Una de cal y otra de arena
Salzburgo. 11/08/24. Festival de Salzburgo. Felsenreitschule. Weinberg: El idiota. Bogdan Volkov. Austritte Stundyte (Natacha). Vladislav Sulimsky. Iurii Samoilov. Clive Bayley. Margarita Nektrasova. Xenia Puskarz Thomas y otros. Wiener Philharmoniker. Mirga Gražinytė-Tyla, dirección musical. Krzysztof Warlikowski, dirección de escena.
Salzburgo. 12/08/24. Festival de Salzburgo. Felsenreitschule. Prokofiev: El jugador. Sean Pannikar. Asmik Grigorian. Peixin Chen. Violeta Urmana. Juan Francisco Gatell. Michel Arivony. Nicole Chirka. Wiener Philharmoniker. Timur Zangiev, dirección musical. Peter Sellars, dirección de escena.
Uno de los mayores aciertos del Festival de Salzburgo en esta edición, y a la vez uno de sus principales atractivos, ha sido el hecho de contraponer dos títulos inspirados directamente en textos de Fiódor Dostoyevski: El jugador de Prokófiev, terminada en 1917 pero estrenada finalmente en 1929, en Bruselas; y El idiota de Weinberg, su última ópera, completada en 1987 pero no estrenada hasta 2003, de forma póstuma, en Mannheim, gracias al empeño de Thomas Sanderling.
Dos textos y dos óperas muy distintas, pero idealmente hermanadas en el escenario de la Felsenreitschule de Salzburgo. Y sin embargo, nos tocó asistir a una de cal y a otra de arena. Y es que El idiota de Weinberg ha sido todo un hallazgo, un verdadero descubrimiento de la mano de Mirga Gražinytė-Tyla y Krzysztof Warlikowski, mientras que El jugador de Prokófiev ha sido una gran desilusión, lastrado por una propuesta escénica de Peter Sellars completamente caduca y sin gancho.
La actual vigencia y repercusión de la música de Mieczysław Weinberg debe mucho, sin duda, al empeño de Mirga Gražinytė-Tyla, a quien hace unos meses pudimos ver en Madrid dirigiendo precisamente La pasajera, el título más difundido de este mismo autor. Lo cierto es que la directora lituana comenzó su discografía con Deutsche Grammophon apostando precisamente por la sinfonías de Weinberg (la número 2 y la número 21, concretamente) y no ha dejado de reivindicar su obra desde entonces. Ya sea por encaje comercial, ya sea por afinidad personal, ya sea porque ha llegado el momento de Weinberg, lo cierto es que la maestra lituana defiende su legado como pocos.
Escuchar esta música tan sobrecogedora contando en los atriles con los Wiener Philharmoniker supuso una experiencia memorable. No ya por el refinamiento y contundencia en la ejecución sino por el acompasado ritmo entre foso y escena que Mirga Gražinytė-Tyla supo traducir a las mil maravillas. La partitura de Weinberg, muy distinta de la que despliega en La pasajera, es extraordinariamente narrativa, de un modo muy semejante a lo que encontramos en las óperas de Shostakovich, especialmente en su Lady Macbeth. Pero Weinberg es si cabe más descarnado y encuentra en la inspiración melódica un raro medio para epatar, en la recta final de un siglo XX marcado por la atonalidad y los desafíos a la tradición.
En escena resulta absolutamente memorable la visión de Krzysztof Warlikowski sobre esta pieza en lo que es, sin duda alguna, uno de sus mejores trabajos de su ya extensa producción. Natasha. 25 años. Ella lo abandonó. Él la mató. Con estas palabras comienza la representación, en un resumen apretado y sucinto de lo que vamos a ver a continuación. Las referencias son pocas pero muy directas: Newton, Einstein, Holbein. Warlikowski asimila la figura de Myshkin con la de un científico que regresa de su exilio en plena recta final de la URSS. Un idea muy bien parida, perfectamente acompasada con el libreto de Aleksandr Medvédev.
