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Luciano Pavarotti. La voz solar.
En el 90 aniversario de su nacimiento
Luciano Pavarotti es una de esas figuras que exceden su ámbito profesional estricto y logran una proyección superior. En el gremio de los cantantes de ópera se podría decir lo mismo de Enrico Caruso, Maria Callas y prácticamente ninguno más. Excepto en el caso de la Callas, ello suele incluir ciertas tentativas crossover: canciones napolitanas (esto es un clásico entre los tenores), tangos, boleros, colaboraciones con estrellas pop, etc. A un servidor todo eso no le interesa lo más mínimo y le parece que tiene un valor artístico entre relativo y nulo, pero desde luego es relevante en el perfil sociológico (y financiero) del tenor.
Si nos centramos en su perfil profesional como cantante de ópera, que es lo que importa en esta publicación, vemos un cantante de enorme trascendencia por sus cualidades fuera de serie, su amplio repertorio, su discografía extremadamente influyente, su trayectoria en los principales teatros del mundo, etc. Toda esta gloria se fundó en una voz brillante y extensa, de color claro pero trompetero, una técnica irreprochable, unos agudos electrizantes y una elocuencia expresiva muy vinculada al carácter personal del artista, siempre expansivo.
Aunque Pavarotti se pudo permitir el lujo de cantar (con éxito y excelentes prestaciones) el repertorio del tenor spinto (Ernani, Il trovatore, Aida, I Pagliacci, Turandot) la joya de la corona de su aportación a la historia del canto la encontraremos en el repertorio lírico. Sus interpretaciones belcantísticas en los años 70 incluyen exhibiciones legendarias en obras como I puritani, Lucia di Lammermoor, L'elisir d'amore, La favorita o La fille du regiment. Esto, junto a un Duca di Mantova esplendoroso en Rigoletto, un gran Riccardo en Un ballo in maschera y un Rodolfo de referencia absoluta en La bohème fue el fundamento de su repertorio y probablemente lo será de su permanencia en la posteridad.
En general Pavarotti cumplió con el repertorio clásico del tenor italiano en sentido amplio, con lo cual también cantó con éxito La traviata, Tosca, Madama Butterfly o Andrea Chénier. Pero, a diferencia de otros grandes tenores de su época, se mantuvo alejado del repertorio francés y todavía más del alemán. Ni tan solo Carmen tuvo relevancia alguna en su repertorio, como no la tuvieron Werther o Les contes d'Hoffmann, aunque hubiesen sido obras muy adecuadas a su vocalidad. En cierto sentido Pavarotti fue el último tenor italiano de la vieja escuela, vinculada a épocas en que esos títulos se cantaban en italiano no solo en Italia sino también en otros países.
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Nació hijo de Adele Venturi, empleada de la misma fábrica de cigarros en que trabajaba la madre de Mirella Freni. Su padre era panadero y cantante frustrado. Él le enseñó al niño las grabaciones de Enrico Caruso, Tito Schipa, Beniamino Gigli y otros. Tenores que desarrollaron sus carreras operísticas íntegramente en italiano. Pavarotti, en cambio, compartió la cima del negocio tenoril con gente como Alfredo Kraus, Josep Carreras, Nicolai Gedda, Plácido Domingo o Jaume Aragall que asumieron el uso y costumbre contemporáneo de cantar la ópera francesa en francés y en el caso de Gedda y Domingo incluir obras alemanas y en otras lenguas en su repertorio. Incluso su grabación del Guillaume Tell de Rossini en 1979 bajo la dirección de Riccardo Chailly está cantada en italiano. Esto hacía de él un tenor de otra época, junto con la franqueza de su dicción, el brillo abierto de su timbre (era un admirador de Giuseppe di Stefano), el sonido en máscara para el pasaje (aquí tuvo otros referentes, afortunadamente) y sus agudos refulgentes, lo que viene ser una técnica italiana de una ortodoxia absoluta.
Su maestro Ettore Campogalliani lo había sido ya de Renata Tebaldi y Carlo Bergonzi entre otros, así como luego de ilustres contemporáneos de Pavarotti como Renata Scotto, Fiorenza Cossotto y la Freni, que tiene un vínculo tan estrecho con la carrera de Pavarotti. No solo eran ambos de Modena y estudiaron en paralelo sino que juntos dieron al mundo dos auténticas referencias en la historia de la ópera grabada: una Bohème en 1972 (con Rolando Panerai y Ghiaurov) y una Madama Butterfly en 1974 (con Christa Ludwig), ambas dirigidas por Herbert von Karajan, director que apostó pronto y decididamente por el tenor abriéndole las puertas de la Scala y del que Pavarotti dijo que se lo debía todo. A todas estas cualidades, que lo ligaban a una estampa de tenor ya extinta, se unía el hecho de que su formación teórica era muy limitada y sus dotes actorales fueron ampliamente puestas en duda. Nada de eso fue jamás un límite a un talento y un carisma de los que hacen época.
