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Juegos de guerra

Múnich. 05/03/2023. Bayerische Staatsoper. Prokófiev: Guerra y paz. Andrei Zhilikhovsky (Bolkonski). Olga Kulchynska (Natascha). Arsen Soghomonyan (Besukhov). Bekhzod Davronov (Kuragin). Victoria Karkacheva (Elena). Dmitry Ulyanov (Kutuzov). Tomás Tómasson (Napoleón). Sergei Leiferkus (Bolkonski). Violeta Urmana (Marja) y otros. Dmitri Tcherniakov, dirección de escena. Vladimir Jurowski, dirección musical.

El pasado domingo 5 de marzo, precisamente cuando se cumplían 70 años del fallecimiento (el mismo día) de Stalin y Prokofiev, la Bayerische Staatsoper de Múnich escenificaba una nueva producción de Guerra y paz, la célebre ópera del compositor ruso a partir de la novela homónima de Leon Tolstoi. No era fácil, desde luego, abordar este título precisamente ahora, cuando se cumple un año del intento de invasión de Ucrania por parte de la Rusia de Putin. Y sin embargo, el enfoque con el que Dmitri Tcherniakov y Vladimir Jurowski han abordado la pieza no podía ser más conveniente y ejemplar.

La representación tuvo una extraordinaria fuerza teatral y un indudable impacto emocional. Sin una sola referencia directa a la guerra en Ucrania, sin embargo todos los asistentes teníamos presentes estos hechos. La velada se abrió con una atinada, justa y certera cita de Leon Tolstoi en contra de la guerra, de cualquier guerra, y en contra de la deshumanización del ser humano que trae consigo cualquier enfrentamiento bélico. Dicho esto, Tcherniakov no duda un momento en traslasar la acción a la Rusia contemporánea, es más, al tuétano mismo de la capital. Y es que la única escenografía de la representación presenta un espacio único, una reproducción de la Sala de las Columnas de la célebre Casa de los Sindicatos de Moscú, sede de numerosos velatorios oficiales (los de Lenin, Stalin, Brezhnev, Gorbachov...) y asimismo empleada como sala de conciertos desde mediados del siglo XIX. Se trata por tanto de un edificio sumamente emblemático que encarna, de algún modo, la propia historia de Rusia, tanto en su era zarista como en su desarrollo soviético, pues albergó también numerosos congresos y conferencias del Partido Comunista.

Así las cosas, toda la acción de la representación transcurre al interior de este espacio, convertido en marco único de toda la función, ocupado por una multitud de refugiados, quienes para ocupar su tiempo emprenden un juego de roles, primero inocente (recreando el baile con el que se abre la acción en el libreto) y más tarde perverso, transmutado en un auténtico juego de guerra, confundiendo ficción con realidad, ilusión con crudeza, transmutando lo dionisíaco en tragedia.
 
El resultado, como en tantas ocasiones en las producciones de Tcherniakov, toma la forma de una especie de experimento psicológico a escala comunitaria, casi una terapia de grupo que cobra finalmente tintes dramáticos, con la guerra como hilo conductor. Tcherniakov retrata así, ni más ni menos, la psicosis colectiva en la que vive hoy en día la sociedad rusa, que ha terminado por asumir una guerra, como la de Ucrania, como un perverso juego para sus conveniencias internas.
 
Pero más allá de esto, lo genial en la propuesta de Tcherniakov es que traspasa las fronteras y salta más allá de cualquier posible referencia a la Rusia actual. Su propuesta trae un mensaje de reflexión universal sobre el desgarro interno que supone cualquier guerra para cualquier sociedad en cualquier momento. Basta atender a las palabras con las que el coro abre la segunda mitad de la representación, una vez que las tropas de Napoleón se han adentrado en Rusia, en la campaña de 1812: "Las tropas de media Europa han invadido la santa Rusia. El enemigo ha destruido cosechas y pueblos; ha matado a nuestros hijos y asesinado a nuestras esposas y padres. A su paso sólo existe desolación y horror. El pueblo ruso está hambriento y humillado. Sabe que la cólera de la venganza es sagrada. Todos se levantan ya, como un solo hombre, para defender la tierra rusa. El pueblo ha  despertado y su fuerza es imparable y arrolladora. No se detendrá hasta ver al invasor aplastado y aniquilado. La santa Madre Rusia  es grande y sus hijos numerosos. La patria se levantará terrible contra aquellos que han osado mancillarla. Al enemigo le espera una muerte cruel. Nuestra amada Rusia triunfará". Cambien ustedes la referencia a Rusia por la de cualquier otra nación, ni siquiera hace falta que sea Ucrania. El mismo horror, la misma tragedia, la misma semilla de odio y venganza, idéntico clima de desconfianza y desolación. 
 
