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Consejos vendo...

La decisión del festival de Gante de impedir la actuación del director israelí Lahav Shani al frente de la Filarmónica de Múnich ha puesto de manifiesto la tensión a la que hemos sometido la relación entre música clásica y moralidad en los últimos años. 

Entre todos, empezando por los medios de comunicación, hemos situado el listón tan alto que hemos conseguido que los artistas se abstengan de manifestar sus opiniones en público, ante el temor a quedar etiquetados para los restos bajo una determinada adscripción; hemos generado una presión insoportable en muchos de ellos, que se sienten interpelados por el mero hecho de haber nacido en un determinado país.

Lo sorprendente de todo esto es la doble moralidad que impera en nuestro sector. Todos saltamos en tromba contra Valery Gergiev y otros artistas rusos abiertamente proclives al régimen de Putin, pero nadie se ha llevado las manos a la cabeza cuando el Metropolitan Opera de Nueva York ha cerrado un acuerdo millonario con Arabia Saudita, un lugar donde los derechos humanos brillan por su ausencia.

El silencio de la música clásica sobre los horrores en Gaza contrasta con la militancia a favor de Ucrania que vimos precipitarse en cuanto Putin empezó su invasión del país. ¿Por qué unas causas suscitan tanto posicionamiento y otras en cambio son motivo de tanto silencio? 

Deberíamos exigir menos, deberíamos hacer más autocrítica, deberíamos ver menos la paja en el ojo ajeno; y deberíamos, en fin, jugar menos al chantaje moral con asuntos tan graves y dolorosos. La música no debería prestarse a ciertos juegos.