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La ópera vasca

El vals de Amaya. Regionalismo, ópera vasca y música española (1879-1920), de Asier Odriozola Otamendi. Servicio editorial de la Universidad del País Vasco.

Cualquier reunión de melómanos vascos que se pueda hacer ahora en torno a una mesa, una buena comida y bebida, de esas que a mí tanto me gusta hacer, puede terminar debatiendo sobre las cuestiones fundamentales que este libro, versión adaptada de la tesis doctoral del autor, recoge y que podrían resumirse en tres preguntas claves: ¿qué es la ópera vasca?, ¿qué importancia ha tenido y tiene la evolución política del País Vasco en la música clásica y en la ópera? ¿qué tipo de relación ha existido y existe entre las ópera vasca y española?

Porque vamos a partir de una premisa: la ópera vasca existe. Convendremos en que el patrimonio lírico vasco es exiguo pero existir, existe. Lo que ocurre es que aquí entramos de inmediato en tratar de responder a la primera pregunta: ¿qué es la ópera vasca? ¿Lo es únicamente la ópera hecha en euskara o también habría de considerarse vasca, la ópera realizada por compositores vascos en castellano o francés, lenguas también existentes y que son oficiales en algunas zonas del País Vasco? De hecho, el primer problema que nos asiste siempre al hablar de esto es delimitar el concepto País Vasco, para el que hoy ciudadanos de a pie darían hasta tres respuestas distintas y todas ellas perfectamente justificables. Un servidor va a tratar este concepto desde el punto de vista cultural-lingüístico, es decir, la tierra vasca es aquella en la que el euskera tiene una presencia relevante o suficiente en la actualidad.

El autor del libro que nos ocupa, apuesta por la ópera realizada en euskera, una lengua –no lo hemos de obviar- que no fue normalizada hasta bien entrado el siglo XX ya que su estandarización académica no se realizó hasta 1968, con el nacimiento del euskara batua o euskara académico. Es decir, que hablamos de una época, la que recoge el libro, en la que se creaba ópera en una lengua minorizada y que además no estaba siquiera reglada. Y si nadie pondrá en cuestión que Txanton Piperri o Zigor, por poner dos ejemplos, son óperas vascas, uno no puede dejar de preguntarse si no lo son las obras de otros compositores que en cualquier otro momento histórico pudieron hacer óperas ya en castellano (Pablo Sorozabal) ya en francés (Maurice Ravel).

Hoy en día el euskera sigue siendo motivo de debate político y pareciera que ser vascoparlante es, incluso hoy en día, una apuesta política. Y en la transición del siglo XIX al XX ocurría algo similar. Cuando el 1 de julio de 1876 quedan por ley abolidos los fueros vascos, se abre un momento histórico en el que hay que reelaborar la relación entre vascos y españoles. Esta se tratará de cerrar con el Estatuto de Autonomía otorgado en 1936 en plena guerra civil y, más tarde, con el nuevo estatuto, llamado de Gernika, en 1979, y aún hoy vigente, sin que ello supusiera la desaparición del llamado “conflicto vasco” y que, aun hoy en día, supura.

En torno a la reivindicación de los fueros y la figura simbólica de José María de Iparragirre y su Gernikako Arbola, el final del siglo XIX fue convulso y sin poner en cuestión la unidad de España, los fueristas vascos reivindicaban la peculiaridad de la cultura y el idioma vascos. Y lo hizo también a través de la ópera aunque la inmensa mayoría de los títulos propuestos fueran flores de pocos días. Interesantes los primeros capítulos donde pueden leerse reseñas de los antiguos Juegos Florales Euskaros, fiestas de reivindicación de la cultura vasca y que podían incluir vivas a España en las intervenciones de las autoridades políticas, sin que ello provocara alboroto alguno. Por cierto, y para que seamos conscientes de lo circular que es la historia de este pueblo, no hará un mes se ha presentado una iniciativa “popular” para reivindicar que el Gernikako Arbola, el himno fuerista por antonomasia y compuesto por el bardo arriba mencionado, sea el nuevo himno de la Comunidad Autonómica Vasca en sustitución del Gora ta Gora, himno que goza de un escaso fervor –y conocimiento- popular. Siglo y medio después seguimos en las mismas.

Asier Odriozola repasa los numerosos estrenos –entiéndase el concepto numerosos desde la perspectiva de las dimensiones del País Vasco- operísticos en euskera con obras que hoy están enterradas en cajones lúgubres y que, algunas de ellas, no han sido interpretadas prácticamente desde su estreno. Sin embargo, es interesante comprobar cómo la ópera fue vehículo para la expansión de la cultura vasca y que no estaría de más hacer un esfuerzo desde nuestra privilegiada situación actual para recuperar estas obras, siquiera a efectos de inventario.