En palabras del propio Tcherniakov, “todo lo que sucede en la representación tiene lugar hoy en día, en 2023, pero en esta ocasión hemos exagerado un poco los hechos. Se trata de una especie de anti-utopía. Contamos una historia, que no ha sucedido pero que podría ocurrir, y contamos lo que pasaría si finalmente ocurriese". Estamos, sin duda, ante uno de los mejores trabajos del director de escena ruso, quien con esta realidad distópica pone el acento justo sobre una ópera que, enfocada de otro modo, pudiera haber resultado controvertida hoy en día. En un determinado momento de la representación, ya en la segunda mitad, conforme avanzan los acontecimientos bélicos, se puede escuchar, en boca de uno de los generales alemanes: "Hay que ampliar el teatro de la guerra". Una expresión que Tcherniakov parece tomar al pie de la letra para sumergirnos en una distopía casi insoportable, en la que realidad y ficción se confunden de modo escalofriante.
 
Seguramente Tcherniakov nunca ha cosechado un éxito tan notorio y unánime, con toda la platea en pie. El Liceu, por cierto, figura en el programa de mano de Múnich como coproductor de este extraordinario espectáculo. Confiemos en que sea posible verlo en pie en Barcelona dentro de unos años, es un título sumamente exigente, con un elenco extenso y costoso, y con unos requerimientos bárbaros para orquesta y coro. 
 
Imperial en el foso la labor de Vladimir Jurowski, actual batuta titular de la Bayerische Staatsoper. El director ruso exhibió un dominio apabullante de la partitura, con una autoridad rara vez contemplada en un foso. Las virtudes de su dirección musical fueron muchas, fueron todas: refinamiento, tensión, transparencia analítica, intensidad teatral... Dificilmente volveremos a escuchar esta partitura recreada con tal maestría. Memorable asimismo la ejecución por parte de la orquesta del teatro, con instantes realmente sobrecogedores, capaz del más mínimo susurro y de la más brutal de las sonoridades. Y qué decir del coro estable del coliseo muniqués... Qué extraordinario trabajo, desde todo punto de vista. En este sentido cabe subrayar que Tcherniakov ha trabajado en este proyecto de una manera sumamente precisa, casi da la impresión de haber trabajado la dirección de actores, uno por uno, con cada miembro del coro. Es impresionante.

El elenco reunido para esta nueva producción no tiene ni una sola fisura. Empezando por la pareja protagonista, el moldavo Andrei Zhilikhovsky y la ucraniana Olga Kulchynska. Dos voces en franca proyección, de notable belleza tímbrica en ambos casos. Su escena hacia el final, con la muerte del príncipe Bolkonski transmutada en un escalofriante dúo al ritmo de vals, fue uno de los momentos más emotivos de la representación. Junto a ellos, resultó admirable el trabajo de Arsen Soghomonyan como Besukhov, encontrando el punto justo de nobleza, con una palpable autoridad y madurez vocal. 

Impecable y atinadísimo Bekhzod Davronov como Anatol Kuragin, arrogante y sinuoso, espléndido, con un registro agudo prometedor. La joven mezzosoprano Victoria Karkacheva, premiada en el Viñas en 2020 y en Operalia en 2021, confirma lo importante de instrumento y lo comprometido de su desenvoltura escénica. Fantástico también Dmitry Ulyanov como Kutuzov, con una voz contundente y sonoroa. 

Impagable el Napoleón de Tómas Tómasson, que Tcherniakov convierte en una pantomima sumamente sarcástica y satírica en torno a la de la autoridad, convertido en una suerte de clown que bien podría ser un sosias de Vladimir Putin, sin que se termine de insinuar que lo sea. El cartel se completaba con veteranos de lujo, como Sergei Leiferkus como Bolkonski o Violeta Urmana como Marja. 
 
En suma y en conjunto, una de las mejores cosas que he visto en un escenario en mucho tiempo, a la altura de otras grandes veladas contempladas en este mismo teatro, años atrás, cuando la dupla Bachler/Petrenko comandaba la Bayerische Staatsoper. Pienso, por ejemplo, en Die Soldaten de Zimmermann, una de las cosas más escalofriantes que he visto jamás. Esta Guerra y Paz es claramente el mejor producto de la gerencia de Dorny/Jurowski y se ha ganado ya a pulso un hueco en la historia de este histórico coliseo alemán.