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Tendiendo puentes

Madrid, 10/04/2024. Auditorio Nacional de Música. W.A. Mozart, Concierto para piano nº 24 en do menor y Réquiem en re menor. Elizaveta Sveshnikova, soprano; Andrey Nemzer, contratenor; Egor Semenkov, Tenor; Alexey Tikhomirov, bajo. Olga Pashchenko, fortepiano. MusicAeterna, orquesta y coro. Director, Teodor Currentzis.

Lo ocurrido en lunes en el Auditorio Nacional, de la mano de Teodor Currentzis y su formación musicAeterna, en el ciclo de La Filarmónica, solo puede ser calificado como una búsqueda de complicidad, de un honesto intento de reconciliación con el público. Conviene recordar que, tras la invasión de Ucrania, este director nacionalizado ruso y sus músicos fueron cancelados a lo largo de la geografía de la clásica, y aún siguen estándolo en muchas salas. Tras una primera visita con Chaikovski el año pasado, estos días vuelven por toda la península con una de sus obras icónicas. Y se entregan a la búsqueda de esa conexión como mejor saben, ofreciendo su mejor música con una generosidad visible en cada compás, en cada gesto corporal y también en cada una de sus palabras a la audiencia.

“Esto va dedicado a la memoria de mi amigo y mentor, Gerard Mortier”, nos anunció Currentzis en una sala sumida en una inusitada y profunda penumbra antes de embarcarse en la ejecución del Réquiem. Pero en este director conviven una minuciosidad reverencial con el valor para hacer de cada clásico algo propio –magnífica combinación. Así, Mozart tuvo un preludio a modo de una pieza orquestal que fue seguida por otra pieza fúnebre vocal a modo de lamento intimista. El efecto en la sala fue el de haber sentido morir a alguien, antes de asistir a su misa de difuntos en el estado emocional apropiado.

Y a partir de ahí, su Réquiem, que también es el de Mozart y el de los discípulos y estudiosos que metieron el lápiz a esta obra inacabada. La interpretación, como es habitual, fue soberbia por la excelencia técnica y por la calidad de los músicos, pero sobre todo por un trabajadísimo sentido teatral que tan bien les sienta a todas las misas, y a esta muy en particular. Sus señas de identidad se mostraron a lo largo de la interpretación: acentos pronunciados, tiempos vivos y fraseos con vocación energizante. Son estos los elementos y hacen volar la música en las buenas interpretaciones históricamente inspiradas. Así, en las manos del carismático maestro el Réquiem se llenó de vida, emoción y luz.

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Fue notable la actuación de los cuatro solistas. Destacaron la sentida y rotunda severidad del bajo Alexey Tikhomirov, la humanidad honesta del tenor Egor Semenkov, la expansiva proyección del contratenor Andrey Nemzer y, a un nivel algo inferior, la inocencia sanadora de la soprano Elizaveta Sveshnikova. Mención aparte merece en extraordinario coro de la formación, uno de los mejores del planeta. Siguiendo la vocación teatral de la noche, interpretó las partes con la entrega de quien conoce el significado profundo de lo que canta. Fue una actuación para escuchar, pero también para contemplar, para admirar unos cuerpos inclinados hacia la audiencia con voluntad de encuentro físico; hubo en esas voces mucho más que música bien emitida.

En la primera parte, el Concierto para piano nº 24 se interpretó con un fortepiano, réplica del que Mozart pudo utilizar en su momento. Su sonido punzante y arcaico llenó la sala del auditorio sin dificultades, mientras la orquesta se deleitaba con una acción brillante que parecía huir del modo menor que titula a la obra. Fue una interpretación interesante y seductora, aunque hubiera algo en la combinación de timbres que, extrañamente, no acabó de funcionar en mis oídos.

Pero de la mitad inicial de la velada lo más interesante resultaron ser sus propinas. Con cierta timidez y algunos nervios, la pianista Olga Pashchenko se esforzó por explicarnos en español sus regalos extraordinarios y, llena de orgullo, compartir las características de su querido instrumento. Llegó entonces su mejor momento con la precisión de Concierto para clave en Re Mayor de Bortiansky y el ímpetu del movimiento final de la Claro de luna de Beethoven. Fueron unos minutos dedicados a demostrar la versatilidad de su fortepiano adentrándose en el umbral del Romanticismo, pero, sobre todo, a ofrecer al público su voluntad de encuentro. A tender puentes. Si de estos se trata, bienvenidos sean.

Fotos: © Rafa Martín