Celeste Anna
29/09/18. Nueva York. Metropolitan Opera House. G. Verdi, Aida. Anna Netrebko, Anita Rachvelishvili, Aleksandrs Antonenko, Quinn Kelsey, Dmitry Belosselskiy, Ryan Speedo Green y otros. Orquesta y Coro de la Ópera del Metropolitan. Dir. de escena: Sonja Frisell. Dir. musical: Nicola Luisotti.
Tras su Tosca de la pasada temporada, Netrebko regresaba al MET y lo ha hecho vencedora, colosal, convenciendo sin paliativos con un personaje que pareciera haber sido creado para ella. Se trata ahora de Aida, un papel que estrenó en Salzburgo hace apenas unos meses y que ahora ofrece en segunda ronda a su incondicional público neoyorkino.
Su actuación demuestra que su fama como la primera soprano de la actualidad está plenamente justificada. Es una de esas cantantes a las que las grabaciones no le hacen completa justicia, comenzando por la incapacidad para capturar la belleza y complejidad de su color vocal: esa característica brillante oscuridad -el oxímoron se hace aquí totalmente necesario- que algunos han descrito con acierto como irisado y crepuscular. Nos encontramos ante una técnica soberbia, desde el impactante agudo a plena potencia a la capacidad de inundar el teatro con las más delicadas dinámicas verdianas. Pero, además, es capaz de construir un personaje complejo, dando total credibilidad a cada una de sus vertientes emocionales: orgullo, ansiedad, pasión y fragilidad. Es la suya una Aida que acaricia la perfección.
No estuvo sola en su triunfo, sino acompañada de un reparto con algunas voces de primerísima línea, prácticamente a su nivel, y también con alguna inexplicable falla en el cartel. La Amneris de Anita Rachvelishvili no solo funcionó como rival amorosa, sino también vocal. Su actuación tuvo muy poco que envidiar a Netrebko. Consiguió desatar esa pasión fiera que solo las grandes mezzos pueden lograr, un auténtico huracán de emoción capaz de superar a la orquesta al máximo, construido sobre control vocal impecable. Teatralmente, lejos de ser tan solo la mala de la película, activó multitud de resortes empáticos en el público. El tercer grande de la noche fue Quinn Kelsey como Amonasro, de voz cálida, bien timbrada y de enorme caudal, que hizo de su secundario un protagonista de pleno derecho. Su escena del tercer acto con Netrebko debería utilizarse para lecciones magistrales por técnica e intensidad dramática.
En el extremo contrario, como Radames, encontramos a Aleksandrs Antonenko quien, por no andarnos con rodeos, estuvo vocalmente catastrófico. Hay que reconocerle la potencia suficiente para llenar la sala, pero ahí se acaban las virtudes. Incapacidad para sostener las notas, ausencia de línea de canto y una emisión continuamente desafinada marcaron una dolorosa actuación por la que recogió una ronda unánime de abucheos del público, algo muy infrecuente para los cantantes en este teatro. Una reprimenda que, por cierto, deberían asumir los responsables de programación.
Luisotti al mando de la orquesta del MET apostó por una lectura flexible en tempi, a veces excesivamente retardada, colosal sin restricciones dada la calidad de los cantantes y, a la vez, fascinantemente refinada. El mejor ejemplo de su buen hacer lo encontramos en la marcha triunfal, tantas veces interpretada de modo chabacano, que combinó la grandeza del momento con inesperados fraseos en las segundas trompetas.
La producción cumple ahora 30 años y es, junto con las de La Bohème y Turandot de Zefirelli, uno de los tres pilares del clasicismo grandioso que caracterizó al Metropolitan a finales del siglo XX, y que hoy todavía siguen atrayendo autobuses llenos de turistas. La monumentalidad es innegable, pareciera expandir la caja escénica hasta albergar las colosales construcciones egipcias al completo, y el número de extras y hasta los animales que se despliegan para la marcha triunfal la certifican como espectáculo made in America. Dejando al margen los insalvables exteriores acartonados del tercer acto, es una producción que funciona según la calidad de los cantantes. Con un reparto mediocre se ve caduca y hasta cómica, y nutrida por un cartel de la extraordinaria calidad que pudimos disfrutar en esta ocasión, consigue rencarnar el espíritu triunfal de la mejor ópera del pasado.