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Josu de Solaun: "Las etiquetas en la música confunden, nos hacen compararnos y nos confrontan"

A punto de que su nuevo trabajo discográfico sobre Haydn vea la luz, el próximo mes de mayo, el pianista Josu de Solaun, uno de los pianistas más reputados de nuestro país, toca por primera vez junto a la Orquesta de Extremadura, con el Segundo concierto para piano de Rachmaninov en los atriles. De ello hablamos con él, así como de la improvisación, del pasado y el presente, el repertorio o las etiquetas en la música.

Sé que todos estos últimos tiempos están siendo difíciles para usted en lo personal y le agradezco, aún más, esta entrevista. ¿Cambia el modo de acercarse a la música?

Sí. El sufrimiento y el conocimiento están muy unidos en todas las tradiciones, artistas y religiosas, de todas las culturas. Quizá uno entiende esa unión de una forma más inmediata. Esa inmediatez, que es lo contrario de tener una distancia retórica con la música... pensar en el estilo, en la historia... cuando uno sufre algo en su vida que le hace enfrentarse de nuevo con las grandes preguntas, las obras de arte toman también un papel mucho más presentista. Como lo que puede ser una canción popular. Por ejemplo, cuando una madre canta a su hijo una nana. Sobre ella no vas a preguntarte qué versión o qué estilo es. ¿Comparada con otras nanas, está es de esta forma o de aquella otra? (Risas). No, quizá uno se pone más en esa tesitura. Toca lo que más le gusta, lo que significa más para la persona. Aunque, en ese sentido, yo siempre he sido un poco así, en estos dos últimos años me he acercado más a esta postura.

Durante la pandemia, de hecho, surgieron una serie de improvisaciones personales al piano, que han acabado siendo trasvasadas al disco con panDEMiCity.

Sí. Yo siempre he improvisado. He vivido en Nueva York toda mi vida y el jazz forma parte de mi columna sonora musical. Estudié también tabla india allí. La improvisación siempre ha significado para mí algo muy ligado a la composición y a la propia interpretación. No son conceptos que conciba como opuestos o dicotómicos, sino como parte de un continuum. El día de la grabación del disco, tenía un recital en el Auditorio Ciudad de León y me pidieron el programa a tocar. Creo que en aquellos momentos estaba tan sumido en el presente que estaba viviendo, que la idea de acudir a repertorio canónico se me hacía extraña, inadecuada.

¿Algo ajeno?

Totalmente. Incluso era ajeno a mis propias obras, porque también soy compositor. Sin embargo, de alguna manera, son también parte del pasado. Por lo que propuse hacer una serie de improvisaciones, con los conciertos de grandes como Keith Jarret en la mente. Con ello, intente hacer pública esta otra parte de mi vida, que hasta entonces había sido algo privado, una práctica casi terapéutica, catártica. No por el hecho de exhibirla, sino porque, realmente, no concebía poder tocar nada más.

Era su forma de comunicarse en aquel momento concreto.

Era casi, también, mi única manera de hacer música. Al principio creyeron que iba a improvisar el programa como tal, porque veían imposible que improvisara la música de todo el concierto (risas). 

Es una libertad a la que no se está acostumbrado en la clásica.

Sí, ¡pero no se está acostumbrado ahora! El otro día pude ver en Youtube una recopilación de grandes pianistas y compositores improvisando: Rachmaninov, Horowitz, Bolet, Lipatti... Ves que toda esta gente era lo que acostumbraba a hacer. Por una serie de razones, fáciles de dilucidar, después de la Segunda Guerra Mundial se especializó mucho el papel gremial que debía tener un intérprete que tocaba ocasionalmente música de repertorio. Seguramente a causa de la industria discográfica. De ahí surgieron las especialidades que hasta entonces no se habían dado.

Esa libertad suya a la hora de improvisar, ¿no es en realidad un poco ficticia?

Más que ficticia, me gusta más la expresión "apariencia falaz". Como la que puede dar un pintor cuando crea perspectiva o cuando un mago realiza un truco. Lógicamente, de la nada no proviene nada. Eso significaría que yo sería un dios creando de la nada... ¡y la generación espontánea no existe (risas). Cuando uno improvisa, tiene dentro de sí su propio arsenal de locuacidades musicales. Todo lo que ha estudiado, tocad y escuchado. Más luego todo lo que has compuesto, como es mi caso. Y toda mi vida: desde patrones de digitaciones, aspectos formales, abstractos, que son tácitos o explícitos... están ahí funcionando. Lo que sí es cierto, es que una forma de componer más rápida. Para un minuto de música puedes estar un año y diseccionarlo en todas sus dimensiones. O puedes componer un minuto de música en un minuto exacto, con una equivalencia entre duración de ejecución y tiempo de creación. Es algo que tiene sus ventajas e inconvenientes. Ventajas, que al ser un tipo de racionalidad más rápida, más intuitiva, puedes acceder a partes de tus patrones conductuales más recónditos, más del inconsciente. Es más difícil, por otro lado, construir cosas que tengan una especie de proporción arquitectónica perfecta. No tienes el tiempo para la vía negativa: editar, borrar lo que sobra.

