La ópera
Madrid. 09/11/19. Teatro Real. Donizetti: L'elisir d'amore. Javier Camarena (Nemorino). Sabina Puértolas (Adina). Borja Quiza (Belcore). Adriana González (Giannetta). Coro Intermezzo. Orquesta sinfónica de Madrid. Damiano Michieletto, dirección escénica. Gianluca Capuano, dirección musical.
¿Qué es la ópera? ¿Qué prevalece en ella? Este es y será un debate que nos ocupe por el resto de nuestros días y de los días de aquellos que vengan detrás, afortunadamente. En el Teatro Real se está subiendo a escena estos días la reposición de su coproducción de L'elisir d'amore, firmada en lo escénico por Damiano Michieletto, que ya reseñé hace unos días en Platea, comentando el primer reparto de la misma (parte de ese texto lo recojo aquí, puesto que hay elementos que coinciden). Una función en una visión escénica actual, inteligente, ácida, poco amable, con un foso fuera de sí y unos cantantes que por lo general hacían lo posible, sin engaños, con sus instrumentos. Una noche sin magia. ¿Era eso la ópera? Sí... y no, puesto que era evidente que había algo que se escapaba a los artistas y al público.
En el campo o en la playa, L'elisir d'amore, desengáñense, no es una comedia. Es, en cualquier caso, un melodramma giocoso, que puede parecer que sí, pero no es lo mismo. Si nos vamos hacia adelante o hacia atrás, escucharemos ópera cómique donizettiana como La fille du régiment, o Rita, o la primera versión de la farsa de Viva la mamma, por ejemplo. Se ajustan todas a cánones jocosos más delineados, más puros, pero la fórmula del melodrama con tintes más alegres, más cándidos que cómicos, se ajusta mejor a L’elisir y es algo que ya utilizó Donizetti en otros títulos como L’ajo nell’imbarazzo, Olivo e Pasquale, o Il campanello. Y es que lo de Nemorino, quien bebe del filtro amoroso de Tristan und Isolde, es más bien un drama,. Quizá por ello, su momento más conocido, Una furtiva lagrima, que ha de ser una página ilusionante, esperanzadora, feliz (¡Camarena llega a reir en ella, qué maravilla!), se dote siempre de formas más bien nostálgicas y apesadumbradas.
Esta es una de las mayores creaciones de romanticismo bufo, aunque en realidad no hemos venido a reírnos, hemos venido a enamorarnos con la esperanza de no sufrir mucho por el camino. La consagración del amor platónico, de la idealización del ser amado, una vez más. Gracias a eso vive el Romanticismo, no nos olvidemos. Esa es la magia que esperamos en L’elisir. Donizetti dibuja emociones, personajes reales, sumergidos en esa candidez amable que supera o al menos toma una vía diferente a lo escuchado hasta ahora en las comedias rossinianas. Hay, además, cierta lucha de clases, en tanto en cuanto Nemorino, como proletariado, se refugia en esa cosa llamada amor, mientras que para los burgueses no deja de ser un entretenimiento, algo secundario (por cierto, no dejen de ir al cine a ver Parásitos, de Bong Joon-ho). A este retrato suma Romani en un simple trazo, unos personajes amables, delineados desde su nombre: Dulcamara proviene de una planta curativa del mismo nombre, formado por Dolce + Amaro en italiano (dulce y amargo), como tantas medicinas y Belcore es obvio que, en el fondo, tiene un buen corazón (Bello + Core).
La pareja de futuros enamorados comienza interactuando a través de Tristán e Isolda... y ahí ya debería estar todo dicho. El personaje de Adina, que tiende a estereotiparse por la comedia italiana y las serpinas varias, frivolizando su libertad, es llevada al presente en una mujer que es libre “dèi seguir l’usanza mia, ogni dì cambiar d’amante” y que no ha de rendir cuentas a nadie… y que finalmente cae enamorada, o algo parecido. No intuimos un amor de esos que nos venden como capaz de escalar montañas y atravesar hondos ríos… pero han acabado juntos. A veces en la levedad del amor esta su superviviencia. A su lado, Nemorino, que es el bonachón por excelencia de la lírica. En esta producción de Damiano Michieletto, digamos que se le pule esa capa de aparente inocencia y se le caricaturiza en un grado mayor, mostrando un muchacho torpe, infantiloide, con el que sus relaciones entre los demás personajes se ven redimensionadas. Aquí todo es un punto más ácido, sin perder la comicidad. El amor - y los chutes que vende Dulcamara - son cuestión de química. Por lo demás, es una producción fresca, chispeante, realmente colorida y cuidada, que hace por ir más allá, llevando la acción a una playa donde el horterismo campa a sus anchas.
