• Foto: Wilfried Hösl
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Cuando el tamaño sí importa

Múnich. 15/02/2016. Bayerische Staatsoper. Schönberg: Gurre-Lieder. Stephen Gould (Waldemar), Anne Schwanewilms (Tove), Okka von der Damerau (Waldtaube), Goran Juric (Bauer), Gerhard Siegel (Klaus-Narr), Klaus Maria Brandauer (Narrador). Coro y orquesta de la Bayerische Staatsoper. Dir. musical: Zubin Mehta

Manejar un gran tumulto y que se advierta en todo él un mínimo orden y concierto no es tarea fácil. La tremenda orquestación de los Gurre-Lieder de Schönberg, con casi tres centenares de intérpretes en escena, requiere de una batuta clarividente, con una idea nítida de la arquitectura del sonido demandada por la obra. Hay que reconocer que esa ha sido precisamente una de las virtudes de Zubin Mehta, a quien se podrá reprochar a estas alturas cierto conformismo, cierta falta de profundidad y hondura en algunas de sus interpretaciones, pero a quien nadie negará un aquilatado sentido de la espectacularidad, rara vez entendida como una vana concesión sino a menudo como un concepto personal, y de nuevo arquitectónico, de lo que significa hacer música y epatar con ello.

Zubin Mehta -que el próximo mes de abril cumplirá ochenta años- fue desde 1998 y hasta 2006 el director musical titular de la Bayerische Staatsoper de Múnich, donde precisamente en marzo va a cumplir uno de sus últimos y pocos sueños pendientes, dirigir Un ballo in maschera, la única gran obra del catálogo verdiano que le falta. Su visión de los Gurre-Lieder tuvo el acierto pues de levantar un monumento con firmeza, sin estridencias, encontrando el término medio entre la espectacularidad y el franco interés por hacer sonar una música cuajada de influjos, colorista, una suerte de prolongación de Tristan e Isolda en la que resuenan también ecos de Die Frau ohne Schatten y por la que se asoma ya El castillo de barbazul, todo ello sobre un tejido orquestal de continuos ecos mahlerianos. Los cuerpos estables de la Bayerische Staatsoper pueden con todo, visto lo visto en estos últimos años en su teatro, y no defraudaron lo más mínimo resolviendo con pasmosa facilidad una partitura que buen seguro supondría un largo calendario de ensayos a cualquier orquesta de nuestro país, poniendo al descubierto sus vergüenzas.

No tenía Stephen Gould el mejor de sus días en esta ocasión, menos desahogado en el agudo de lo que acostumbra. La parte de Waldemar es en su escritura vocal ciertamente tan extrema como un Tristan o un Siegfried, papeles que hemos visto resolver a Gould con suma facilidad. Aquí sin embargo, se las vio y se las deseó para acometer las notas más altas de su parte. En todo caso, por el color del material y por el heroísmo de sus acentos, fue un interprete idóneo para esta partitura, al margen de esa media docena de notas con las que tuvo que pelearse más de lo acostumbrado.

Con un instrumento cada vez más corto y apurado en los extremos, la Tove de Anne Schwanewilms se sostiene por un centro preciado y por un fraseo colorista, si bien almibarado en exceso. La interpretación más redonda de la velada estuvo a cargo de Okka von der Damerau, una joven mezzo forjada en el ensemble de la Ópera de Múnich, a quien hemos visto ya allí de hecho en múltiples papeles. El material es suntuoso, imponente, fácil y redondo; y ella lo maneja con genuina clase y verdadero empuje dramático. Completaban el plantel las voces de Goran Juric como Bauer y Gerhard Siegel como Klaus-Narr, impecables ambos en sus intervenciones. El actor Klaus Maria Brandauer, como narrador, remataba un plantel de muchos quilates pero que quedó levemente por debajo de lo que prometía sobre el papel.