¿Se ha acercado, ha escuchado posteriormente esta música tan de un momento concreto?

No, la verdad es que no escucho mis discos. No sé muy bien por qué. Antes era por cierto rechazo crítico. Ahora, más bien es por una sensación de que ya no me pertenecen. De alguna manera, que mi interpretación se de ya ante el público, es el último adiós a esa música concreta. Me gusta mucho los artistas que no fetichizan sus éxitos o sus fracasos... o sus creaciones artísticas, en general. Simplemente salen al mundo. Incluso escuchar tu propia música es querer mantener una relación con algo que ya no te pertenece.

¿Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver?

¡O al contrario! Hay una canción muy bonita de Aznavour, La boheme, que habla sobre cuando él regresa a París y, después de muchos años de ausencia, recuerda su adolescencia. Ya nada es lo que fue, todo es distinto... Es una canción que ha sido muy icónica en mi vida. Esa sensación de no mirar mucho hacia atrás.

Es un lugar común en la música, el mirar hacia el pasado. Desde la interpretación, pero también desde la escucha.

La cuestión es que yo creo que entre el recuerdo y la esperanza está ese ámbito misteriosísimo de lo que hoy se llama vivir el presente. La música tiene algo increíble que es que, en una obra, en una partitura, las partes y el todo se dan simultáneamente. La primera y la última página ya están escritas. En tiempo real, las partes surgen de forma que cuando una se está dando, la anterior ya ha desaparecido. Es algo muy misterioso. La música tiene algo de vivir el momento sin tener que mirar hacia atrás. Cuando miras hacia atrás, el límite máximo es la depresión y al mirar hacia delante, el límite es la ansiedad. La música nos enseña cómo no caer en esos extremos. 

Hablando de pasados, de mirar hacia atrás y conectar con el presente, usted toca ahora el Segundo de Rachmaninov con la Orquesta de Extremadura. Una de esas obras que, ya sólo con los 30 segundos iniciales, le definen como artista.

Es una pieza que aprendí de muy joven, con 14 ó 15 años y que he tocado toda mi vida. En momentos muy importantes de mi trayectoria ha sido una partitura que siempre ha estado conmigo. La toqué por primera vez en la final del Concurso Iturbi, que fue también la primera vez con la orquesta de mi ciudad natal, en Valencia. Fue muy emotivo. Después la he tocado por todo el mundo y ahora llevaba bastante tiempo sin interpretarla. Es una partitura muy nostálgica, pero al mismo tiempo llena de esperanza. Escrita en un momento donde Rachmaninov había entrado en una depresión profunda, a raíz del fiasco que supuso el estreno de su Primera sinfonía. Hablando de proporciones perfectas, es una obra que tiene tanto éxito porque todo encaja en ella, casi como las piezas de Mozart. No hay una nota de más. Para el pianista es un reto, por supuesto. Estoy muy contento de tocarla con la Orquesta de Extremadura, que será nuestra primera vez juntos.

Escuchando su disco dedicado a Brahms y Schumann, que es estupendo, al mismo tiempo le leía a usted que tiene claro que hay ciertas piezas del propio Brahms o las sonatas de Schubert, por ejemplo, que cree que no tocaría nunca. ¿Qué ha de tener una obra para que usted se decida a interpretarla?

Es una pregunta muy acertada de muy difícil respuesta. Es un tema muy misterioso. Si lo pienso un poco, son como resonancias. Quiero decir, los compositores tienen una vivencia, un contexto vital de experiencias subjetivas y eso les lleva a escenografiarlas, a ponerlas en la partitura. Parte de la inmediatez afectiva de esas experiencias se pierde. Forma parte de la racionalidad. No es lo mismo sentir algo que explicarlo, por ejemplo. Se crea una distancia ya para el propio compositor. Nosotros los intérpretes, de alguna manera, vemos la partitura y reconocemos ámbitos de esas sensaciones originales. Ya no es tanto la partitura, sino lo que parece haberla motivado. Es un poco lo que me guía a la hora de tocar una obra. Es como con los cantantes de ópera. Ya no es tanto la tesitura que requiere canta un personaje, sino el color de tu voz, la psicología del rol... que todo ello se adecue a ti. ¡Está claro que no se nos puede reducir sólo a eso! Pero sí que tenemos todos una especie de registro emotivo, psicológico que, como si fuera una paleta humana, hay quien tiene más parte de azul, más parte de verde... Todo ello es lo que me lleva a escoger una obra. También puede darse el caso de que digas: esto me es extraño, pero por experimentar, por probar nuevas máscaras, voy a tocarlo. Es algo que me cuesta más.

Efectivamente, tiene usted un repertorio amplio, pero parece ir decidiendo en lo concreto qué le interesa y qué no.

