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Eduardo Fernández: " La música consiste en encontrarnos en ella aunque veamos el mundo de forma distinta"

Eduardo Fernández se ha erigido como uno de los pianistas más relevantes del panorama nacional, siendo un nombre imprescindible en el repertorio más contemoráneo, con nombres como Messiaen, Zimmermann o Scriabin, a quien dedica un amplio artículo en nuestra última edición impresa (Enero 2022) y que podrán leer también, en breve, en la web de Platea Magazine. Fernández, además, ha llevado su pianismo desde el Clasicismo a la música actual con las cuatro orquestas principales ubicadas en Madrid, mientras prepara su próximo disco. De todo ello, hablamos con él.

2021, a pesar de la pandemia, parece haber sido un buen año para usted.

Desde luego, no me puedo quejar. ¡Un año tan difícil a tantos niveles! En el que, además, todos hemos debido pasar bastante tiempo en casa. Haber podido tocar con las cuatro orquestas principales que hay en mi ciudad, Madrid, ha sido fabuloso: ORCAM, Orquesta Nacional, Sinfónica de Madrid y Orquesta de RTVE. Ahora mismo necesito descansar un poco. No para no hacer nada, al contrario, sino para resetear y empezar otras cosas.

¿Cómo por ejemplo?

Estoy preparando las Vingt regards de Messiaen, que digamos es el siguiente paso al lenguaje de Scriabin. Me lo propusieron desde mi discográfica, BIS. Tras el disco dedicado a Zimmermann, que tuvo muy buena acogida, estando nominado en los ICMA y recibiendo muy buena crítica, ellos veían que el paso natural era mirar ahora hacia Messiaen, que curiosamente es anterior a lo recogido en el disco de Zimmermann.

¿A Zimmermann podemos seguir llamándolo contemporáneo?

Sí, aunque murió en los años setenta, algunas de sus piezas son más “extremas” que muchas de las cosas que se hacen ahora. ¡O mire su ópera Die Soldaten! ¿Es contemporáneo o clásico? ¡Es un clásico de lo contemporáneo! (Risas). Hoy en día hay compositores actuales… que no suenan tan actuales… Habría que determinar qué significa el término contemporáneo. Si es una cuestión de tiempo o si incluimos cuestiones de innovación y trascendencia.

¿Y sobre este Messiaen de las Vingt regards? Qué escucharemos en él? ¿Al compositor, al teólogo, al ornitólogo? ¿A todos ellos? 

Es precisamente la trascendencia que hay tras la música de cada regard lo que personalmente más me interesa. También el concepto arquitectónico de las veinte piezas, un tejido interdependiente y tan perfectamente construido. El ornitólogo aquí hace algunas incursiones, pero queda minúsculo al lado de su Catalogue d’oiseaux. Podría decir que, al igual que me sucede con Scriabin, lo que más me apasiona de Vingt regards es descubrir la conjunción de preceptos formulados por Messiaen para crear un nuevo lenguaje propio y conseguir trascendencia a través de una obsesión por lo numérico, la simetría y la proporción.

Dos obras que seguro podemos considerar contemporáneas son las que acaba de tocar en Madrid: Las horas vacías, de Llorca y el Concierto para piano de García Abril. Antes tocó Saint-Saëns y, antes aún, Beethoven. ¿Los retos son distintos a la hora de abordar un clásico muy conocido o una obra relativamente nueva?

Bueno, en lo contemporáneo tienes la suerte de poder tratar con el propio compositor y, eso mismo, trasladarlo a lo que no es contemporáneo. ¿Qué me diría Beethoven si me escuchara tocar esta sonata suya? Creo que es un poco intentar adecuarse, conocer lo que te rodea en el momento cuando trabajas música actual y, en lugar de enquistarte en esa casilla de contemporánea, trasvasar todo ello a la hora de tocar música romántica, clásica o barroca.

¿El público, la crítica… hablamos de más sobre el compositor? Quiero decir, ¿damos rápidamente por hecho lo que el compositor o compositora hubiese querido a la hora de interpretar su obra?

Eso depende del momento, de la persona e incluso del medio. Hay veces que uno lee dos crónicas de diferentes medios y son completamente distintas. Ya no en la conclusión, sino en el enfoque para abordarlas. ¡Y eso es lo bueno!

