Salome 2018 AsmikGrigorian c SF RuthWalz

 

Ni una gota de sangre

Romeo Castelluci desafía todas las convenciones con su propuesta para escenificar Salome en el Festival de Salzburgo

Salzburgo. 01/08/2018. Strauss: Salome. Asmik Grigorian, Gábor Bretz, John Daszak, Anna Maria Chiuri, Julian Prégardien y otros. Dir. de escena: Romeo Castellucci. Dir. musical: Franz Welser-Möst.

Ni una gota de sangre. Ni cabeza del Bautista. Ni siquiera danza de los siete velos como tal. Romeo Castelluci desafía todas las convenciones con su propuesta para escenificar Salome en el Festival de Salzburgo. Hay muchas y muy buenas ideas en su propuesta. Algunas menos ocurrentes, como subrayar el perfil incestuoso de Herodes, y otras desde luego mucho más sobresalientes, de enorme carga visual, como esa última escena con Salome reprochando con desidia a un profeta sin cabeza, arrodillada sobre un inmaculado círculo de leche que desafía al imaginario sanguinoliento que asociamos con este cuadro.

Desplegando un lenguaje alegórico de proporciones casi minimalistas, Castellucci reiventa en imágenes un mito que se diría ya gastado, a fuerza de reducir su fuerza al tópico. En manos de Castellucci, Salome vuelve a ser una potente alegoría en torno a la pérdida de la inocencia y la necesidad de explorar nuevos límites. Salome aparece como una niña de pureza virginal antes incluso de que arranque la música. La luna ya marca entonces toda la dramaturgia y no deja de estar presente en cada escena. Son constantes también las referencias a la religión, más específicamente al cristianismo. No es tampoco casual, desde luego, la referencia a una cabeza de caballo precisamente en el escenario de la Felsenreitschule, la antigua escuela de equitación. Las propias paredes de la sala, horadadas a la montaña, parecen apropiarse de la representación, precisamente en la danza de los siete velos, que no es danza sino estatismo, con Salome convertida en piedra, literalmente petrificada.

Para su debut en Salzburgo Romeo Castellucci ha osado desafiar lo evidente, trasgredir las convenciones sin caer en la provocación. Muy al contrario, su propuesta se lanza sin red a un desafío intelectual, buscando reavivar una tensión perdida y actualizar con ello un mito que aún nos habla. El resultado es un trabajo inteligente, de una limpieza intelectual asombrosa, profundo y sugerente. El veredicto del público fue unánime: un éxito atronador.

En el rol titular, la lituana Asmik Grigorian -a quien vimos recientemente en el Liceu- canta con poderío aunque no sin tensión, poniendo de manifiesto los límites de su instrumento, sin duda robusto por su juventud aunque con sonidos a veces agrios y no tan desahogados como debiera en el agudo. Su actuación es en todo caso portentosa, clavando la concepción del personaje que habilita Castellucci con su propuesta. A su lado encontramos un espléndido Jochanaan en la voz de Gábor Bretz: rotundo, sonoro y sorprendentemente resuelto en el agudo para tratarse al fin y al cabo de una voz de bajo -cantará Sarastro en Bruselas, en septiembre, también con Castellucci-

En la parte de Herodes John Daszak demostró una vez más ser un excelente profesional, con una adecuación impecable a la dramaturgia de Castellucci y una intachable resolución vocal. Grata sorpresa a su lado también la Herodías de Anna Maria Chiuri, con un instrumento enorme y de sobresaliente proyección. Fantástico igualmente el lírico Narraboth de Julian Prégardien, de una fragilidad muy sugerente.

La versión musical encabezada por Franz Welser-Möst roza el brutalismo, no se sabe si por incapacidad para ahondar en una versión más voluptuosa y sutil, de un erotismo más refinado, al hilo del vaporoso trabajo que propone Castellucci, o si bien como decisión propia, planteando la batuta del austríaco un discurso sin contemplaciones, a menudo pasado de decibelios y donde la agresividad se sobrepone sin duda a la evocación. Los Wiener Philharmoniker son un ejército implacable, de sonido a veces demasiado brillante y metálico; esta orquesta es capaz de todo, siempre y cuando cuente con un jinete que la comande y refrene, como bien me apuntaba Andris Nelsons en una reciente entrevista. En este sentido, Welser-Möst pareció azuzar más que retener y el resultado fue una Salome grandiosa, casi triunfalista, sin apenas recovecos para la belleza y el misterio.