Benjamin Alard CNDM c Rafa Martín 1

El clave que canta

Madrid, 02/02/21. Auditorio Nacional. J.S. Bach: De Clavier Übung I (1731): Partita nº 1 en si bemol mayor, BWV 825 (1726), Partita nº 5 en sol mayor, BWV 829 (1730), Partita nº 2 en do menor, BWV 826 (1726). Benjamin Alard, Clave.

La sala apenas a un cuarto de su capacidad. El miedo y las restricciones sanitarias son culpables en parte, pero no nos engañemos, el programa tiene su parte de responsabilidad. El clave sigue siendo un asunto de minorías periféricas en la geografía de la clásica. Sí, el instrumento se ha vuelto un secundario imprescindible para las recreaciones de inspiración histórica que pueblan las salas de conciertos y los teatros de ópera, pero saborearlo como solista son palabras mayores, adecuado solo para verdaderos conocedores de los misterios de esa ficción contemporánea que se ha dado en llamar historicismo musical.

La sala semivacía, inundada por una oscuridad extrema tan solo rota por un cono de luz que concentra la intención, evocando de aires misterio, crea el ambiente perfecto para la reveladora experiencia que Benjamin Alard nos ofreció a un puñado de afortunados de este Madrid semiconfinado: uno de los más memorables conciertos de teclado a los que he asistido, definitivamente el mejor para clave.

La interpretación de tres de las Partitas de los Clavier-Übung -la , la y la 2ª, por ese orden- derrochó transparencia sensibilidad y buen gusto, pero sobre todo, demostró las extraordinarias posibilidades expresivas de un instrumento habitualmente descrito por sus limitaciones. Y es que el clave es uno de los instrumentos más agradecidos a la maestría del intérprete. En manos mediocres, en actuaciones que no superan la corrección, generan tan solo ese sonido monótono, confuso y enredado que los primeros críticos que asistieron a su recuperación a comienzos del siglo XX calificaron con razón de “máquina de coser”.  No es este el caso de el concierto que nos ocupa.

No le faltan a Alard agilidades virtuosísticas como demuestra en las piezas ligeras – esa vertiginosa Guiga de la nº 1- aceleradas hasta el límite y sin embargo cristalinas e impecablemente precisas. Pero esto no es lo que hace del francés un gran interprete. Frente a la amenaza de lo mecánico, Alard hace de la flexibilidad gran arte. El manejo de los tiempos es centelleantemente dinámico, las manos están inteligentemente (des)coordinadas y los silencios expandidos con contundencia. El fraseo así se enriquece y, entonces, el clave cobra vida y humanidad.  Y desde ahí la interpretación nos traslada sin problemas a diferentes estados emocionales, visitamos la alegría bailable de un Tiempo de Minuto (), la severidad de una Sinfonía () o el recogimiento reflexivo de una Sarabanda ().

Los colores de los dos teclados del instrumento se aprovecharon para construir una especie de diálogo interno en el que se conjugan las diferencias de timbres y la repetición de los temas. Tan importante es la diferencia como la coherencia, parece querer decirnos, siguiendo la lógica interna del contrapunto. También desde el preludio de la primera Partita, Alard demostró cómo los finos arpegios desenredan y aclaran episodios, y cómo jugar con los trinos, a veces sorprendentemente extendidos, para manejar a su gusto la atención de un oyente rendido desde la primea pulsación e hipnotizado hasta horas después de la última.

La magia de Alard se vale de estos y otros trucos, pero nunca de trampas. Todos estos efectos los maneja además sin estridencias ni exhibiciones innecesarias, con la sutileza como guía y el buen gusto como imperativo innegociable. Con Alard el instrumento canta, y canta honestamente.

Frente a los frecuentes excesos teóricos e interpretativos de historicismo, tenemos en este interprete un referente que apuesta exclusivamente por el potencial expresivo de una música inmortal. “En Bach todo es sagrado” me comentaba en una conversación reciente. A través su actuación fuimos capaces de acariciar un nivel de espiritualidad superior, pero si de algo sagrado se trataba, se alcanzó desde una sensibilidad eminentemente humana.

Foto: Rafa Martín.