Petrenko Berliner Zaragoza23 

Un mago del sonido

Zaragoza. 05/05/2023. Auditorio de Zaragoza. Obras de Mozart y Schumann. Filarmónica de Berlín. Louise Alder, soprano. Kirill Petreno, dirección musical.

Muy esperada, sin duda, era la visita de la Filarmónica de Berlín a la capital aragonesa. Lo cierto es que la formación berlinesa actuaba en Zaragoza por cuarta vez en su historia. La anterior ocasión tuvo lugar en 2010, entonces con Mitsuko Uchida como solista y bajo la batuta de Sir Simon Rattle. Las dos primeras, en cambio, tuvieron lugar durante la Segunda Guerra Mundial, ambas en el Teatro Principal de la ciudad: primero en 1941 con Karl Böhm y de nuevo al año siguiente, en 1942, con Clemens Krauss a la batuta. En esta ocasión, el Auditorio de Zaragoza disfrutó de los Berliner junto al siberiano Kirill Petrenko, su batuta titular desde 2018.

Sea como fuere, resultaba un tanto peculiar el programa el escogido por Kirill Petrenko y la Filarmónica de Berlín para esta ocasión, con dos obras maestras que sin embargo no se cuentan entre lo más granado y popular del repertorio. El programa, en todo caso, si nos ponemos a analizarlo, tiene su lógica. Y es que la Sinfonía no. 25 de Mozart es una de las más teatrales de su catálogo, como veremos después que sucede con la Cuarta de Schumann. Compuesta poco después del exitoso estreno de su ópera Lucio Silla en Milán, en 1772, la 25 es una sinfonía sin duda inusual para un joven Mozart que apenas alcanzaba entonces los diecisiete años de edad. De matriz haydinina, próxima a los ideales del movimiento Sturm und Drang, es una música concisa y de indudable tensión dramática. 

La famosa apertura de la pieza, con esa consabida caída de séptima disminuida, valió a Petrenko como excusa para destapar ya bien temprano el tarro de las esencias, ahondando en la que es, por lo general, su concepción general de la música del salzburgués: teatro en música. Con apenas unos compases, fue inevitable imaginar cómo sonaría un Don Giovanni en manos del bueno de Kirill con sus Berliner, podría ser prodigioso. Y es que esta Sinfonía no. 25 sonó, a todas luces, operística en manos de Petrenko y sus músicos.

Escuchamos así un Mozart impulsivo, vivaz, vertiginoso, afilado pero sin acidez, con el punto justo de complicidad, sin sonar demasiado serio, pero con una pátina de dramatismo. Petrenko es como Kleiber pero sin aspirar a ser como Kleiber; es Harnoncourt pero sin pasar por donde pasó Harnoncourt. Es la quintaesencia, en un horizonte en el que hoy las batutas parecen intercambiables y las orquestas suenan a menudo como cortadas bajo el mismo patrón.

Hay en el Mozart de Petrenko la concisión y electricidad del joven Celibidache, la turbulencia y dinamismo de un Furtwängler, la naturalidad de un Fricsay, pero aunado todo ello como bajo un filtro de nitidez y transparencia en el que todo se escucha, en el que cada línea de las maderas encuentra su sitio. Increíble, en este sentido, una vez más, la complicidad de los atriles de la Filarmónica de Berlín, seguramente la orquesta que mejor escucha, no solo ya una de las más virtuosas del mundo en su ejecución.

Como broche a la primera mitad disfrutamos del Exultate, jubilate, un motete practicamente contemporáneo de la Sinfonía no. 25, aquí con Louise Alder como solista. La soprano británica resultó impoluta en su ejecución, cantando con naturalidad y resolución, aunque algo falta de carisma. Una voz interesante, en todo caso, ideal para algunos roles mozartianos como Susanna en Le nozze di Figaro o Fiordiligi en Così fan tutte.

Como dejó patente con una increíble Cuarta sinfonía de Schumann, Kirill Petrenko es un mago del sonido. Se pasea por el vértigo cual funambulista que conoce los límites y se deleita en ellos. Tal y como antes apuntaba, estamos seguramente ante la más teatral de las sinfonías del genial autor de Zwickau, la cuarta por numeración aunque la segunda en el orden natural de su composición, si bien revisada a conciencia una década después de su escritura. 

La versión de Petrenko resultó por descontado admirable en términos de dinamismo y narratividad, incluso en términos de pura belleza, con un segundo movimiento de inesperada ternura. Pero lo que más soreprendió fue el punto virtuoso y electrizante que marcó algunas transiciones, como por ejemplo la teatralísima página que acompaña el tránsito entre los dos últimos movimeintos de la pieza. Por no hablar de la vertiginosa, casi infartante, coda final, llevada no ya con celeridad sino practicamente al galope, a un ritmo que pocas orquestas podrían sostener hoy en día.

Y es que el último movimiento de esta Cuarat de Schumann fue verdaderamente increíble por momentos. Era inevitable constatar cómo se dibujaba una sonrisa en los músicos, una sonrisa en Petrenko, una sonrisa en los espectadores mismos, conforme se sucedían los prodigios sonoros. Fue sin duda un Schumann absolutamente memorable; una fiesta, lo máximo a lo que puede aspirar la música en vivo.