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Ejemplar

Madrid. 20-21/07/2020. Teatro Real. Verdi: La traviata. Lisette Oropesa/Ekaterina Bakanova, Ivan Magrì/Matthew Polenzani, Nicola Alaimo/Luis Cansino, Isaac Galán, Albert Casals, Stefano Palatchi, Sandra Ferrández, Marifé Nogales, Emmanuel Faraldo, Tomeu Bibiloni, Elier Muñoz, Carlos García. Leo Castaldi, dir. escena. Nicola Luisotti, dir. musical.

Cuando el Teatro Real hace las cosas bien es de justicia reconocérselo. Vaya desde aquí pues mí personal aplauso y homenaje a todo su equipo por haber puesto en pie esta treintena de funciones de La traviata, 'in questo popoloso deserto che appellano Madrid', en pleno mes de julio y con la pandemia amenazando con resurgir de brote en brote. El esfuerzo es encomiable y desde un punto de vista artístico difícilmente cabe aspirar a más, teniendo en cuenta las numerosas limitaciones que se han tenido que asumir.

Lo que no termino de entender, a partir de este ejemplar empeño, es cómo siguen cerrados el resto de teatros de España y de Europa. El Real ha demostrado que si se quiere, se puede. Nadie dijo que fuera fácil, pero lo que está claro es que nadie nos va a devolver la normalidad en los teatros salvo que la conquistemos nosotros mismos, a pulmón. Me consta que estas funciones en el Teatro Real han llegado a buen puerto por la cabezonería y empeño de Joan Matabosch, a quien todo el equipo del coliseo ha secundado con entrega y denuedo. El resultado es intachable, desde todo punto de vista. Estas funciones tienen un indudable halo histórico, que el paso del tiempo confirmará.

El Real se ha convertido en un lugar extraño pero seguro, marcado por los protocolos de seguridad sanitaria y el distanciamiento. Creo que el esfuerzo es módelico y marca el camino que debieran seguir todos los escenarios que quieran mantener su actividad mientras nos toque convivir con la pandemia del coronavirus. La disyuntiva no se plantea entre cerrar por completo o abrir como antes. Es hora de conquistar la nueva normalidad en los teatros y auditorios y nadie nos va a enseñar el camino; debemos recorrerlo nosotros.

 

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Recuerdo bien el impacto que la soprano Lisette Oropesa causó hace ahora exactamente dos años con su Lucia di Lammermoor en el Teatro Real, junto al tenor Javier Camarena. Por su naturalidad, por su magnetismo, por su aquilatada técnica, por la cercanía de su canto... Y todo ello ha vuelto a marcar su regreso a Madrid, encarnando una Violetta sumamente cercana, con la que es inevitable empatizar. Hay en el canto de Oropesa una rara mezcla de control y emoción. Confluyen en su hacer la naturalidad y la técnica, de un modo muy escogido, casi selecto. Oropesa es una cantante de palpalbe inteligencia, sabedora de sus medios, que administra y maneja de tal modo que parecen redoblar su potencial. Su material, de un agradable vibrato natural y con un color levemente oscuro, con un timbre apenas metálico -me recuerda a veces a Gheorghiu en sus inicios- logra fluir con distinguida naturalidad. Su primer acto fue un dechado de virtudes, coronando con un Mi bemol que no fue sino la guinda a una exhibición de recursos técnicos, a pesar de una leve fatiga en el último tramo del 'Sempre libera'. 

Ya en el segundo acto, Oropesa volvió a exhibir una prodigiosa capacidad para administrar sus medios, cantando a media voz el 'Dite alla giovine', poniendo los pelos de punta y creando un clima de sobresaliente teatralidad, como ya había sucedido en el primer acto con un magistral y escalofriante 'Ah, forse lui'. Su compostura y su dignidad, en diálogo con Germont; su desesperación más tarde al reencontrarse con Alfredo; y finalmente su desgarro al encarar la muerte en el tercer acto. Todo eso fue reflejando la voz de Oropesa con asombrosa facilidad y con una verdad palpable. Hubo incluso instantes en los que su voz parecía doblar su caudal, como en ese arrojado 'Amami Alfredo quant´io t´amo', con el foso a todo gas. Como remate, una memorable ejecución de 'Addio del passato', corononando la página con un La agudo que reguló a placer, en 'Or tutto finì!'. En fin, y en suma, una Violetta de antología. 

A su lado Nicola Alaimo fue un Germont de legato impecable, con suma nobleza y dignidad en los acentos. Lo suyo fue parola scenica en sentido estricto, teatro desde la expresión, yendo más allá de la mera búsqueda de un sonido epatante. No hay atisbo de superficialidad en su enfoque, que recuerda inevitablemente al de generaciones pasadas de barítonos italianos de genuina estirpe. Ivan Magrì fue un Alfredo impetuoso y apasionado, de voz liberada y brillante; encarnó más al amante apasionado y voluble que al joven seductor. 

