Gergiev 

Virtuosismo y desolación

Barcelona. 17/01/2016, 19:00 horas. Auditori, ibercamera. Lohengrin Preludio del Primer Acto, Richard Wagner. Sinfonía nº4 op. 54 “Poema del éxtasis”, Aleksandr Scriabin. Sinfonía nº6 en si menor, op. 74, “Patética”. Piotr I. Chaikovsky. Valery Gergiev (dirección). Münchner Philharmoniker. 

Tercera gran cita en este atractivo y apasionante inicio de la temporada musical barcelonesa 2016, después de las visitas de Gustavo Dudamel y la Simón Bolívar y la de Mitsuko Uchida y la Mahler Chamber Orchestra, ambas en el Palau de la Música Catalana. Valery Gergiev se presentó al frente de la Münchner Philharmoniker ahora en el Auditori. Había ganas de Gergiev, quien es asiduo a Barcelona, solo en el ciclo Ibercámara ha dirigido ya en 22 ocasiones, por escuchar un concierto de repertorio, exigente y muy atractivo. Por vez primera en Barcelona, el director ruso por antonomasia de nuestros días, dirigió la que es actualmente su orquesta, una histórica de las formaciones alemanas, que ha tenido a figuras de la batuta ya legendarias como Gustav Mahler, Sergiu Celebidache, o más recientemente Christian Thielemann o Lorin Maazel. Hablar de esta orquesta son palabras mayores, la calidad de sus secciones, perfección técnica y riqueza del sonido que consiguen extraer con sus interpretaciones hacían presagiar lo mejor, pero, Gergiev es famoso por su irregularidad. Un genio de la batuta en toda la extensión de la palabra, capaz de lo mejor, todavía en la memoria liceísta esa Iolanta de Chaikovski, debut de Anna Netrebko en el Liceu, en enero del 2013, cita enmarcada en los anales del nuevo Liceu, o de ofrecer lo peor…de nuevo en el Liceu un Tristan -marzo 2015- que se encuentra entre los blufs más recordados del teatro de las Ramblas. Es sabido del ritmo sin tregua y actividad sinfónica y operística de Gergiev, uno de los directores que más actúa a lo largo del mundo, de ahí que algunos achaquen ese espíritu errático en los resultados, del que no hay duda que es uno de los mejores directores de la actualidad. 

Por suerte, ya desde el elegíaco preludio del Lohengrin wagneriano, se pudo comprobar que esta vez, la música y la calidad de la formación ofrecieron lo mejor de si mismos. El ruso tiene en Wagner un compositor que frecuenta bastante y conoce a fondo, sirvió el preludio con transparencias en las cuerdas, elegancia en la respiración de la orquesta y un cierto aire de melancolía muy propio del carácter del antihéroe wagneriano, huyendo del preciosismo orquestal y sonido almibarado en el que se puede caer con los violines. Un Wagner transparente y maduro que dio paso a esa joya musical que es el Poema del éxtasis de Scriabin, un caramelo sonoro para cualquier formación sinfónica en la que el lucimiento tímbrico, control del sonido, y exuberancia orquestal brillaron en los poco más de veinte dos minutos que duró la obra. Desde el inicio Gergiev comandó la Münchner Philharmoniker, con su particular y reconocido gesto, con firmeza pero dejando fluir el sonido atmosférico y sinestésico de la espectacular obra de Scriabin, un cuadro orquestal multicolor que avasalla al espectador como una ola que estalla en sonido. Así la orquesta balanceó su virtuosismo desde el metal contundente y resplandeciente, Gergiev moldeó el sonido plegándose a la fantástica partitura desde los instrumentos de viento, y su colorista y cálido fraseo, desplegando los momentos impresionistas que recordaban a Ravel como ondas marinas, con la ayuda de una percusión exacta y deslumbrante, platillos, triángulo, casi se podría decir que la orquesta se recreó en su propio virtuosismo sonoro, el gesto de Gergiev era más imperceptible cuanto más espectacular era la interpretación, tal es el control técnico de la formación. Un final extático con el gesto de Gergiev suspendido en el aire como si cortara de cuajo la música cerró una interpretación solar y expansiva.

Hablar de Chaikovski y Valery Gergiev es hablar de la historia de la interpretación musical de un compositor que es uno de los de cabecera del maestro ruso y del que ha dejado sendas grabaciones históricas en su extensa discografía (con la orquesta de Kirov para DECCA 1998) y una segunda con la Wiener Philharmoniker (Phillips, 2005). Viendo que la ha grabado con más o menos de una década de distancia, no extrañaría que la volviera a grabar, esta vez con la Müncher pues la interpretación fue de referencia. Desde el lóbrego inicio con el fagot y las cuerdas, Gergiev. que es de esos directores que sopla cuando dirige, con un sonido más que perceptible para la audiencia, pareció querer transmitir todo el drama, esperanza, melancolía y pasión que contiene no ya esta sinfonía testamentaria sino toda la obra del compositor del Cascanueces. En el primer movimiento, la orquesta mostró el control que tiene de las dinámicas, muestra magistral en esa transición impecable y categórica del andante al allegro donde la música se desvanece para estallar con fuerza sin dejar tiempo de reacción al espectador que ve toda la fuerza dramática del mejor Chaikovsky, teatral y desgarrador. Esas trompetas casi apocalípticas, el protagonismo inusitado de los contrabajos…terribles y latentes, el sonido triste y resignado del clarinete de una excelsa Alexandra Gruber, mención de honor para la solista titular. Con el segundo movimiento Gergiev pareció reexumar el Chaikovsky más despreocupado y danzable, los pizzicatti, la melodía cantabile y rítmica que remitía a los ballets del maestro, la orquesta bailó en su momento más distendido para encauzar un tercer movimiento ígneo inolvidable. El Allegro molto vivace en sol mayor fue otro alarde de virtuosismo sonoro de la formación y de la visión musical de un Gergiev que condujo con una bravura implacable. El carácter marcial impuesto por la partitura fue encarnado por la orquesta sin solución de continuidad hasta llegar a la irresistible coda final del movimiento donde provocó el estallido en aplausos por parte del público, aplausos que casi se justificarían por la intensidad y catarsis acústica que se llegó a crear en el ambiente. Gergiev condujo con firmeza pero con una flexibilidad pasmosa el mejor sonido que parece se pueda extraer de la Münchner, para adentrarse en el último movimiento casi sin pausa, frenando de golpe el entusiasmo de los aplausos arrancados. El Adagio lamentoso se presentó de nuevo con una carga dramática sobrecogedora, el tema resignado y irreversible de las cuerdas empujado con desesperación con los metales, tubas, trombones, remarcando una respiración musical que se apaga y desvanece. De nuevo esos contrabajos implacables al final, la respiración de los violines y violas que se fueron apagando hasta conseguir dar forma sonora a lo imperceptible, Gergiev recogió sus brazos y el silencio dio la última nota. Momento de suspensión en el aire, la respiración contenida de toda la audiencia…y el horrible sonido de un bravo por parte de un impaciente que no pudo dejar degustar la tristeza infinita de ese final inolvidable.