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Una primavera anticipada

Barcelona. 9/3/2019. Auditori. Debussy: Jeux. Saint-Saëns: Concierto para piano y orquesta nº 5 en fa mayor. Jean-Yves Thibaudet, piano. Stravinsky: La consagración de la primavera (versión revisada 1947). Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Cataluña. Dirección: Kent Nagano.

En las últimas temporadas de la OBC no es frecuente encontrar una elaboración interesante y coherente en el programa, pero esta lo fue, además de estar coronada por la visita de una batuta inteligente y sólida. Jeux (1913) de Claude Debussy, el Concierto para piano y orquesta nº 5 (1896) de Camille Saint-Saëns y La consagración de la primavera (1913) de Igor Stravinsky: para abrir y cerrar, dos obras coetáneas que dialogan en tantos aspectos, y una que entiende la modernidad desde un clasicismo que reacciona contra los otros dos. 

La música de Debussy es mucho más profunda de lo que se suele hacer ver cuando se interpreta. El malentendido hacia ella en nuestro entorno cultural es además ya centenario, y nos puede retrotraer hacia Falla insistiendo en ese malentendido en ocasión de la muerte del compositor francés. En el caso de Jeux, pese a la temática del ballet encargado por los Ballets Rusos de Diaghilev –la búsqueda de una pelota de tenis por parte de un hombre y sus dos hijas, en un parque al atardecer– Debussy celebra la plasticidad del cuadro con una música tremendamente elástica y a veces ingobernable, repleta tanto de sorpresas rítmicas y tímbricas como de procedimientos armónicos que tendrán resonancia en su producción posterior (claramente en su Sonata para flauta, viola y arpa de 1915); un trabajo de orfebrería sobre el que volvió una y otra vez antes del estreno. Debussy individualiza cada timbre y lo convierte en un pigmento que mezcla y separa una y otra vez. Una lectura sólida, pero Nagano dirigió un Jeux no todo lo misterioso y esplendoroso que cabría, como si le hubieran aplicado un filtro para disimular cierta falta de nitidez en las texturas. Aún así, la interpretación estuvo dotada de esa riqueza tímbrica que es el gran valor de la obra. 

El famoso “egipcio”, último concierto para piano de Saint-Saëns, es fruto de ese orientalismo occidental que redujo culturas y cosmovisiones a una caricatura. Un primitivismo que nace en todas las artes como reacción contra una Ilustración que escindió al hombre de su realidad primaria, además de desconectarlo del fondo sagrado y de la dimensión espiritual de lo que le rodea. Que todo ello repercuta en la forma y la estética (indiscernible de la ética) no significa eso falta de oficio en un compositor indiscutiblemente dotado para la escritura orquestal. 

El peligro del piano en la partitura es desembocar en la banalidad, o en el extremo opuesto, en el mecanicismo ciego. En nada de eso cayó Jean-Yves Thibaudet, dotado de gran sentido lírico e imaginación poética que deja fluir con naturalidad gracias también al virtuosismo técnico, desde un primer movimiento eléctrico y muy rico en contrastes. Magnífica también la batuta en una lectura expresiva y sinuosa, rica en dinámicas y en un colorido acorde a la época y la estética de Saint-Saëns. Ovacionado, dejó Thibaudet flotando en el aire un halo de poesía sonora con esa famosa miniatura mágica que es Jeunes filles au Jardin, cerrando sobre sus dos manos, frente a la obscenidad de la sala Pau Casals del Auditori, todo el intimismo que cierra las Scènes d’enfants de Mompou.   

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Fue con La consagración de la primavera cuando la orquesta se elevó por encima de sí misma. “La siembra, la cópula, la contemplación de la naturaleza, la evocación de los espíritus de las cosas y de los antepasados, hasta el mismo crimen, son organizados en forma festival, en medio de los cantos y de la música rítmica, presidido todo ello por una intención de bárbara solemnidad y riguroso aparato”; con ese grado de detalle y acierto describía Juan Eduardo Cirlot el universo ritual que rodea la obra. Una elocuente enumeración de la compleja yuxtaposición de elementos que se agolpan en ella, nada fácil de exponer; imágenes que nos sirven para traducir la proyección plástica ligada al ballet desde la que Nagano entiende la obra. Con las ideas claras en la planificación dramática y una técnica asombrosa, el director leyó la partitura desde la exaltación volcánica y la orquesta lo acompañó para caminar por el desfiladero –dinámicas y tempi muy extremados (muy exaltados en la danza del sacrificio)–, mostrando su mejor cara y las credenciales que atesora en todas sus secciones. En el difícil equilibrio entre la bruma y la definición en el fraseo, el norteamericano logró administrar las tensiones y el resultado fue catártico. Mientras la batuta trataba con claridad el abigarrado tejido orquestal, dibujaba un fraseo natural enlazando orgánicamente las tensiones y se sacaba colores de la chistera en medio de la tormenta, los metales respondían con vigor y brillantez, las maderas con virtuosismo incisivo, la esforzada percusión con grandes dosis de agilidad y precisión y el pulido y musculoso sonido de las cuerdas redondeaba una tarde que quizás resulte uno de los mejores momentos de la temporada. 

Como era de esperar, el feliz encuentro entre Nagano y la OBC iluminó lo mejor de la orquesta. Una primavera anticipada echando mano de una época en la que se reaccionaba contra la modernidad y la música desataba enfrentamientos apasionados, porque existía en el mundo musical una pasión donde hoy reina la apatía y la inercia más dolorosa.