Con fino cinismo Warlikowski logra subrayar toda la inquietud que anida en el texto, toda la ambivalencia de la acción, y encuentra momentos de una belleza descorazonadora e inquietante, casi inexplicable. Vestuario y escenografía llevan la firma de la habitual colaboradora de Warlikowski, Malgorzata Szczęśniak, quien imprime al trabajo un sello reconocible, haciendo suyo con maestría el escenario amplio y complejo de la Felsenretischule. Y por una vez, qué maravilla, las proyecciones de vídeo y el vídeo en directo tenían sentido y estaban perfectamente encajados en la dramaturgia, con ese plano cenital tan sobrecogedor de los tres protagonistas con el que se abre y se cierra la representación.
En conjunto y en resumen, un espectáculo sobrecogedor, como un puñetazo en la boca del estómago, imposible no sentir una mezcla compleja de sensaciones, de la repulsión a la admiración, desde la tristeza infinita a la bondad más absoluta. Un regalo, un espectáculo de los que ilustran por sí solos por qué la ópera está viva en el siglo XXI.
El tenor Bogdan Volkov hace aquí el papel de su vida (o uno de los papeles de su vida, porque apuesto a que vamos a hablar mucho de él en los próximos años). Estremece ver hasta qué punto este intérprete ruso parece haberse metido bajo la piel del personaje de Myshkin. Realmente costaba no preocuparse por él cuando simula un virulento ataque epiléptico en una de las escenas más memorables de la representación. Pero es que además su labor musical y vocal es extraordinaria. Con un timbre realmente hermoso y límpido, cálido, desgrana el texto con sumo detalle y claridad, pergeñando un retrato complejo del personaje, con el que es imposible no empatizar. Fueron tantos los momentos sobrecogedores, como el final de la ópera sin ir más lejos. Realmente admirable Volkov, asumiendo como si nada la gran complejidad de este personaje.
Qué gran cantante-actriz es Ausrine Stundyte, también de origen lituano como la directora de estas funciones. El timbre a veces descarnado y un punto árido de Stundyte se presta como pocos a la expresividad a tumba abierta que requiere este rol, de una ferocidad extraordinaria. Me recordó Stundyte aquí a su memorable encarnación en El ángel de fuego de Prokofiev que vimos en el Teatro Real hace un par de años).
Del resto del extenso elenco es justo remarcar también el buen hacer de Vladislav Sulimsky con un sonoro Roghozin, realmente intimidatorio en la escena final. E impresionante esta vez Pavol Breslik como Ganya, dando rienda suelta a su registro más dramático, sin duda la mejor actuación que le recuerdo. Y todo un descubrimiento, en la parte de Aglaya, la mezzo australiana Xenia Puskarz Thomas, dueña de un timbre sumamente prometedor y capaz de un desempeño escénico de mucho empaque.
Decía al principio de sete texto que el Festival de Salzburgo ,comandado por su intendente Markus Hinterhäuser, había tenido a bien contraponer dos óperas bien distintas pero igualmente inspiradas en textos de Fiodor Dostoievsky. Y si bien El idiota quedará en los anales del festival como uno de los espectáculos más redondos de los últimos años, no cabe decir lo mismo de El jugador de Prokófiev, lastrado especialmente por una puesta en escena de Peter Sellars realmente poco inspirada.
Y es que Sellars apenas acierta a citarse a sí mismo, a repetir sus propios códigos y sus propios tics estéticos y escenográficos. La propia ópera como tal no es redonda ni sencilla a la hora de ponerla en escena, pero de un talento como Peter Sellars cabía esperar mucho más. Como antes mencioné, la obra fue terminada en su primera versión pensando en su estreno en el Mariinsky en 1917, pero el estallido de la revolución de febrero lo impidió y la partitura no vio la luz hasta doce años después, en La Monnaie de Bruselas, en 1929, tras una amplia revisión por parte del compositor. La obra no deja de ser irregular, por su estructura y por su texto; alberga, por descontado, momentos fabulosos a nivel de orquestación -requiere una plantilla enorme-, aunque no tanto a nivel del trabajo vocal, realmente poco estimulante. Desde su estreno en Bruselas, hace casi un siglo, la partitura ha tenido un recorrido irregular y se ha representado muy poco, sobre todo fuera de Rusia.
