justa tanto Edgardo Rocha como Lidia Vinyes-Curtis como Zulma y Lindoro respectivamente. Más brillante fue el Haly de Toni Marsol, con particular fortuna en un socarrón “Le femmine d’Italia”. La mezzosoprano Maite Beaumont de bello timbre aunque escasa de volumen, se desempeñó con corrección en el rol de Isabella. Y uno de los más aplaudidos fue, con toda justicia, Manel Esteve, más por su notable capacidad para navegar con espontaneidad por la comedia rossiniana en el papel de Taddeo que por altas prestancias vocales, más allá de un canto elegante y dúctil. Redondeó la noche un homogéneo, matizado y ágil coro masculino –de nuevo poco aprovechado en el apartado escénico–. 

La libertad creativa a la que arroja Rossini es una piedra de toque para calibrar el nivel de profundidad artística de todos y así también lo fue esta vez; más que una responsabilidad una dulce condena en la que casi exclusivamente los cantantes, en este caso, resplandecieron. Aunque claro, la ópera desde Peri es más que eso.