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El verso suelto

Madrid. 29/10/22. Auditorio Nacional. Obras de Gerhard, Shostakovich y Nielsen. Orquestra Simfònica de Barcelona i Nacional de Catalunya (OBC). Narek Hakhnazaryan, violonchelo. Juanjo Mena, director musical.

Recuperaban su tradicional intercambio de sedes la Orquesta Nacional de España y la Simfònica de Barcelona i Nacional de Catalunya este pasado fin de semana, tras el parón provocado por la pandemia. Sin duda, la OCNE está dispuesta a desarrollar una presencia verdaderamente nacional, con actuaciones en numerosos puntos de nuestro país, tal y como viene demostrando desde la llegada de su último director técnico, Félix Palomero, y como, parece, va a seguir haciendo (hasta en cinco ocasiones sonará, por lo pronto, el estreno del Concierto para violín de Benet Casablancas, sumando a Madrid la próxima visita de la OCNE a A Coruña).

Por su parte, en su visita a la capital, la OBC ha confiado la apuesta a una de las batutas que mejor se han desplegado junto a sus atriles en los últimos años: Juanjo Mena. Curiosamente, uno de los eternos nombres candidatos a la titularidad de la Nacional y que también llegó a sonar como posible en Barcelona, lo que hubiese roto ciertos ecosistemas. No fue así, pero qué duda cabe que la Simfònica brilla, se expresa con inusitada ductilidad con él al frente. Además, director y formación se han consagrado una fórmula de éxito ya asegurado, como quedó patente el pasado mes de abril en otro de sus programas de temporada. OBC, Mena, un joven violonchelista en la primera parte (entonces fue Pablo Ferrández), una sinfonía de corte grande en la segunda (la Fantástica de Berlioz sonó en primavera) y abriendo todo ello, en las dos ocasiones, el Don Quijote de Gerhard.

Lo dije entonces y he de repetirme ahora: Mena extrae un sonido pulido de un Gerhard embebido de la vanguardia de la Segunda escuela de Viena y que, al mismo tiempo, viene a reflejar la añoranza de lo perdido. El empleo que realiza de la percusión y el piano, ya mismamente en la Introducción, nos retrotrae, cuando él mimo huía de la Guerra en el Londres de los años cuarenta, también a miradas provenientes del Este de Europa. Cuerda maleable, con esos atisbos de lirismo y unas maderas magníficas, además de las dos estupendas trompetas, dieron alas a una lectura que busca exponer toda la rica tímbrica de atmósferas y ritmos populares que despliega el compositor para dar vida y contexto al Caballero de la triste figura.

Completando la primera parte, uno de esos conciertos que suponen todo un reto: el Concierto para violonchelo nº1 de Shostakovich. Uno doble, en cuanto a la propia historia, a la hermenéutica propia de Shostakovich por un lado, y en cuanto a la técnica y expresividad de un gigante como Rostropovich, a quien está dedicado y para quien escribió la partitura el compositor. Ya sólo el Allegretto inicial es de una efusividad y vehemencia sobrecogedoras para el solista. El armenio Narek Hakhnazaryan demostró en todo momento una excelente elocuencia a lo largo de toda la extensión de su instrumento, que llevó al máximo en la magistral Cadenza del tercer movimiento. Virtuosismo técnico, hondura, amplitud sonora suficiente e idiomatismo sobre lo que se traía entre manos, el músico regaló una interpretación redonda, donde acompañó con maestría Juanjo Mena (sutil en el balance) y donde sobresalieron, especialmente, el clarinete de Josep Fuster y la trompa de Juan Manuel Gómez. Como propina, una bellísima, a la par que extraordinaria bien ejecutada Lamentatio de Sollima, todo un clásico ya de Hakhnazaryan.

En esa suerte de rêveries que surgieron en torno al horror de la guerra y la deconstrucción de los héroes bélicos, sin duda la música de Carl Nielsen surge como un verso suelto, casi insondable en ocasiones. A través de sus sinfonías, especialmente, abandona ese posromanticismo en la senda de Brahms y se aleja, por tanto, de figuras como Mahler, Bruckner... sería absurdo, incluso, querer concordarlo junto a Sibelius, sólo por el mero hecho de ser nórdicos... el de Nielsen es un lenguaje absolutamente personal. No es, quizá por ello, uno de los autores que más se interpreten en nuestro país y que la OBC se haya decidido a programar su Cuarta sinfonía, quizá la más conocida junto a la Quinta, es de celebrar. Su peculiar construcción, su aparente ingente cantidad de ideas y motivos hipnóticos, así como su fuerza dramática y absolutas e innovadoras genialidades, como el empleo de los dos timbaleros en el movimiento final (extraordinarios Joan Marc Pino y Juan Antonio Martín, solista de la OSCYL), no encuentran demasiadas experiencias u oportunidades en vivo, tanto para un público como el nuestro (que puede escuchar hasta tres veces por temporada la Quinta de Tchaikovsky sólo en Madrid) o una batuta como la de Juanjo Mena (que puede dirigir, fácilmente, una Novena de Beethoven al año). Quizá por ello, la propuesta del director vitoriano, siempre estructurada, siempre con su razón de ser, ahonde en expresividades un tanto espurias para Nielsen, con una visión más posromántica y poco espacio para la diferenciación de planos, expresividades propias o lugar para la sorna y lo camerístico, por ejemplo, que también lo hay en esta partitura. Se ofrece, así, una lectura de impacto sonoro desde el primer momento, de pura intensidad y decibelios, quizá alentados por ese símil entre la música y la vida que realizó el propio autor, calificando ambas como "Inextinguibles". La música siempre lo será, mientras la vida no lo sea.