Estos tres párrafos anteriores son trasladados aquí desde la crítica que enlazaba al principio y, sin embargo, parece como si ayer hubiese asistido a una función totalmente diferente, de verdadera ópera. ¿Qué había cambiado? Las voces reunidas. Sí amigos y amigas, al final, la ópera, por muchas vueltas que le demos, termina siempre reduciéndose a las voces. A ellas y a lo que las redondea: el pathos, la empatía. Con el personaje y con el público. Un juego de amor a tres bandas que sólo los grandes cantantes líricos consiguen transmitir, al dominar a placer su instrumento y, por ende, disfrutarlo. Una única función cantaba Javier Camarena y sí, lo ha vuelto a hacer. A bisado en el Teatro Real, gracias a todo esto que comento; pero en esta ocasión con una diferencia importante: es la primera vez en la que no intervienen unos malditos panfletos repartidos entre las butacas que, en anteriores ocasiones, sin poner en duda la valía de él mismo y otros cantantes, ensombrecieron la validez de los bises, con la connivencia del propio Teatro Real. El primer bis real del Real. Y es que Javier Camarena es la ópera, y lo es también más allá de su voz. Una voz luminosa, mórbida, que se hace única en el planteamiento, en las resoluciones técnicas que emplea, en los juegos de dinámicas, de messa di voce, en su proverbial fraseo. Su "Una furtiva lagrima" es una de las cosas más bellas (e inteligentes) que he escuchado en un teatro de ópera. Los silencios entre sus frases son de los más electrizantes que he sentido en el coliseo madrileño. A su instrumento privilegiado - tan privilegiado como la inteligencia y la sensibilidad de saber utilizarlo así - se une una comicidad maravillosa, en un Nemorino fresco, bonachón, cándido y divertido que levanta sonrisas y carcajadas, recuperando ese aire naive que Michieletto roba a la escena, pero que es puro Donizetti.
Y ojo, porque mucho se va a hablar de su bis, pero no se puede dejar de apuntar también a la exquisita, sensacional Adina de la soprano española Sabina Puértolas, quien con el toque punzante de su timbre, su saneada línea de canto y control técnico, su gracia natural y su trabajadísima apuesta teatral, dibuja un personaje del que enamorarse, perfecto para la protagonista de este Elisir. Su Prendi, per me sei libero fue largamente ovacionado. Sí, Puértolas también es la ópera. Obviamente todos los que hacen posible una función de ópera son la ópera, pero alcanzar ese grado de pathos, de afectividad y unión con el rol y con la partitura y llevarlo a su vez hasta el público, sólo está reservado a unos pocos y no a todas las noches... y eso hay que reconocerlo. La de anoche sí que fue mágica.
Junto a ellos, el Belcore de Borja Quiza, de comicidad estupendamente perfilada y de nuevo al servicio de la música con el instrumento que es consciente que posee, del mismo modo que Adrian Sâmpetrean como Dulcamara, del que quizá se podría esperar que se "liberase" (en forma de control) de la técnica para disfrutar y hacer disfrutar más de su voz. De Adriana González como Giannetta, vuelvo a insistir: Sus medios, aun en un papel tan "pequeño" (no hay rol pequeño, ya saben), se muestran privilegiados, conscientes, serenos, trabajados; además de contar con una vis cómica intachable y disfrutable.
Las mismas sensaciones con Gianluca Capuano, quien sustituye al previsto Stefano Montanari (sin que se de cuenta de ello en la web del Teatro Real), con una dirección con la que, quien escribe, no pudo conectar en ningún momento. Tintes historicistas en una aparente caprichosa elección de tiempos y dinámicas, de horroroso estruendo por momentos (con un coro también demasiado elevado) y cuestionables decisiones en tantos otros. La desconexión de este Elisir vino desde el foso (separado de la escena en ocasiones), con cierta sorpresa, cuando hace nada disfruté con su Barbiere di Siviglia en Palermo, aunque no tanto con su Cenerentola junto a Bartoli.