• Foto: © Jean-Pierre Maurin
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La parábola de la poseída 

Lyon. 25/01/2016. Opèra de Lyon. Shostakovich: Lady Macbeth de Mtsensk. Ausrine Stundyte (Katerina Ismailova), Vladimir Ognovenko (Boris Timoféiévitch), John Daszak (Serguei), Peter Hoare (Zynovy) y otros. Dirección de escena: Dmitri Tcherniakov. Dirección musical: Kazushi Ono.

Esta producción de Dmitri Tchernikov presentada en la ENO de Londres y en Lyon es una reelaboración de la ya presentada previamente en Düsseldorf en 2008, en particular en lo que se refiere al segundo acto. El regista ruso explora la psique de la mujer, en un modo que conecta con lo visto más recientemente en su Lulu o en su Parsifal, aunque también en producciones anteriores, como los Diálogos de Carmelitas de Múnich. 

El espacio concebido por el propio Tcherniakov es de un realismo fingido, en dos partes, con una fábrica donde se ve a los obreros trabajando en torno al montacargas y a las secretarías detrás del ordenador, bajo una cruda luz de neones, “espacios abiertos” separados por cristaleras donde todo está a la vista y todos observan a todos. Y en mitad de todo, un espacio tapizado con alfombras rojas de estilo oriental, en cuyo interior está Katerina, vestida al modo tradicional ruso, como marginada, separada de los trabajadores que llevan ropas modernas, como un patrón lejano y frío en mitad de sus empleados, una mujer desesperada por el aburrimiento que le invada cuando se ve sola en su propio “nicho”.

Este aislamiento de la mujer, confinada y separada del mundo, es una imagen elocuente sobre la tesis principal de Tcherniakov: el contexto de la sociedad zarista, decadente y delicuescente, es la causa de las frustraciones, del tedio y de la soledad de Katerina. Para subrayar la situación, Tchernkiakov elimina voluntariamente los signos que pudieran delatar el contexto temporal: vemos una fábrica contemporánea, pero Katerina está fuera del tiempo, como fuera de la sociedad, lejos del amor, al margen de todo… El resultado es un enfrentamiento de extrema violencia, desde el primer encuentro con Serguei a la relación con Boris, un típico paterfamilias omnipotente. También hay más violencia que deseo en la lucha erótica entre los cuerpos, más desesperada que sensual. 

Es en el acto cuarto donde el trabajo de Tcherniakov resulta más virtuoso: se desarrolla en una estancia estrecha, como una versión sucia del “nicho” visto en los actos anteriores, y en la que Serguei, Katerina y Sonietka se enfrentan como en un huis-clos trágico, mientras el coro y los otros personajes parecen invisibles. No hay aquí ahogamiento: il climax nos muestra a Katerina asesinando a Sonietka y golpeada después hasta la muerte por los carceleros. Tcherniakov elude con este final la referencia al río, a la estepa rusa, a esos espacios rural, tan presentes en el libreto, mostrando su preferencia por un espacio más simbólico y mental que real, con movimientos casi ritualizados de una rara belleza, casi icónica (cuando Katerina limpia el cuerpo desnudo de Serguei recuerda a Kundry lavando los pies a Parsifal), resaltando así contrastes ciertamente sarcásticos. Parece un drama satírico de hecho la bella escena de la boda,  en la que ese nicho tapizado de alfombras ya no parece operativo, y cuando la pareja de Serguei y Katerina, de un blanco inmaculado, arroja a los operarios los ropajes que deben vestir para el enlace, como si todo fuese prefabricado para una comedia, una comedia de marionetas.

La elección radical de Tcherniakov no supone una infidelidad al libreto, sino una suprema fidelidad a las intenciones de Shostakovich, más interesado en realidad en el retrato de la mujer rusa que en el dibujo neorealista del estalinismo: el compositor quería hacer de hecho una trilogía en homenaje a la mujer soviética, querido mostrar con esta Lady Macbeth la condición de la mujer en tiempos zaristas. No en vano, el artículo de Stalin que fue fatal para el destino de la ópera, y publicado dos años después de su continuado éxito, atacaba más a la música que al libreto como tal.

Al margen de la producción, de un rigor apabullante, y de la arrebatadora precisión de la dirección de actores, lo que más encandila es la increíble armonía entre la escena y la dirección musical de Kazushi Ono: esta Lady Macbeth se cuenta sin duda entre los trabajos más acabados del director japonés. Kazushi Ono elige una aproximación muy personal, muy intimista, de una tensión creciente, casi implosiva. Y Tcherniakov usa los intervalos musicales para pantomimas que consiguen ilustrar las fuentes de Shostakovich de acuerdo con referencias a Wagner, a Mussorgsky, a Debussy, a Strauss, a los valses vienes, incluso a Puccini. El resultado es una música variada, abierta, diamantina, un mosaico chispeante de la música europea de finales del siglo XIX y principios del XX, en una visión cristalina y contenida, bien distinta de las interpretaciones más tradicionales, a menudo demasiado brillantes o marciales. Una obra maestra en la que tanto la orquestas como el coro de la Ópera de Lyon demuestran su actual excelencia. El coro en particular, dirigido por Philip White, exhibe un trabajo magistral no sólo en lo vocal sino también en su desempeño escénico, convirtiéndose en un personaje más, de una presencia sofocante en escena.

La representación cuenta con un equipo de voces muy notables. El veterano Vladimir Ognovenko, con una dicción perfecta, obviamente idiomática, y con una expresividad articulada palabra por palabra, compone un Boris de referencia, un personaje odioso, emblema de una sociedad que considera a la mujer como un objeto. Peter Hoare, tenor de carácter de alto nivel, impresiona con un Zinovy cobarde e insinuante, odioso incluso, con una dicción excelsa, perfecta antítesis del Serguei de John Daszak, mucho menos expresivo en su dicción, pero de voz potente, creíble en su faceta brutal y violenta que le lleva hasta el homicidio para acceder al poder y a la venganza social. Lo que más convence en su caso es el canto pretendidamente indiferente y frío, en perfecta confrontación con el canto carnoso y cálido de Katerina. Ausrine Stundyte es aquí una Katerina incandescente, sensual y desesperada, con una entrega total aunque al mismo tiempo menos histérica que en la regia de Bieito vista en Flandes. Su Katerina es un ardor intenso constante que se consume y termina ensangrentado, servido con una voz impresionante. Una encarnación prodigiosa.

Como sucede a menudo en espectáculos medidos al detalle, todos los demás papeles comprimarios se sostiene con gran solvencia: Michaela Salinger es una bellísima Sonietka y Claere Presland está impecable como Aksinya, aquí una secretaria víctima de acoso. Los personajes masculinos son todos ellos caricaturas perfectamente recreadas: el policía corrupto (Almas Svilpa), el pope vendido (Gennady Bezzubenkov) y sobretodo el excelente “idiota” de Jeff Martin que deja al descubierto el desenlace final, un personaje mussorgskiano que recuerda aquí ciertas siluetas de Marthaler.

Estamos en fin ante una grandísima producción, potente, justa, donde el teatro y la música se conjugan hasta el más mínimo detalle, en un trabajo de enorme fidelidad al espíritu de la obra. Un espectáculo perturbador que hace honor a la espléndida propuesta que ofrece actualmente la Ópera de Lyon.