Me consta su relación con Antón García Abril. ¿Cómo ha sido su trabajo sobre su Concierto para piano, que ha tocado recientemente con la Orquesta de RTVE?

Entré en contacto con Antón a raíz de empezar a estudiar en el Conservatorio Superior de Atocha. Creo recordar que la primera vez fue al ganar un concurso de la Fundación Guerrero. Allí toqué obras de él, que me escuchó y posteriormente ofrecí mi primer concierto en el Auditorio Nacional con ellas y con otras de Luis de Pablo. Después, gané un concurso de piano que llevaba su nombre. Recuerdo que para la final había que llevar una obra suya y yo presenté todos los Preludios de Mirambel. La gira posterior del concurso la hice con ellos y, a partir de ahí, entablé una relación muy especial con Antón. También trabajé anteriormente su Concierto, porque lo toqué con la ORCAM, creo que en 2003.

Siempre hemos seguido en contacto. Me iba mandando las obras nuevas que componía y siempre que he podido, yo he ido incluyendo algunas de estas perlitas en mis conciertos. Tocar su Concierto para piano ahora ha sido ilusionante, pero al mismo tiempo me da cierta lástima no poder haberlo tocado antes, cuando él estaba vivo. Incluso hace tiempo, cuando Aura, su mujer estaba viva. Me da pena que haya tenido que morirse para realizarle este homenaje… Ha sido toda una mezcla de sentimientos, porque a la vez me sentía muy orgulloso de poder participar.

Sucede algo similar con otra obra contemporánea en la que ha participado hace poco: la ópera Las horas vacías, de Ricardo Llorca. De alguna manera se ha mirado hacia otro lado, estrenándose y escuchándose en muchos otros sitios antes que ver su versión escénica en España. Su labor en ella, desde el piano, la sentí absolutamente vertebradora.

¡Era casi como un metrónomo que fuese el que iba consumiendo las horas vacías! (Risas). Era un poco esa sensación, ya hablando en serio. Con la visión de que, si yo fallaba, todo cambiaba. Para mí ha sido una experiencia muy positiva. Ya había realizado anteriormente otra “intervención lírica”. Toqué un recital de piano en el Teatro de la Zarzuela y, como propina, ya que acababa de fallecer mi abuelo y era su música favorita, interpreté el Intermedio de La boda de Luis Alonso… a través de una fantasía “alla Liszt”. De hecho, ¡tengo cientos de peticiones de la partitura! ¡La tuve que registrar! El caso es que al día siguiente me llamó el director de la Zarzuela, porque tenía la idea de ofrecer un espectáculo-popurrí con lo más conocido de la zarzuela, pero con un hilo conductor. Viéndome tocar aquella fantasía pensó introducir un personaje que fuese pianista y que improvisara con sus versiones al teclado de las distintas piezas. Aquello fue un descubrimiento importante, ya que puedo ir al Auditorio Nacional o al Teatro Real y ver lo grande que son ambas salas… ¡pero nunca me había fijado en las dimensiones de un escenario! (Risas). Hasta entonces, yo salía por un lado del escenario y mi camino siempre era hacia y hasta el piano… ¡y vuelta!

Tengo entendido que, antes de piano, usted estudió clarinete. ¿Entiendo que le ha servido para integrarse, comunicarse mejor con la orquesta desde el teclado?

Sí, absolutamente. Saber estar dentro de otra entidad. De hecho, no considero que los conciertos sean “para piano y orquesta”, sino “para piano con orquesta”, porque soy un instrumento más. Lógicamente, hay obras más concertantes y otras que lo son menos. Por ejemplo, el Concierto de Antón, a pesar de que tiene muchísimas cadencias para piano solo, este está integrado dentro de la orquesta. Completamente. En ese sentido, se parece más a un Cuarto concierto de Rachmaninov, que es muy sinfónico, mientras que su Segundo y su Tercero son mucho más solistas, más individualista en el piano. Yo, desde luego, me considero una parte más de la orquesta y para tocar el piano, estudiar clarinete antes me ha venido fenomenal. Es algo que aconsejo a todo pianista: tocar algún otro instrumento. Hay un concepto más allá del tocar las teclas, que es el imitar, el dibujar las frases desde las distintas voces que componen una orquesta. La mejor manera de cantar es con la voz y, en la orquesta, quienes mejor pueden imitar a una voz son los instrumentos de cuerda con arco y los instrumentos de viento. Si no controlas un arco o una columna de aire, tanto de viento como de voz, no puedes hacer desde el piano esa frase idílica que está escrita en la partitura. 

