Principessa di gelo
Madrid. 24/11/2024. Teatro Real. Obras de Chaikovski, Verdi, Puccini y otros. Asmik Grigorian, soprano. Orquesta Sinfónica de Madrid. Henrik Nánási, dirección musical.
Desde una prometedora Salome que la que consagró en Salzburgo, allá por 2018, la trayectoria de la soprano lituana Asmik Grigorian (Vilna, 1981) no ha dejado de crecer, hasta ser hoy en día una de las voces más demandas en su registro.
Lo cierto es que ha logrado hacer suyo un repertorio amplio y variado, exhibiendo una versatilidad vocal al alance de muy pocas. Así, su instrumento se pasea hoy de Cio-Cio-San a Rusalka pasando por Turandot, Senta o Elisabetta. Y el próximo mes de febrero, en Viena, debutará incluso con un rol tan icónico como la Norma de Bellini. En Madrid se consagró Grigorian en 2020, el maldito año de la pandemia, encarnando una Rusalka memorable, en la propuesta escénica de Christof Loy.
Dicho todo esto, lo cierto es que el de Grigorian es un fenómeno un tanto particular. Y es que la voz no es tan singular o epatante como la de otras colegas de cuerda; no posee un instrumento de esos que dejan boquiabierto nada más comenzar a cantar. Pero al mismo tiempo se trata de una voz atractiva y calurosa. Sin un desahogo especial en los extremos, el arrojo y la seguridad técnica afianzan su desempeño incluso donde parece que no vaya a sentirse cómoda. Es como si no fuera ideal para nada pero como si al mismo tiempo fuera capaz de todo.
Este recital en Madrid ha sido un tanto agridulce, una sensación de eterna promesa sin resolución, si me lo permiten, un poco coitus interruptus. Y es que desde el comienzo del concierto Grigorian, ataviada íntegramente de un impresionante azul cerúleo, transmitió un hieratismo y una frialdad que tardaron en disiparse. Todo estaba ahí perfectamente cantado y dicho, impecable, pero nada terminaba de tocar la fibra, nada culminaba…
El programa de la primera mitad, de aires eslavos, intercaló algunas piezas sumamente íntimas con otras de mayor despliegue vocal. Escuchamos aquí dos arias de sendas óperas de Chaikovski, La dama de picas y La hechicera, junto a un fragmento de la ópera ópera Anoush del armenio Armen Tigranian y otro fragmento de la ópera Dalia, del lituano Balys Dvarionas. El momento cumbre de esta primera parte del recital fue precisamente la canción de la luna de Rusalka, una página que Grigorian maneja con insultante soltura y que sin embargo no terminó de erizar el vello al respetable.
La segunda parte del programa reservaba una selección exigente de fragmentos mucho más conocidos: ’Sola, perduta, abbandonata’ de Manon Lescaut, ‘Un bel dì, vedremo’ de Madama Butterfly y ’Tu che le vanità’ de Don Carlo. Aquí Grigorian volvió a exhibir dominio vocal, excelentes intenciones, pero igualmente una distancia casi gélida, precisamente en fragmentos donde se espera que se precipite el desgarro emocional en su desenlace. Fue curiosamente con la página de Elisabetta en el Don Carlo verdiano donde por fin Grigorian pareció encontrar su pathos, entremezclando su hacer con esa dignidad tan señorial del rol. Esta página fue, con mucho, lo mejor de toda la velada.
Como broche al concierto se ofreció una propina un tanto inusual, sobre todo por su duración. Se trató de la escena de las cartas de Tatiana en el Eugene Onegin de Chaikovski, un fragmento de más de diez minutos de extensión, como digo poco adecuado para figurar como broche a un concierto de estas características. Hubiera sido mucho más ideal colocar esta escena como cierre a la primera mitad, por ejemplo y reservar como propina una canción de Richard Strauss, un repertorio que precisamente acaba de grabar Grigorian en su último disco.
Por lo que hace al acompañamiento a la soprano resultó un tanto desigular labor de la Orquesta Sinfónica de Madrid, especialmente en la primera parte, donde sonó a menudo opaca y deslavazada, singularmente en las oberturas de La novia del Zar y Ruslán y Liudmila.
Confieso por otro lado que jamás había escuchado con tanta presencia el solo de trompeta que acompaña a la línea vocal de la soprano en la canción de Rusalka. En este caso fue especialmente molesto porque llegaba a sobreponerse a la soprano y además no iban estrictamente al unísono. Inexplicable.
Buena labor, no obstante, de Henrik Nánási, proponiendo, buscando, generando tensiones y fraseando, aunque sin obtener siempre el resultado querido en los atriles, como digo. Sea como fuere, en términos generales todo fluyó con mucho más calor e inercia durante la segunda mitad del programa -muy bien resuelta la obertura de La forza del destino, por ejemplo-, seguramente por tratarse de piezas de Puccini y Verdi con las que los músicos están más familiarizados, a diferencia de los fragmentos incluídos en la primera parte.
En suma, un concierto interesante, digno de aplaudir dentro de la programación del Teatro Real, pero que dejó al descubierto una evidencia: Grigorian es un animal escénico y parte de su verdad artística se traduce mejor cuando encarna a un personaje en escena. Actuación y canto se imbrican en ella de una manera tal que por lo general se escapa al formato concertístico. En Madrid Grigorian fue una genuina principessa di gelo, incontestable en lo vocal pero algo gélida en el plano emocional.