Exacto. Lo que pasa es que el criterio no es histórico o estilístico. Eso sería lo habitual, lo evidente. Lo mío no es una puerta cerrada a ese repertorio, pero sí que es una especie de convicción existencial. Si uno intenta encontrar la lógica, si uno intenta encasillarme... no lo va a conseguir. Tengo una rebeldía innata a ser encasillado. Eso son maniobras comerciales. Reducir la música a un ámbito concreto tiene sus limitaciones. Al principio, las etiquetas parecen clarificar la situación, pero no es más que una apariencia falaz, precisamente. Las etiquetas en la música confunden, no clarifican. Nos hacen compararnos y nos confrontan. Vivimos en una época de fiebre taxonómica, donde todo tiene que estar clasificado, porque así es susceptible de ser comparado y por tanto ser valorado en confrontación. Para mí la música no está en ese lugar.

Entiendo que su proceso previo a la interpretación como tal se alarga en el tiempo.

Absolutamente. Por circunstancias de mi vida me ha influido mucho la filosofía dramatúrgica de Stanislavski.

¿Es algo que puede aplicarse al piano?

No sé si la cuestión es cómo se aplica, pero sí que forma parte, digamos, del filtro visual a través del cual entiendo el proceso artístico. No es que lo reduzca sólo a eso, pero me ha influido mucho, ya le digo. Su concepción realista de la dramaturgia, en el sentido de cuando una persona está asumiendo un rol en una obra de teatro, no debe mantener demasiada distancia retórica con el personaje. Hay que quitar los entrecomillados, que son la idea reguladora del estilo. El estilo es un término al que tengo muy poca simpatía. Es muy engañoso, muy equívoco. Hace muchísimo daño a la música clásica porque, de alguna manera, quiere reducirla a una fuente documental. La música clásica debe tener la misma inmediatez que una canción pop, un tango de Gardel o que la nana que te canta tu madre.

¿Tendemos a la visión museística de la música clásica?

Exactamente. Hay un libro precioso de Lydia Goehr, una verdadera obra maestra de filosofía de la música: The Imaginarium Museum of Musical Works. Ella hace una especie de genealogía de lo que es la idea de obra musical cerrada y de cómo, en los últimos setenta años, con la estructura de los conciertos públicos y la recepción del canon, sobre todo desde un punto de vista histórico, documenta, se ha creado una cultura musical museística. Eso es lo que hace que la música clásica entre en crisis, a nivel sociológico y la gente acuda a otras músicas. Si algo poderoso tiene la música es que conecta lo infinito con lo particular. Hace de tu presente algo infinito.

Yo estoy en contra de la homogeneización que a veces se realiza de todas las músicas, pero, al mismo tiempo, también estoy en contra del atrincheramiento de las mimas. Al fin y al cabo, son diferentes paradas en un continuo. Es importante que haya fronteras que las delimiten, pero son partes de un todo.

Ahí el intérprete tiene mucha labor.

Claro. Bartók podía improvisar, tocar una sonata de Mozart o interpretar música popular tradicional, por ejemplo. Es algo que se da en su propia música. Si al tocar pierdes de vista lo popular y te colocas sólo en la academia, sólo puedes apelar a la academia! Eso es una desuniversalización de esa música, que es tan grande porque rompe los lazos estrechos de pertenencia. No sé cuál es la solución a todo esto, pero creo que está más encaminada a la educación musical. Más que cuestiones de programación o gestión cultural. Por poner en un mismo teatro a Rosalía y a la Filarmónica de Berlín no se soluciona absolutamente nada. De hecho, puede confundir más.

Con todo, visiones sobre usted y las etiquetas. Por un lado, siendo un pianista español, ha conseguido esquivar el cliché del repertorio asociado a un pianista de aquí.

Nunca lo había pensado. No está hecho adrede, sino que, creo, tiene que ver con mi biografía. Yo nací en Valencia, de padre vasco y me crie en el Harlem de Nueva York, ¿Qué soy? Tengo la doble nacionalidad española y estadounidense... ¿Español? ¿Valenciano? ¿Vasco? ¿Neoyorquino? ¿Harlemita? Quizá todo ello, sin quererlo, en algunos momentos de mi carrera me ha alejado de cierto tipo de repertorio con una aparente motivación nacionalista. Esas resonancias de la música, de las que le hablaba antes, no tienen efecto en mí en este caso, por esta vía. ¿De qué manera puedo sentirme yo enteramente español? Pues amo a mi país, claro está, pero no siento esa vinculación nacionalista a través de la música.

Siento que usted, como artista, rehuye de lo que se da por hecho.

(Piensa). Sí. No me gusta la tiranía del sentido común. En eso soy difícil, sí. No lo hago adrede, pero es mi personalidad. Me gusta muchísimo la música española y la toco, aunque por ejemplo no interprete Iberia. Y, sin embargo, me encanta tocar las Mazurkas de Chopin... quizá me esté contradiciendo. No soy fácilmente, digamos, encajable, en ciertos patrones de mercado. Yo estoy aquí por la música y es algo que tiene sus ventajas, pero también sus inconvenientes. Nunca voy a ser una figura mediática.

Pero tampoco le interesa...

No. ¡Sin despreciarlo! Pero me siento incómodo si acaparo mucho la atención...

Foto: Fernando Frade.