¿Un concepto belcantista? ¿O estoy pisando demasiado el acelerador?

Sí, sí, ¡es eso! Mire Chopin, es el rey del piano… ¡pero todo el mundo quiere cantarlo… porque es para cantarlo! Si quieres que un fraseo, una ligadura, tenga su inicio y su fin, con esa línea curva que se describe al cantar… ¿cómo lo haces al piano? La posibilidad es lanzar cada punto de decibelios a cada punto correspondiente de esa línea curva. Esto es muy teórico, pero en la práctica viene a ser así. Lanzar cada punto a la trayectoria exacta que trazaría dicha línea curva. Ahí tendrías lo más parecido a esa frase cantable.

Implica, entiendo, controlar la pulsación, el pedal… la técnica absoluta.

Claro. Tienes que ser juez de ti mismo en el mismo instante que estás emitiendo cada nota. Comparar si sonaría igual si lo estuviese tocando con el clarinete, o con un oboe o un violonchelo. Si la nota está por encima o por debajo de lo que corresponde a la siguiente, tienes que ir corrigiendo… y cuando comienzas, ¡nunca está en el punto exacto! (risas). A lo que quiero llegar es que un pianista que nunca ha tocado un instrumento melódico, no digo que nunca pueda tocar bien el piano, obviamente, pero no lo podrá tocar al 100% de lo que podría estar dando.

Esta manera de sentirlo, ¿lo aplica inconscientemente tanto a una Primera sonata de Brahms como a Ligeti o una 664 de Schubert, por ejemplo?

Sí, es algo que ya es inherente al pianista, a su forma de tocar. Obviamente, también existe un parámetro rítmico o de percusión que es diferente en un Ligeti que en un Schubert. Y lo principal que no se debe perder nunca, que es el concepto arquitectónico de la obra y la visión humanista que la edifica.  

Un compositor en el que usted es todo un referente en nuestro país, es Scriabin, del que celebramos ahora el 150 aniversario. ¿Sigue siendo un desconocido para el gran público?

Sí, sigue siéndolo porque, percibo, hay poco interés en saber quién es. La prueba es que ahora es su 150 aniversario y, hasta donde yo conozco, no hay nada especial o relevante programado en nuestro país… ¡Con lo que se programa en este país a base de aniversarios! Anteriormente, eso sí, yo he podido tocarlo tanto en el Festival de Granada como en la Fundación Juan March. No obstante, a Scriabin se le sigue tratando como un compositor que le resultase completamente ajeno al público. Como si su lenguaje fuese extraño, a base de incógnitas y enigmas por descifrar. Si no lo programamos, es imposible disipar esas incógnitas.

Usted es un gran entendido de Scriabin y cuenta con una tesis sobre su figura y su música, más allá de tocarlo al piano. ¿Hemos echado mucho romanticismo sobre su vida? ¿Le vemos como alguien un tanto estrafalario, sin serlo?

Lo fácil es irse a lo anecdótico y tirar de clichés creados desde el desconocimiento. Así es mucho más sencillo tildar a Scriabin de que era el compositor de los colores, o el que quería exterminar a la raza humana. Más allá de indagar cuál era el propósito real de su obra Mysterium, de los simbolistas al crear un acto de elevación. De la búsqueda del éxtasis. Su obra el Poema del éxtasis también se tilda como una cosa que no es. Hemos dejado a Scriabin como el compositor “extraño”, que tenía “esas cosas raras”. Lo complicado es meterse en su lenguaje, descubrir qué quería hacer… y es entonces cuando viene lo fascinante. Pero si no nos proponemos escucharlo, descubrirlo, explicarlo… no hay posibilidad de disfrutarlo. ¡Él no quería destruir la humanidad!, por ejemplo. Desde Schopenhauer, él lee que hay seres superiores que no es que tengan que exterminar la humanidad, es que tienen que mejorarla y él entendía que era su obligación contribuir a ello. Por tanto, tenía que crear un lenguaje, a través de su propia palabra, como un mesías. Un lenguaje común para que todo el mundo lo recibiera igual y sintiese lo mismo… él se quedó, por lo pronto, en que todos percibiéramos los mismos colores al escuchar su obra, pero luego falleció… ¡Sería increíble haber podido ver qué hubiese hecho después!

