Flauta liceu 

A Mozart le hubiera gustado

Barcelona. 28/07/2016. Gran Teatro del Liceo. Mozart: Die Zauberflöte. Dimitry Ivashchenko (Sarastro), Allan Clayton (Tamino), Olga Pudova (Reina de la Noche), Maureen McKay (Pamina), ulia Giebel (Papagena), Dominik Kóninger (Papageno), Monostatos (Peter Renz) y otros.

Podrá sonar temerario e incluso absurdo, soy consciente, pero me atrevo a decir que esta Zauberflöte hubiera hecho las delicias del mismísimo Mozart. Estrenada en 2012 en la Kömische Oper de Berlín, no por casualidad se ha repuesto ya en medio mundo, convirtiéndose en un hito en torno a las puestas en escena de esta obra, comparable al aprecio generalizado que en su día despertó la clásica y hermosa propuesta de August Everding. El acierto de Barrie Kosky y su equipo (Suzanne Andrade y Paul Barritt, de la compañía “1927”) consiste aquí en renovar la visión acostumbrada en torno a La flauta mágica, acercando su libreto a las coordenadas del cine mudo y convirtiendo la representación en una suerte de película animada con la que los actores/cantantes interactúan, sirviéndose de la música como maravillosa excusa para dar rienda suelta a todo un espectáculo visual.

Es cierto que la propuesta como tal superpone un espectáculo de entidad propia que tiende a ganar protagonismo incluso sobre la propia música de Mozart y por descontado sobre las voces -aún más si éstas son modestas, como es el caso-. Pero la propuesta está realizada con tal acierto, con tal detalle, en fin, con tal respeto en última instancia por la esencia misma de Die Zauberflöte, que al final convence a propios y a extraños de modo evidente. Estamos, sin duda, ante el tipo de espectáculo paradigmático que permite romper ciertos clichés y fronteras ante un público generalmente ajeno a la lírica. No en vano esta producción ha sido aclamada ahora en Barcelona en las redes sociales por multitud de espectadores que testimoniaban haberse acercado por vez primera al teatro con la excelente excusa de estas representaciones.

Así las cosas, lo cierto es que Die Zauberflöte desaparece entendida como Singspiel: deja de serlo en la medida en que los diálogos se sustituyen por textos proyectados sobre la propia pantalla, al modo del cine mudo, acompañados al pianoforte -espléndido Pau Casan- con una música de resonancias más contemporáneas y por descontado cinematográficas -evidentes las citas y guiños a Nosferatu de Murnau y a Metropolis de Fritz Lang-. El trabajo es de una imaginación desbordante, encuentra el tono justo de humor y sabe hacer suyo el trasfondo más serio y hondo del libreto, sin forzar las costuras en demasía.

La compañía de canto -en este caso en un sentido casi literal, ya que los solistas procedían en buena medida del ensemble de la Kömische Oper de Berlín- defiende con modestia aunque con esmero la exigente partitura mozartiana. Mozart escribe maravillosamente para las voces, pero su línea vocal es un arma de doble filo ya que deja de inmediato al desnudo las vergüenzas de los solistas. En todo caso, cabe poner en valor el buen hacer del tenor Allan Clayton -precisamente uno de los pocos solistas que no pertenece a los cuerpos estables de la Kömische, aunque haya colaborado con dicho teatro- : emisión limpia, voz bien timbrada y natural adecuación al estilo mozartiano, hicieron de su Tamino lo mejor de la noche. El bajo Dimitry Ivashchenko fue el otro intérprete destacado de la noche. Quizá sin la autoridad de voces más dotadas, su Sarastro tuvo no obstante un empaque y una consistencia fuera de toda duda. 

Algo inane de acentos y con un instrumento de dimensiones más bien reducidas, la Reina de la Noche de Olga Pudova tiene las notas, no hay duda, pero no termina de levantar el entusiasmo connatural a su parte. A la dulce Pamina de Maureen McKay le falta una mayor dosis de temperamento; su hermoso “Ach, Ich fühl´s” se queda en ciernes de conmover, precisamente por eso. Algo semejante sucede con el Papageno de Dominik Köninger, buen actor, esmerado con el texto, aunque de medios demasiado modestos como para suscitar entusiasmo. La Papagena de Julia Giebel fue seguramente la más floja de todas las voces principales. Tampoco el Monostatos de Peter Renz suscitó especial interés.

En el foso, Henrik Nánasi dispone una dirección generalmente limpia, viva y despierta, con un pulso animado, con nervio aunque también con espacio para la contemplación y la serenidad a las que invita la sublime música de Mozart. Quizá se echa de menos en su batuta una mayor imaginación por cuanto hace a dinámicas y tiempos, pero probablemente las necesidades de guardar una constante correlación con el espectáculo proyectado en escena impongan alguna restricción a este respecto. En todo caso, cabe aplaudir una vez más la continuada y la evidente mejora del sonido de la orquesta titular del teatro: por fin suena empastada, estable, sin estridencias puntuales en los metales, con un sonido que va ganando en densidad y riqueza. Mozart es la prueba del algodón para cualquier músico, sea instrumentista o cantante, y que la orquesta y el coro titulares del Liceo resuelvan la prueba con nota alta, no es algo que se pueda decir todos los días.  A la orquesta le sigue faltando un color más propio, un sonido más reconocible y suyo, pero parece que las cosas van por buen camino. Una orquesta solvente y con personalidad es al fin y al cabo el principal sustento de un teatro que aspire a ser referente en algún momento.

El Liceo abrirá la próxima temporada precisamente con una breve tanda de cinco funciones de esta misma producción de Die Zauberflöte, con varios de los solistas aquí comentados. No parece un recurso muy imaginativo para inaugurar un nuevo curso, pero si no han tenido ocasión de ver esta propuesta en este tramo final de la presente temporada, no pierdan la ocasión de hacerlo a la vuelta del verano.