Para esta recuperación de la obra en Salzburgo el icónico Peter Sellars ha querido actualizar de un modo bastante naíf la obra, buscando resonancias realmente insustanciales en torno al destino contemporáneo del capitalismo, pero ya digo, de un modo superficial y decepcionante. El resultado fue un espectáculo, de unas dos horas de duración sin descansos, francamente aburrido y reiterativo. Una ocasión desaprovechada, pues, para devolver cierta difusión a una obra que merece, al menos, ser conocida.
Con un vestuario realmente colorista de Camille Assaf y con la desconcertante escenografía de George Tsypin, gran parte del desarrollo dramático recaía precisamente en iluminación de James F. Ingalls, a través de una serie de ruletas, media docena, situadas a lo largo y alto de la Felsenreitschule, casi a modo de platillos volantes. Iluminadas en rojo y verde, principalmente, fueron poco más que un envoltorio de celofán para un escenario donde pasaban muchas cosas pero sin un rumbo claro, donde la acción básica del libreto se perdía por momentos y donde Sellars parecía empeñado en jugar al despiste, como incapaz de ir al grano en ningún momento.
Sea como fuere, interesante trabajo en el foso del joven director ruso Timur Zangiev, de apenas treinta años de edad. Con una seriedad y aplomo realmente admirables, transmitió la impresión de ser un maestro con una preparación sobresaliente. Logró poner en pie una versión de poderío sinfónico sin perder de vista la compleja acción teatral. El resultado, gracias a una Filarmónica de Viena en estado de gracia, fue una versión descollante, digna de preservarse en disco.
En el apartado vocal se impuso la homogeneidad, con una pareja protagonista muy bien armada, con el tenor Sean Panikkar y la soprano Asmik Grigorian. El primero, aunque no posee un instrumento de tintes dramáticos, sabe hacer suyo el rol principal y pone toda la carne en el asador para vivir el personaje de un modo francamente creíble; el timbre, ya digo, puede resultar algo liviano para el rol, pero Panikkar es un cantante realmente sensible e inteligente y supo hacer suyo el papel.
Por su parte Asmik Grigorian -lituana también, lo mismo que Mirga Gražinytė-Tyla y Ausrine Stundyte, menuda cosecha para este pequeño país báltico- no encontró escollo vocal alguno en una parte, la de Polina, que para ella es pan comido. Su generosa presencia escénica redondeó una labor a la altura de lo esperado, con una entrega sobresaliente en la última escena.
Del resto del elenco es justo destacar el gran trabajo de Peixin Chen en la parte del General, con un instrumento sonoro y rotundo, algo rudo pero flexible y bien encajado con la vis teatral del personaje, uno de los mejor trabajados en la propuesta de Peter Sellars. También fue grato reencontrar a Juan Francisco Gatell, en unas coordenadas donde seguramente pocos le esperaban, y cumpliendo con creces con la parte del Marqués, atinado a la hora de trasladar el carácter manipulador del rol y desenvuelto asimismo en el plano vocal.
Y mención aparte merece la aparición en escena de la gran Violeta Urmana, un verdadero mito ya de la reciente historia de la ópera. Qué magnetismo sobre las tablas, que poderío vocal… Memorable, un espectáculo. Del resto de voces me gustó mucho el material exhibido por Nicole Chirka como Blanche, comprometida al máximo además con la puesta en escena de Sellars.
Fotos: © SF - Bernd Uhlig