¿Ha tenido usted una evolución personal frente a la obra de Scriabin? ¿De sus primeros acercamientos a sus partituras a la grabación de su integral de los Preludios, por ejemplo?

Sí. No sabría muy bien cómo contestarle, porque a Scriabin, al final, le he recibido desde muchos ángulos… Con el paso del tiempo, cosas que hace 10 años me resultaban extrañas, ahora las veo y entiendo hasta el porqué de la última coma. Sin estar descifrando acordes que al principio me podían resultar raros. Ahora veo un acorde y sé qué acorde es, por extraña que resulte su disposición. Igual que nadie se plantea un acorde do-mi-sol, esa misma inmediatez la tengo con Scriabin, cuyo lenguaje parece, a priori, muy diferente del tonal. Al final, sus células, sus giros, sus recursos, son utilizados una obra u otra del mismo modo y siempre en las mismas circunstancias. Es a raíz de darme cuenta de ello cuando empiezo a hilar, a percibir mi investigación sobre su figura, que ha derivado en la tesis que usted mencionaba antes.

¿Recuerda su primera vez con Scriabin?

(Piensa). No sabría decirle exactamente cuándo, pero yo tenía en mente grabar todas sus sonatas. Es un proyecto que siempre he querido y sigo queriendo hacer. Sobre 2013 grabé piezas de Brahms y tenía claro que mi siguiente paso discográfico debía ser ese. En 2016 tenía ya fechas para hacerlo, pero de pronto surgió la llamada de Miguel Ángel Marín, de la Fundación Juan March, que quería que participase en un ciclo de música y sinestesia. Llevar a cabo todo un estudio sinestésico sobre las sonatas y plasmarlo en una propuesta escénica hubiese requerido muchísimo tiempo y muchísima inversión técnica. Finalmente, dimos forma al hecho de unir varios preludios, por tonalidades. Me di cuenta que había, de todas las tonalidades, al menos cuatro preludios. Eso me daba para crear una especie de Clave bien temperado, ficticio, con una coherencia, un código…

Por todo ello, me resultaba inviable, además, sumergirme en aquel momento en la integral de sus sonatas. Sin embargo, terminé grabando todos los Preludios. Hice el concierto y a la semana siguiente me dieron el Premio Ojo Crítico. Fue como todo el boom mío con Scriabin.

Con todo, su piano va más allá de Scriabin, aunque podamos relacionarlo con él. Usted grabó un disco de Iberia de Albéniz con el que se dijo que usted era el heredero de Alicia de Larrocha…

Bueno, es que hablar de “herederos de”, ya lo sabe usted, es muy complicado y no tiene mucho sentido, porque cada pianista tenemos nuestro propio piano. Aquella crítica en Estados Unidos, donde me comparaban con la gran Alicia, fue maravillosa, ¡y no sé ni como les llegó el disco! (risas). También hubo quien me dijo que era demasiado joven para grabarlo. ¿Por qué? ¡Si la propia Alicia tiene tres versiones! En aquel momento me sentía preparado y me decidí a ello. Si Joaquín Achúcarro, a su edad, decidiese volver a grabar cualquier cosa, sería estupendo, porque es muy bonito ver cómo uno evoluciona frente a una obra con el paso de sus propios años.

Al final, ¿puede dar más miedo una crítica buena que a una mala?

Aquella reseña comenzaba con algo así como: “Alicia de Larrocha falleció en 2009. ¡Larga vida a la reina, saludemos al nuevo rey: Eduardo Fernández!”. Yo leía eso y, efectivamente, me asustaba. ¡Con 25 años! Que haya quien considere mi Iberia como muy buena y quien la considere como muy mala… pues es que eso es Iberia. La de Esteban Sánchez es completamente opuesta a la de Alicia y, sin embargo, con quien yo pude ver la obra fue con Esteban… En eso consiste el arte, en eso consiste la música, en encontrarnos en ella aunque veamos el mundo de forma distinta.