Curiosidad satisfecha
La Deutsche Oper de Berlín recupera "Das Wunder der Heliane" de Korngold
Animado por el éxito de Die Tote Stadt (1920), el compositor Erich Wolfgagn Korngold depositó grandes expectativas en el estreno -siete años después- de su siguiente ópera, Das Wunder der Heliane (El milagro de Heliane). Sin embargo, lo cierto es que ni la crítica ni el público le granjearon idéntico éxito al vivido entonces. Al estreno en Hamburgo de Das Wunder der Heliane le siguieron más bien numerosas muestras de desaprobación, con la consiguiente frustración de Korngold, que veía en esta partitura su obra maestra de su repertorio hasta la fecha. La obra, a decir verdad, gozó de una popularidad muy recóndita, más allá de las abiertas muestras de aprecio que mostraron por ella figuras como la gran Lotte Lehmann. Y la realidad innegable es que la obra cayó en el olvido, lastrada además por el bando en contra de la música gestada por compositores de orígen judio, como el propio Korngold, que el nazismo puso en marcha bajo el epíteto de la Entartete Musik.
Y no fue casual esa sanción del nazismo, qué duda cabe, en la medida en que la obra de Korngold pone en escena el hacer de un régimen totalitario, un lustro antes de que el nazismo irrumpiera en la escena política europea, en una premonición ciertamente escalofriante. La obra, de argumento alegórico, en torno a las frustraciones libidinosas de un gobernante autoritario, pone en valor la figura de un joven extranjero que tiene la capacidad de extender la felicidad consigo y quien seduce a la sazón a Heliane, la esposa del gobernante, con la que éste es incapaz de consumar un afecto satisfactorio. El gobernante, al encontrarles juntos, ordena la muerte del joven y el enjuiciamiento de Heliane. Ésta, para probar su inocencia, deberá demostrar que es capaz de transfigurar el cadaver del joven extranjero.
Sea como fuere, y al margen del interés que puedan deparar -o no- todas estas alegóricas referencia que se entrecruzan en el argumento de Das Wunder der Heliane, lo más interesante de esta ópera reside en su música. Una música frustrada, todo hay que decirlo, que suena por momentos un tanto grandilocuente y pretenciosa. Se diría que la partitura de Korngold busca en todo momento la sublimación pero apenas la alcanza. Y la elevación que logra es tan premeditada, en ocasiones, que no termina de resolverse como verdadero efecto teatral. La orquestación es subyugante y el tejido melódico depara algunos momentos de enorme belleza, singularmente en los pasajes líricos, como por ejemplo en el primer dúo entre Heliane y el joven extranjero.
Marc Albrecth expuso la partitura con solidez y elegancia, logrando un sonido simpre compacto, firme y decidido. Su compenetración con la orquesta de la Deutsche Oper parecía evidente y su trabajo con los solistas fue también notable. Aunque no hubo detalles de genialidad, es indudable el oficio y buen hacer con que defendió la partitura, se diría que plenamente convencido de su valía.
La nueva producción firmada por Christof Loy por momentos no parecía ser de Christof Loy. Me explico: sí lo era por su recurrente estética, cuajada de hombres ataviados como ejecutivos, en un ambiente austero y elegante, una escenografía única -Johannes Leiacker- a modo de gran salón donde tiene lugar toda la acción. En un plano estético, pues, sí hay referencias al mundo habitual de Loy, pero su trabajo a un nivel dramático fue tan leve, tan literal, que apenas cabe comentarlo. Es cierto que la representación funciona y que la dirección de actores es adecuada, pero propiamente dicha no hay una dramaturgía que Loy disponga en escena, más allá de una correcta lectura del libreto -que no es poco, dicho sea de paso, visto lo alegórico del mismo y lo poco frecuentado que ha sido este título-.
En el rol titular, la soprano Sara Jakubiak -a la que recordábamos de una discreta Eva en los Meistersinger de Múnich con Petrenko- da todo lo que tiene, pero no tiene quizá demasiado que dar. No tiene una técnica demasiado resuelta en los extremos y su voz vive de un centro cómodo aunque poco seductor. Jakubiak, no obstante, se cree el personaje a pies juntillas y lo defiende de modo admirable de principio a fin de la función; hay que alabar en ella, dicho sea de paso, la valentía al exhibirse completamente desnuda en dos escenas, tal y como el libreto dispone.
En la parte del joven extranjero, Brian Jagde se descubre como un tenor que a buen seguro atraviesa su mejor momento: seguro, con una emisión firme y una técnica infalible, consiguió resolver la empinada tesitura de su parte sin aparente esfuerzo. Su voz es muy interesante, pues posee al mismo tiempo una buena dosis de empuje y una naturaleza flexible. Se diría una buena opción, a priori, para partes tan dispares como el Eneas de Les troyens, el Walther de Meistersinger o incluso un Lohengrin. Sin embargo su agenda está cuajada de representaciones de Tosca, Carmen, Turandot o Aida, como si fuese un spinto italiano de libro. Sea como fuere, una voz a seguir, con importantes compromisos en agenda para las próximas temporadas.
Intachable el resto del amplio reparto, destacando las voces graves de Josef Wagner en la parte del Gobernante, Derek Welton como el portero y Okka von der Damerau como la mensajera. En conjunto, con ellos, una representación valiosa que satisface la curiosidad de ver representado un título infrecuente en unas condiciones más que dignas y suficientes.