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Ellos se lo pierden

Barcelona. 25/05/23. Gran Teatre del Liceu. Wagner: Parsifal. Nikolai Schukoff (Parsifal), René Pape (Gurnemanz), Elena Pankratova (Kundry), Matthias Goerne (Amfortas), Evgeni Nikitin (Klingsor), Paata Burchuladze (Titurel). Claus Guth, dirección de escena. Josep Pons, dirección musical.

Aunque esté instaladísimo en el panteón de los grandes artistas más allá de polémicas ideológicas y estéticas, parece que Wagner sigue siendo considerado por un amplio sector del público como un autor difícil. Esto no dice mucho en favor del nivel de formación de nuestro público y se hizo patente en el aforo del Liceu este pasado 25 de mayo. De lamentar el hecho de que no hubiera lleno en una noche de estreno pasamos a ver como acto tras acto el teatro se vaciaba progresivamente. El público es soberano y tiene derecho a expresar su desapego como le parezca, incluido el noble pasatiempo de irse a cenar. Pero todo esto estaría muy bien si la causa fuera la mediocridad del espectáculo y no era el caso.

Es cierto que el Parsifal de Claus Guth no era novedad en el Liceu. Se trata de una coproducción entre los teatros de Barcelona y Zurich que ya se pudo ver en el entrañable coliseo de la Rambla en la temporada 2010/2011. Pero sigue siendo una propuesta muy interesante. Con escenografía y vestuario de Christian Schmidt, jugó con el balneario de La montaña mágica de Thomas Mann como espacio escénico y trasunto del santuario de los caballeros del Grial. Estos aparecen convertidos en el equipo médico de un sanatorio habitado por soldados heridos y desequilibrados tras la Primera Guerra Mundial. Este planteamiento tiene grandes aciertos y logra dar luz a momentos decisivos como la famosa escena de la transformación. En ella Gurnemanz muestra a Parsifal toda la corte de los milagros causada por la guerra e intenta ponerlo en conexión con el dolor del mundo observando el drama de los condenados de la tierra mediante un escenario giratorio que permite a Guth superar con éxito el habitual estatismo de esta obra singular. El efecto es bellísimo y por mucho que "falsifique" la localización y los personajes, da una profunda verdad al texto y a la música. El diálogo entre Amfortas y su padre moribundo adquiere una concreción psicológica impactante y aciertos como este pueblan tanto el primero como el tercer acto de esta producción. Cuando Guth liquida un aspecto estructural de la obra es cuando la cosa chirría. El segundo acto tiene una localización, un ambiente, una instrumentación y un cromatismo deliberadamente contrastado con los otros dos y el hecho de mantener el mismo espacio escénico (el sanatorio) hace más confusa la interpretación. Por otra parte, y tal vez esto sea lo más importante, la dramaturgia de este segundo acto no aporta nada al texto y se mueve en terrenos muy convencionales.

Pero hay un aspecto clave en el que el discurso de Guth es abiertamente contradictorio con el de Wagner: el de Guth es un planteamiento hecho desde el pensamiento débil, desde el pánico postmoderno a las ideas fuertes, al deseo de redención y verdad, a la revolución. Un discurso liberal que es completamente ajeno a Wagner y que se concreta en la encarnación del Parsifal redentor como un caudillo de aires fascistoides. Este enfoque era perfectamente prescindible y ahonda en el imaginario (tópico) popular de un Wagner nazi reclamando un liderazgo fuerte. El primer acto mostraba todo lo contrario: la sensibilidad radicalmente antifascista que subyace a Parsifal, si se me permite el anacronismo.

El espacio escénico se halla conformado por una gigantesca estructura que rota sobre su eje central dejando paso a cuatro escenarios básicos. Una escenografía de Christian Schmidt, que hábilmente manipulada en torno a los movimientos de algunos de los personajes logra una traducción teatral del travelling cinematográfico y constituye uno de los aciertos de esta puesta en escena. 

Con sus contradicciones y aciertos, la puesta en escena de Claus Guth logra, en cualquier caso, momentos de gran belleza y mucha luz sobre ciertos aspectos de un texto que debería de ser suficientemente conocido por el público operístico y que permite, por tanto, cierto tipo de contorsiones. Es lo que hay que pedirle a una producción de Parsifal y el enfoque de Guth está logrado en este aspecto.