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Una época que se inició el 29 de abril de 1961 con un Rodolfo de La bohème en Reggio Emilia, papel en el que sustituyó a su ídolo Di Stefano en 1963 en el Covent Garden de Londres y con el que debutó ese mismo año en la Ópera de Viena. En este momento hizo su debut en el Liceu de Barcelona con una Traviata accidentada por causa de cierta indisposición del tenor. Pero fue en 1964 cuando tuvo lugar su encuentro trascendental con Joan Sutherland y su marido, el director Richard Bonynge. Ambos le eligieron para una gira en Australia y la colaboración con ambos marcó el desarrollo de su carrera a causa de las cualidades de Pavarotti, ideales para el repertorio belcantístico que Bonynge y Sutherland restauraron y/o exhumaron en esos años. Sus grabaciones en equipo de Beatrice di Tenda (1966), La fille du regiment (1967), L'elisir d'amore (1970), Lucia di Lammermoor(1971, con Milnes y Ghiaurov), Rigoletto (1971, con Milnes y Talvela), I puritani (1973, con Cappuccilli y Ghiaurov) y La sonnambula (1980, con Ghiaurov) fueron en su momento un referente estilístico por el acercamiento historicista de Bonynge y Sutherland y muestran a Pavarotti en su máximo esplendor.
Este encuentro con Sutherland y Bonynge dio un gran impulso a la carrera internacional de Pavarotti, que se desarrolló en buena parte en los Estados Unidos, hasta el punto de que su popularidad en Europa tardó años en poder equipararse a la que ya obtuvo en Estados Unidos desde que la revista Time le dedicara una portada en 1968 con motivo de su éxito clamoroso con La fille du regiment en el Metropolitan de Nueva York. Pavarotti debutó en Estados Unidos con la Gran Ópera de Florida en febrero de 1965, cantando Lucia de Lammermoorjunto a Sutherland, en una nueva sustitución para la que Sutherland le recomendó. Y ello sucedió en el mismo año en que Karajan le reclamó para la producción de Zeffirelli de La bohème en la Scala, junto a la Freni, como no. Al año siguiente regresó como Tebaldo en I Capuleti e I Montecchi bajo la dirección de Claudio Abbado con Jaume Aragall como Romeo y triunfó con La fille du regiment en el Covent Garden, al tiempo que realizaba sus primeras grabaciones comerciales.
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Este despliegue de su carrera durante la segunda mitad de los años 60 y toda la década siguiente convirtió a Pavarotti en una auténtica estrella, las tiendas de discos estaban repletas de recopilaciones de arias del tenor, muy en paralelo al estrellato similar de Plácido Domingo, convirtiéndose ambos en personajes populares mucho más allá de los círculos operísticos. Todo ello le dio a Pavarotti (y a otra gente) mucho dinero pero eso no tiene nada que ver con lo que nos ocupa.
Si comparamos la última escena de Lucia di Lammermoor en la interpretación de su ídolo (Di Stefano) y la suya propia, aunque su interpretación sea muy expresiva nunca resulta tan real psicológicamente, pero Pavarotti es muy superior en corrección técnica y estilística . Si lo comparamos con Bergonzi en el Duca di Mantova tal vez sea menos elegante pero la pirotecnia también importa, el personaje pide esa frescura y la pirotecnia de Pavarotti es superior. Ante Kraus podía imponer un timbre mucho más sensual en I puritani sin merma del virtuosismo técnico y ante Domingo el “squillo” de su voz y el fulgor de sus agudos en I Pagliacci. Pavarotti tuvo todas las virtudes que justifican su enorme prestigio, pero nunca fue un intérprete muy profundo desde el punto de vista dramático. Y aun así es uno de los más grandes del siglo XX con razón.
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La limpidez de su técnica y la expresividad natural en su canto lo compensan todo y hacen de Pavarotti un fenómeno muy particular porque aunque su canto estuviera ya moldeado por el sentimentalismo verista no deja de rememorar el brillo inocente de un Lauri-Volpi. En ese campo fronterizo entre el heroismo romántico y el dramatismo verista se encuentra la explicación de las virtudes y los límites de Pavarotti. Su sentimentalismo tenía el punto afectado de un Gigli, pero su heroismo romántico fue siempre de la mejor madera. La capacidad para aunar ambas cualidades le hizo famoso: era el resultado de su capacidad, muy típica de tenores pretéritos, de no sobrecargar el centro y conservar incólume la octava alta, cualidad que compartía con Kraus. Fue así como Pavarotti consiguió ser convincente siempre y en repertorios muy diferentes. No es nada fácil.
Rodolfo Celletti, un crítico notorio por la dureza de su juicio y sus exigencias estilísticas y técnicas dijo de él que era "el único verdaderamente idóneo para encarnar a Arturo de todos los que lo han grabado” (esto lo dijo antes de que Kraus grabase I puritani), que tenía "una pronunciación y una dicción impecables" (en el registro de estudio de L'elisir d'amore), "la más bella voz de tenor que haya nunca grabado el Rigoletto”, en resumen: "la más completa voz de tenor lírico de nuestro tiempo. El timbre es espléndido, la emisión morbida, el registro agudo extensísimo”.
Pero como ha quedado dicho, si la voz era la ideal de un lírico belcantista, su temperamento no lo era tanto. Tendía a un sentimentalismo muy adecuado al verismo y ello, junto al hecho de que su voz resistía papeles más dramáticos sin perdida alguna de brillo en el timbre, le permitió cantar sin tacha un repertorio amplio. Nada resume mejor la comunicatividad de su canto que un comentario del gran Carlos Kleiber: “Cuando Luciano canta, el sol sale para todos”.
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