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La estética y lo estático

Barcelona. 23/01/19. Gran Teatre del Liceu. Verdi: Aida. Angela Meade (Aida). Yonghoon Lee (Radamés). Clémentine Margaine (Amneris). Kwangchul Youn (Ramfis). Franco Vassallo (Amonasro). Mariano Buccino (Il Re). Berna Perles (Sacerdotisa). Josep Fadó (Mensajero). Coro del Gran Teatre del Liceu. Orquestra del Gran Teatre del Liceu. Josep Mestres Cabanes, escenografía. Thomas Guthrie, dirección de escena. Gustavo Gimeno, dirección musical.

Que una cosa es la estética y otra cosa es lo estático, lo tenemos claro. Que en la ópera, a menudo, van de la mano, también. Que no tiene por qué ser algo negativo… ¿también? Tras estrenar temporada con Turandot, en una producción futurista y con tecnología de vanguardia, el Gran Teatre del Liceu parece haberse decidido a mostrar cómo cada presente es, desde el mismo momento de su concepción, pretérito y al mismo tiempo, todo futuro. Y como con cualquiera de ellos se puede alcanzar una estética que escape de lo estático para mandar su propio mensaje. Para ello ha recuperado sobre su escenario la hiperrealista y detallada propuesta escenográfica de Josep Mestres Cabanes, con tres cuartos de siglo en su haber. Telones pintados superpuestos, a la antigua usanza del cartón piedra, que nos sumergen, conectándolos con los neones de la mencionada Turandot, en la vasta historia de un teatro que estaba y está muy vivo.

Habiendo asistido en los últimos meses a dos propuestas decidídamente clásicas, como son la de Zeffirelli (piccola Aida en Busseto) y Fagiouli en L’Arena di Verona (fechada en 1913, apenas doce años después del fallecimiento de Verdi), la de Cabanes sigue mostrándose esplendorosa, reveladora en muchos sentidos, por encima de las apuntadas. Una mirada elegante y tradicional (no quiero decir respetuosa, porque respetuoso también puede serlo el más moderno de los montajes), que consigue trasladarnos a nuestra propia historia teatral a través de unas pinturas bellísimas. Sin horterismos o fórmulas que hoy día podrían resultar un tanto demodé y, desde luego, sin mangas ni pinturas oscuras que, ahí sí, pertenecen al pasado. Para conectarlo al presente, Thomas Guthrie nos hace ver los entresijos de la puesta, elevando los telones y mostrándonos la estructura detrás de ella al llegar el final, además introducir danzas modernas en el cuerpo de baile. Los guerreros se entregan a una suerte de capoeira en la marcha triunfal y el número de Melissa Bravo (con coreografía de Angelo Smimmo) en el final del primer acto es, sin duda, el mejor que he visto en una Aida, por mucho que choque frontalmente con el resto de la concepción escénica.

La Aida de Angela Meade, quien debuta en el rol y en el teatro, es la de una artista inteligente y comprometida con la partitura, bregada en el bel canto durante años de brillante carrera. El personaje protagonista es un dechado de elegancia y sutilidad desde donde servir su propio drama, algo complicado a la hora de equilibrar la balanza. La estadounidense opta por la vía de lo estético, sin renunciar a huir de lo estático. Con todo, no parece este el rol que mejor se adapte a sus capacidades (que son muchas y bellísimas), recurriendo a formas que le hacen más llevadera su interpretación. Esto es, introduce filados, pianissimi, medias voces… pero en ocasiones ha de partir el fiato, con frases no conclusivas o parones para preparar la siguiente nota. El ejemplo más claro se produjo en O Patrima mia, con un rebelde ataque en pianissimi que sólo consiguió al tercer intento y tras hacer visible su frustración. Un momento duro para ella, sin duda, que no debería empañar su altísima prestación en otros momentos de la partitura, como el aria del comienzo Ritorna Vincitor!, el duo con Radamès del tercer acto, o su exquisito O terra addio, teniendo en cuenta, además, que su partenaire escénico se mueve en unas coordenadas estilísticas completamente diferentes a las suyas.

Y es que el Radamès del tenor surcoreano Yonghoon Lee es aguerrido, eso no puede negársele. Da canto tan impetuoso como monolítico, siempre en forte. Con squillo en el agudo y formas, desde luego, fuera de estilo, construye un héroe muy básico, con descensos al grave oscurecidos artificiosamente y una dicción, ciertamente, muy deficiente. Suma enteros la Amneris de Clémentine Margaine, una auténtica artista sobre el escenario, que dota de un perfil dramático muy conseguido a su personaje, con infinidad de detalles actorales y un timbre rico, homogéneo, pastoso y con aristas veteadas en el ascenso al agudo, que resuelve con inteligencia, sobre todo en el comprometido cuarto acto.

Completaban el reparto el muy bien servido Ramfis de Kwangchul Youn, el solvente Amonasro de Franco Vassallo (mejor en su franja superior, con un agudo liberado y potente) y el aceptable Rey de Mariano Buccino, no todo lo grave (en todas sus acepciones) que parece requerir el rol. Josep Fadó fue un estupendo mensajero y Berna Perles una extraordinaria Sacerdotisa. Desde luego, dos excelentes mimbres sobre los que empezar a construir una Aida, intentando no descuidar, como ha hecho el Liceu, ninguno de sus detalles.

Debutaba también en esta Aida el director valenciano Gustavo Gimeno (casi 500 funciones de un título mítico y numerosos debutantes, ya ven, como si el Liceu quisiera mandar un mensaje de que a la ópera aún le queda mucho por vivir), quien con un elegantísimo gesto, elaboró, con sumo respeto por la partitura, una Aida tersa y contrastada, aunque un tanto manca de lirismo y color. El comienzo, especialmente el terceto del primer acto, estuvo falto de conexión entre foso y escenario, una sensación que se repitió a lo largo de la noche, aunque afortunadamente su batuta fue encontrando mejor acomodo a medida que esta avanzaba. Excelente, por su parte, el Cor del Liceu.

Foto: Antoni Bofill.