Josep Pons se ha convertido ya en un especialista en la materia. Su trabajo en relación a la obra de Wagner se ha desarrollado siempre desde la prudencia de una cierta rigidez en la pulsación y la priorización de la transparencia por encima de la intensidad. En su Anillo liceísta, la vena poética se fue liberando durante la tetralogía, obteniendo resultados excelentes sobretodo en Siegfried y El ocaso de los dioses. En esta ocasión el resultado general es muy bueno y se apoya en una orquesta en gran estado de forma y un coro que dio una prestación muy notable. Sin embargo, parece que ciertos momentos sean afrontados con el freno puesto. En la ya mencionada escena de la transformación el emocionante movimiento escénico no se vió apoyado adecuadamente desde el foso y toda la escena final del tercer acto, es decir, el final de la obra, adoleció de una falta de nervio y grandeza que son necesarios. A un nivel más técnico hay que reseñar ciertos momentos poco afortunados de los metales, comenzando por una estrepitosa nota falsa en el preludio.

Sin embargo, en conjunto Pons ofreció el bello sonido de su orquesta, momentos de gran claridad polifónica y un equilibrio general muy de agradecer. Refeuerza una vez más la sensación de que el suyo al frente de esta orquesta ha sido y está siendo un gran trabajo.

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Tal vez a priori el elemento del reparto que ofrecía menos garantías era Nikolai Schukoff, en el papel que da nombre a la obra. Pero resultó ser la más grata de las sorpesas. El timbre no es muy bello pero la proyección es brillantísima. Que volumen no iba a faltar ya se vió en el primer acto, donde por otra parte Parsifal canta poco. Se planteaba la duda de si este señor además de sonar cantaría. Schukoff lo incorporó a su repertorio en 2007 en la Bayerische Staatsoper de Múnich (sustituyendo a Plácido Domingo) y los viajeros de la ópera y los consumidores compulsivos del formato audiovisual ya podían, por lo tanto, conocer las luces y sombras de su interpretación. Por otra parte este tenor debutó en el Liceu la temporada 2010/11 con Iphigenie auf Tauris de Gluck. Para los que no tuvimos la suerte de ver ninguna de las dos cosas fue una agradable sorpresa ver que domina técnicamente el papel, que se permite dinámicas y algunos bellos fraseos y que en general su ejecución es de una solidez extremadamente meritoria en una época en que la fealdad vocal se ha convertido en un sello casi inseparable de los heldentenores que asolan nuestros teatros.

René Pape pasó días mejores pero tampoco es Gurnemanz un papel que pida hazañas atléticas. De hecho, aunque canta sin parar, es difícil escuchar un Gurnemanz que naufrague completamente. Tampoco Pape es un cantante cualquiera y más allá de ciertas vacilaciones en el agudo y algunos momentos en que fue engullido por la orquesta, fraseó con clase, sostuvo el personaje y salió con la cabeza bien alta de la salida de artistas de la Rambla.

Quien sí está para exhibiciones es doña Elena Pankratova, de voz potente y sonora, canónicamente igualada en todos los registros, capaz de un fraseo si no refinadísimo sí al menos muy convincente. Evidentemente dónde lució fue en el segundo acto, donde ella y el "inocente puro" sostuvieron un diálogo de gran nivel. Pankratova está consagrada ya en este rol y demostró que se lo merece.

No se puede decir lo mismo de Matthias Goerne. Desconozco las circunstancias foniátricas en que tuvo que abordar la función pero fue claramente superado por el papel. Naturalmente, un cantante de su talla, excelente y refinado liederista, siempre ofrece detalles aquí o allá. Pero hay un problema que un servidor ya ha podido observar un par de veces en este mismo teatro (Des knaben Wunderhorny War Requiem): ni su voz ni su técnica estan hechas para batallar contra orquestas. De la lucha titánica por hacerse oir (que endurece el timbre y afea el fraseo) se pasó incluso al grito en algún momento de compromiso. Goerne es un gran cantante y ojalá se le siga viendo en el Liceu pero habrá que escoger cosas en las que realmente pueda demostrar quién es.

Otro dia en la oficina para Evgeni Nikitin: voz más que suficiente y dominio total de un papel que exige más consistencia que virtuosismo. En cambio fue muy notoria la insuficiencia, a estas alturas, de Paata Burchuladze incluso para un moribundo como Titurel. Para los amantes de los homenajes y la nostalgia tal vez valía la pena. Para los que queríamos ver un Titurel en condiciones hubiera sido preferible otro menú.

Las aportaciones de los secundarios fueron eficientes en términos generales, incluida la complicada concertación de la escena de las muchachas-flor. Quería destacar sin embargo la grata impresión causada por las voces, muy timbradas y presentes, además de musicalmente eficaces de Marc Sala y Facundo Muñoz. Entre todos completaron un espectáculo muy notable a todos los niveles, que hubiera merecido más solemnidad y entusiasmo por lo que respecta al público pero que da ciertas dosis de esplendor a un teatro necesitado de unas alegrías que algunas veces obtiene. 

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Fotos: © A. Bofill