Antes lo vasco fue, como elemento exótico, tratado sobre todo en Francia como excusa para desarrollar obras del estilo de La navarraise, de Jules Massenet y otras. Y es que este pueblo de lengua ignota y escondido entre montañas, según rezaban los tópicos más habituales, era tan exótico como para un parisino medio podrían serlo el de Ceilán o Turquía.

Me ha resultado especialmente interesante el capítulo dedicado a la convivencia entre lo vasco y lo español dentro del mundo cultural e, incluso, dentro de la producción operística de un solo compositor. Paradigmático es el caso de José María de Usandizaga, autor de Mendi-mendiyan, ópera estrictamente vasca por temática y lengua que, más tarde, es capaz de componer Las golondrinas, obra con la que se aleja de cualquier punto de vasquidad y crea, en consecuencia, una gran zozobra entre los que le consideraban la gran esperanza para la música clásica vasca. Y tenemos que volver a reflexionar sobre qué es y qué no es ópera vasca.

No resulta sorprendente, que en la época que aborda el libro existiera –como existe hoy en día a otros niveles- una importante y sólida relación entre los mundos operísticos catalán y vasco. Así, Mirentxu, de Jesús Guridi o antes la ya mencionada Mendi-mendiyan fueron escenificadas en el Gran Teatre del Liceu, donde fueron recibidas con enorme éxito popular y fervor solidario. También adquirían relevancia los viajes de instituciones tan importantes como el Orfeón Donostiarra a tierras catalanas y la asunción de temas propios de la cultura catalana en su repertorio.

Finalmente, y dando título al libro, hay que mencionar la trascendencia en la historia de la ópera vasca de Amaya, de Jesús Guridi, quizás la ópera más importante nunca compuesta. Amaya, considerada en su momento el Parsifal vasco, aborda dos cuestiones claves en la historia política vasca de finales del XIX y principios del XX: la relevancia de la leyenda y la tradición y, por otro lado, la significación de la religión.

El movimiento fuerista fue sinceramente católico y frente al liberalismo que se abría paso a trancas y barrancas en una España atrasada en lo ideológico, el fuerista vasco defendía como propias su lengua, su historia y su religión. Es decir, el movimiento fuerista era profundamente conservador, nunca puso en solfa la unidad de la patria española y apostaba por un idílico País Vasco en el que la religión católica, apostólica y romana armonizara junto al euskara la vida de todos sus habitantes.

Amaya también bebía de la influencia wagneriana, entendiéndose esta como aquella corriente defensora del uso de las leyendas propias para reivindicar la peculiaridad de su cultura. El uso que Wagner hace de las leyendas nórdicas y de la literatura medieval le permite entender y, por ello, construir de forma libre una saga de cuatro óperas, Der Ring des Nibelungen, que se convierte para los germanos en un elemento de autoafirmación. Existía una corriente intelectual que defendía que los compositores vascos podrían inspirarse en una obra de tal trascendencia como para imitar su espíritu y poder hacer legítimo uso de la historia –real o ficticia- vasca para poder reafirmarse como pueblo singular.

Amaya se representó en Madrid y Barcelona y mientras para algunos vascos era un elemento de identificación en Madrid se la veía como la aportación regional de un compositor periférico y prometedor a la vasta cultura española. Y es que el último elemento que aborda este libro es el de la –traumática- relación entre la cultura vasca y el concepto España, trauma que hoy en día estamos lejos de solventar.

El libro termina su andadura histórica en 1920 y quedan por delante años que harán que esta situación cambien cíclicamente de forma abrupta. La II República supondrá un nuevo momento álgido de creación de lo vasco para luego, con la Guerra Civil y la dictadura franquista, desaparecer de forma radical cualquier manifestación no españolizante de la cultura vasca, hasta límites ridículos. Durante la dictadura surgirá, además, otra visión del nacionalismo vasco, combinado con el marxismo y las teorías revolucionarias propias de las décadas de los 50 y 60 en distintas partes del mundo, hasta llegar a la situación de hoy en día.

El libro es denso y tiene la peculiaridad de aportar muchos textos originales en francés, catalán o euskara que no están traducidos y que para muchos lectores pueden suponer un pequeño problema. Da información de muchas óperas que, así lo reconozco, desconocía de su misma existencia y que, por supuesto, no han sido representadas desde hace décadas y no parece que vayan a serlo a corto o medio plazo.

Este libro puede suponer un simbólico empujón para que la melomanía vasca exija a quien corresponde el que se haga un esfuerzo por recobrar nuestro exiguo patrimonio lírico. Representar y/o grabar los títulos aquí mencionados es cuestión clave para dejar a las generaciones futuras un pequeño punto de apoyo para que estas obras no desaparezcan. De hecho, que en los tres últimos años se hayan publicado las grabaciones discográficas de Maitena, de Charles Colin, Lide ta Ixidor, de Santos Intxausti o –de inmediata aparición-, Mirentxu, de Jesús Guridi es un esfuerzo tan loable y aplaudible como necesario. El problema es que queda demasiado por hacer.