Abyecta producción para una atómica Davidsen
París. 15/05/24. Ópera de París, Bastille. Strauss: Salome. Lise Davidsen (Salome). Johan Reuter (Jokanaan). Ekaterina Gubanova (Herodias), Gerhard Siegel (Herodes). Pavol Breslik (Narraboth). Katrina Magiera (Paje de Herodias) y otros. Lydia Steier, dirección de escena. Mark Wigglesworth, dirección musical.
Ha sido una de las citas obligadas para cualquier amante de las voces: el debut de la soprano noruega Lise Davidsen (Stokke, 1987) como Salome de Richard Strauss en la Ópera de la Bastilla de París. Un acontecimiento que no defraudó a los fans y seguidores de la voz boreal escandinava. A sus treinta y siete años Davidsen, quien ya ha sido Ariadne, Marschallin, Sieglinde, Elisabeth, Agathe o Leonore del Fidelio de Beethoven, suma un nuevo rol en lo que parece ser su repertorio más adecuado y pertiente, el germánico.
Desde su primera aparición como Salome, en la distópica y postindustrial puesta en escena de Lydia Steier, Davidsen se apodera del escenario, física y vocalmente, eclipsando todo y a todos. Impresiona, pese a haberla ya escuchado en vivo por este cronista en Bayreuth, Londres, o Barcelona, la impactante fuerza de su instrumento, de una redondez tímbrica, riqueza de harmónicos, nitidez en la emisión y una proyección descomunal que hizo de la inmensa caja teatral de la Bastilla casi una caja de cerillas como contenedor.
La noruega no solo avasalla con la vocalidad de Salome desde su primera intervención, es que además regala un control de los reguladores, pianos, medias voces de un lirismo iridiscente propias de una voz y una intérprete privilegiada. La madurez vocal que ya tiene Davidsen le otorga la facilidad de colorear y frasear entre la ígnea orquestación straussiana, donde muestra una Salome poderosa pero también de un lirismo en los acentos, afilada y soñadora como en su primer encuentro con Jokanaan. Sus dudas, la fuerza de su curiosidad y su reacción al rechazo del Santo le dan un vuelco a la interpretación, pasando de la sensual belleza de un canto mórbido y majestuoso a un acerado y agresivo dominio de una tesitura descomunal que se precipita en un monólogo final lleno de furia y crepúsculo.
Davidsen ha madurado su instrumento y es capaz de ofrecer matices, colores y potencia a partes iguales, en una nueva demostración de ser dueña de un instrumento de una densidad que iguala y empasta con la orquesta straussiana de manera modélica. Un triunfo personal de los que no se olvidan y a la que solo le falta crecer como actriz para igualar teatralmente lo que vocalmente parece ya un clímax musical.
Hay que alabar la dignidad vocal con la que se sumó al festival de Davidsen una Ekaterina Gubanova, serpentina y concupiscente como Herodias. Dueña de una voz de mezzo oscura y flexible, hizo de su madre un caricatura decadente y enfermiza que cumplió a las mil maravillas con la degenerada producción.
De la misma manera impactó el Herodes del tenor alemán Gerhard Siegel, quien ha hecho de este rol un emblema de su repertorio. Ácido sin caer en la fealdad tímbrica, alambicado sin caer en la sobreactuación y decadente sin caer en la caricatura. Siegel dio la réplica a la princesa de Judea con un instrumento sonoro, puntiagudo y una articulación precisa para un texto que es puro teatro cantado.
En un nivel inferior pero con la nobleza vocal esperada cumplió el Jochanaan del bajo-barítono danés Johan Reuter. Mermado de potencia y con un color mate algo gris, su Juan el Bautista mostró languidez y solemnidad al mismo tiempo. En su encuentro con Salome dio una réplica ajustada donde el poderío vocal de Davidsen a punto estuvo de ningunearlo.
De timbre atractivo pero zona aguda de sonido estrangulado el Narraboth de Pavol Breslik. Destacó sin embargo el Paje de Herodías de la contralto Katharina Magiera, en medio de un reparto de secundarios óptimo del que merece hacer mención al bajo gallego Alejandro Baliñas, miembro de la Troupe Lyrique de la Ópera national de París en el pequeño rol de Ein Cappadocier.
La batuta del británico Mark Wigglesworth fue entre errática, poética y concertadora. No pareció tener un hilo narrativo claro, o una linea artística definida, sino más bien pareció ir a fogonazos, con una danza de los siete velos correcta pero falta de fantasía y orientalidad, o un monólogo final sucinto pero sin grandiosidad ni trascendencia. El trabajo con la orquesta tuvo su atractivo, percusión, vientos-maderas y metales estilosos y llamativos, pero unas cuerdas poco contrastadas y una lectura general de extraño planteamiento y desarrollo.
La producción de Lydia Steier se enzarza en una especie de lectura a lo Furiosa de la serie cinematográfica Mad Max postnuclear. Tiene y quiere hacer guiños al arte decadente de la república de Weimar, en un loop vintage con referencias a Otto Dix o Max Ernst, sobretodo en un llamativo y convincente vestuario de Andy Besuch. La escenografía y videos de Momme Hinrichs, oscura y sucia, antinatura e industrial, no ofrece nada nuevo, como tampoco una iluminación efectiva y poco más de Olaf Freese.
Con todo la lectura de Steier si acierta en mostrar la putrefacción e infamia de una sociedad enferma y corrupta que tiene su clímax escénico en una danza de los siete velos transformada en una orgía sexual. Aquí una Salome oculta entre una algarabía de viciosa obcenidad, se transforma en una protagonista que usan como gran ramera, vilipendiada por Herodes y toda su corte. Un momento teatralmente impactante que roza la boutade pero que cumple su innegable e hiriente cúlmen de abyección.
El desdoblamiento final de Salome, arrastrada y defenestrada por el suelo, cabeza en mano, y la iluminada efigie de la princesa dentro de la celda de Jokanaan subiendo a las esferas y besando el santo en una fantasía macabra jamás cumplida, cerró una producción y una función que giró como un torbellino alrededor de ese milagro y agujero negro vocal que es la Salome de Lise Davidsen.