Libre nació y libre morirá.
Nápoles. 13/12/15. Teatro San Carlo. Bizet: Carmen. María José Montiel (Carmen). Brian Jadge (Don José). Eleonora Buratto (Micaëla). Kostas Smorginas (Escamillo). Dirección Musical: Zubin Mehta. Dirección de escena: Daniele Finzi Pasca.
Seguro que no voy a descubrírselo yo ahora pero la música es maravillosa. La primera vez que un servidor visitaba Nápoles, una ciudad impactante, de atrayente decadencia y caos hipnotizante, de cuyo constante ruido es imposible abstraerse, ¡aún en la planta 25 de mi hotel! desde donde escribo estas líneas y desde donde puede apreciarse el incesante y furioso ruido del tráfico. Nadie diría que a escasos 100 metros se acaba de obrar el milagro en forma de bálsamo musical, un oasis sonoro en medio de tal descontrol. Es la fuerza de la música, que los italianos llevan grabada tan dentro.
Muchos, es algo perdonable, han dibujado a Carmen como una mujer en busca de la libertad. No creo que sea así. Si nos encontramos ante un mito es porque precisamente Carmen ya es libre en todo aquello que la icónica figura de la femeneidad y la mujer le ha atribuido desde el prisma romántico. La cuestión, tal y como Yolanda Quincoces ha recogido en su artículo para Platea, es en la búsqueda de qué utiliza Carmen esa libertad como catalizador. La propia María José Montiel nos hablaba de ello en su última entrevista concedida a Platea en torno a su visión de Carmen en general y con estas funciones como fondo en particular. Decía la mezzosoprano madrileña que “si Carmen es un mito es gracias a Bizet”, y es que puede resultar complicado terminar de perfilar una personalidad tan bien delimitada y detallada por la música que la acompaña y el tiempo que le ha llovido. En cualquier caso, en la voz y concepción de la Montiel, me atrevería a decir que Carmen es la materialización física de la libertad en busca del amor; esto es, no es el amor en sí como libertad, no es este el sentimiento último que le confiere a su Carmen la libertad. La Carmen de María José ya es libre, pero como cualquier otro ser humano y por más libre que se sea, ¿quién es capaz de renunciar a la búsqueda del amor?
De la libertad y del amor, dos cosas harto complicadas pues, nos viene a hablar Bizet a través de sus suntuosos colores orquestales y riquezas tímbricas, una gama de tonalidades que encontró en Nápoles dos aliados: la propia Maria José y el maestro Zubin Mehta. La mezzo desplegó una paleta de colores que le sirvieron para dibujar a una Carmen sensual, detalladísima, de pura filigrana cánora, con momentos inolvidables como la vuelta al “amour est enfant de Bohéme” tras la Seguidilla, con un último “prends garde à toi” que ha quedado ya en el recuerdo auditivo de Nápoles y en el de un servidor. A estas sutilizas se podrían sumar su forma de comprender “l’amour” en la entrada de Escamillo (lástima de la dejadez del barítono en su respuesta, falta de cualquier intencionalidad) o más adelante en el mismo acto al bailar para Don José. Magnífica así mismo en las profundidades del tercer acto y el encuentro con su destino, y con la emoción a flor de piel en el cuarto, entregadísima, arrojada, la Carmen de la Montiel es la libertad hecha canto.