Respecto al resto del elenco, sinceramente, no cabe más que aplaudir a todos y cada uno de ellos: Sandra Ferrández como Flora, Isaac Galán como Douphol, Albert Casals como Gastone, Marifé Nogales como Annina, Tomeu Bibiloni como Obigny, Stefano Palatchi como Grenvil, Emmanuel Faraldo como Giuseppe, Elier Muñoz como mensajero y Carlos García como criado. No sería justo ponderar a ninguno sobre los demás. Comprimarios españoles, casi todos ellos, dignos de un aplauso conjunto. Y es que cuando se quiere, se puede. O más bien, cuando no queda otra, se asume que se puede. De la necesidad, virtud. No conviene caer en el chovinismo provinciano, porque 'los de aquí' acaban siendo 'los de allí' cuando un teatro a miles de kilómetros les contrata. Pero ciertamente, a menudo clama al cielo constatar cómo las agencias -con la connivencia de directores artísticos de todo signo y condición, todo sea dicho- hacen y deshacen repartos a su antojo, para colocar a sus artistas como moneda de cambio. Algún día habrá que abrir este melón... pero ya les aseguro que no va a salir dulce.

Todo el equipo artístico de estas funciones se ha visto obligado a trabajar en unas condiciones realmente difíciles. No parece sencillo aproximarse a este oficio con tantas precauciones, guardando siempre las distancias marcadas en el escenario por una retícula cuadriculada que forzaba siempre a romper el drama cuando íba a precipitarse, siguiendo el texto del libreto. Llenar ese vacío fue la agridulce tarea de Leo Castaldi, responsable de componer esta propuesta escénica, a medio camino entre una versión en concierto y un semi-stage al uso. Imagino que es complicado hacer más con menos.  

El maestro Nicola Luisotti firmó en el foso una versión sumamente estimable, haciendo gala de una musicalidad genuina, mostrándose buen conocedor del drama verdiano en su pathos, aunque con algunas elecciones un tanto controvertidas en cuanto a tiempos y dinámicas. Imagino que es complicado trabajar durante casi treinta noches seguidas con voces tan distintas como las que integran los cuatro -casi cinco- repartos que ha presentado el Real en esta Traviata. De ahí, supongo, que no se viera el mismo entendimiento entre Luisotti y todas las voces, siendo palpalbe de qué modo sus elecciones lastraban a algunas más que a otras. Sea como fuera, lo más atinado de Luisotti fue su afán por trascender esa pátina de superficial popularidad que a menudo se ha asociado a La traviata, por su inspiración melódica y lo afortunado de muchas de sus páginas, como el consabido brindis. Luisotti pone el acento en la tragedia que se desarrolla sobre las tablas y desde el foso contribuyó a llenar ese vacío que los espectadores podían advertir en el escenario, dadas las circunstancias ya mencionadas que han marcado estas funciones. Luisotti tuvo muchos detalles de buen gusto, algunos de ellos más caprichosos, pero sin duda eficaces en su empeño por narrar el drama desde la orquesta, con una atinada mezcla de lirismo, vigor y elegancia, logrando lo mejor de la Orquesta y Coro titulares del teatro.

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Al día siguiente tuve también ocasión de escuchar la función de La traviata protagonizada por Ekaterina Bakanova, Matthew Polenzani y Luis Cansino. Recuerdo bien la impresión que me causó esta joven soprano rusa hace ya tres años, en 2017, cuando le pude escuchar este mismo papel en el Covent Garden de Londres. La voz, desde entonces, ha ganado en cuerpo y consistencia, lo que predispone a la intérprete para manejar con soltura y verdadera intensidad dramática el segundo acto, donde sonó sin duda mucho más desahogada que en el primero, donde tuvo alguna dificultad para concluir con suficiencia su esperada escena. En todo caso, es una intérprete arrojada e intensa, con genuino pulso dramático, como quedó bien patente en un tercer acto desgarrador, no todo lo belcantista que uno quisiera, pero sin duda auténtico, vivido a flor de piel.

A su lado me sorprendió para bien la labor de Matthew Polenzani. Reconozco que su timbre no me resulta demasiado atractivo, pero la voz se proyecta con facilidad y la regula su instrumento a placer. A pesar de algunas inflexiones un tanto caprichosas, recogiendo la voz en exceso aquí y allá, planteó un Alfredo elegante, un punto acaramelado, fresco pero vibrante, con los matices suficientes para no conformarse con un retrato demasiado superficial de este personaje. De la intervención de Luis Cansino como Germont es forzoso poner en valor su oficio y su nobleza, con una voz pastosa y extensa que corría amplia y cómoda en el Real. Fraseó siempre con su consabida elegancia y demostró, una vez más, que no haría falta traer a colegas de otras latitudes tan a menudo, cuando aquí tenemos a intérpretes de tanta valía.

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Fotos: © Javier del Real