El ciclón hipercolórico (si esta palabra no existe, se inventa) que forman Montiel y Mehta cada vez que unen fuerzas se hizo de nuevo audible y visible en el San Carlo. Es llamativo que el de Bombay, con todo lo que ha llevado a los estudios, nunca grabase Carmen, habida cuenta de la gloriosa magia con la que ungía a las masas corales y orquestales en los años setenta. Grabó Trovatore (1969) y Turandot (1972) de manera proverbial, incluso su algo fallida Tosca del 73 guardaba interés, mientras que la “racha” de Cármenes le pilló a dos aguas entre sellos discográficos, por lo que su antigua casa llamó a Maazel para dirigir a Moffo (!) y Corelli, mientras que la Deutsche se montaba una “americanada” con Bernstein, Horne y McCraken. Una lástima en cualquier caso escuchando esta Carmen de Nápoles con una cuerda (tan importante en esta partitura) vibrante y tersa en manos de un Mehta que, si bien tímbricamente llegó a sonar soberbia, pudo requerírsele a la batuta algo más allá de cierta rutina que por momentos se dejó entrever, echándose de menos mayor suspensión en pasajes clave como la Habanera, el cierre del dúo entre Micaëla y Don José o el Entr’acte del tercer acto (con unos vientos modélicos). Así mismo puede decirse de cada momento de tensión que copan la obra, el primero de ellos ya como ejemplo en el cierre de la obertura. Digamos que hay dos vías para emprenderlo: la complicada, con mucho mayor interés, donde la tensión surge y progresa ya en el crescendo molto de las últimas corcheas y negras picadas para resolverse en el fortissimo, integrándolo en un todo; o una visión más sencilla donde toda la tensión surge y se resuelve por sí sola en dicha nota final. Digamos que la lectura de Mehta se movió más en esta última concepción, faltando pues mayor detenimiento en los porqués, regalando a cambio una briosa lectura, con mucho color ya digo, también calor junto a los coros y sin perder elegancia en los momentos más intimistas.
La escena de Hugo Gargiulo con dirección de Daniele Finzi Pasca (responsable a su vez de la compañía que subía a escena esta Carmen) se quedó a medio camino hacia el konzept minimalista, lumínico-simbolista que tal vez se pretendía. Salpicando una buena creación de base con algunas astracanadas que emborronaban el resultado final. Inevitable el torito de turno, los continuos juegos de manos de la protagonista o unos fluorescentes gigantes que parecían simbolizar la mirada inquisitiva, el dedo acusador sobre la libertad de la mujer, pero que multiplicados por nueve y rodeando a Carmen continuamente durante algunas de sus apariciones, no deben resultar nada prácticos ni cómodos para ningún cantante. La Feria de Abril sevillana abre y cierra la ópera, un año ha pasado, levantando una puerta con 12.000 bombillas que cumplieron su cometido, sobre un cuadro negro vinilado, cercado con más luces, ya visto en otras obras y producciones pero que resulta limpio y claro. El mayor acierto de la puesta es la gran luminaria compuesta por decenas de bombillas con la que se engrandece a Micaëla en su momento solista, reflejando a través de ella sus emociones. Por lo demás una producción bien solventada, con ensoñadores diseños de Giovanna Buzzi para el cuerpo de baile y apoyada en los aparentemente innegociables colores de este drama: dorado (el Sol sevillano), rojo (sangre), blanco (libertad) y negro (destino) para los personajes, sin que aquí al menos la Montiel termine subiendo a los altares cual onírica deidad rodeada de flores y niños, como tuvimos que ver en el Teatro de la Zarzuela la temporada pasada.
Micaëla estuvo bien cantada por Eleonora Buratto, muy querida en la casa tras su paso por varias de las producciones de los últimos años y que construyó un personaje de timbre terso y oscurecido; mientras que el Don José de Brian Jadge recae en las formas que parecen estilarse hoy en día para el personaje (nos hemos centrado tanto en rescatar a la verdadera Carmen que parece nos hemos olvidado de este desgraciado). Un hombre atormentado y simple en lo dramático; aguerrido y agresivo en lo vocal pero que, sin embargo, al llegar al pianissimo marcado en el si agudo de su aria, intenta resolverlo en falsete sin un resultado satisfactorio. Secundario el Escamillo de Kostas Smoriginas y correcto el plantel de comprimarios, con especial mención para la Frasquita de Sandra Pastrana.
Una noche de color y libertad para el recuerdo de los napolitanos con la voz de Montiel y la batuta de Mehta. Y que el Teatro Real se permita anunciar una Carmen sin ella para su bicentenario…