pan y toros zarzuela javier del real 1© Javier del Real.

La cabeza de Goya

Madrid. 08/10/22. Teatro de la Zarzuela. Barbieri: Pan y toros. Carol García (La princesa de Luzán). Yolanda Auyanet (Doña Pepita). Borja Quiza (Peñaranda). Enrique Viana (Abate Ciruela). Pedro Mari Sánchez (Corregidor). Gerardo Bullón (Goya). Milagros Martín (La Tirana). Carlos Daza (Pepe-Hillo). Paglo Gálvez (Romero). José Manuel Díaz (Costillares), entre otros. Coro del Teatro de la Zarzuela. Orquesta de la Comunidad de Madrid. Juan Echanove, dirección de escena. Guillermo García Calvo, dirección musical.

En la cabeza de Goya, cabe todo y de todo cabe. Tanto era su imaginario y maestría, que ha servido hasta para dar nombre a los mayores premios cinematográficos de nuestro país. Dos de esos cabezones - como cariñosamente se les llama - han ido a parar a manos del actor Juan Echanove por su actuación de reparto en Divinas Palabras y su protagonista de Madregilda. Le recordamos para bien, al menos quien firma, por aquel Bajarse al moro, Los años bárbaros o La hora bruja... y por series como, sí, lo voy a decir, aquellas Chicas de hoy en día que se buscaban la vida en el Madrid de principios de los noventa, con Julieta Serrano, Florinda Chico, Marisa Paredes o María Luisa Ponte entre sus secundarios de lujo.

De aquel Madrid noventero, que reflejaba los mismos problemas que los que hoy vivimos en esta ciudad de falsos ideales, Echanove debuta como director escénico en la zarzuela - y en la lírica -, dibujando precisamente las vicisitudes de la Villa y Corte de finales del XVIII. Lo hace con uno de los grandes del género como es Barbieri y uno de sus títulos más apreciados: Pan y toros. Sin duda, un título complejo para una primera vez, con una de esas tramas enrevesadas con complots y traiciones que tanto gustaban al compositor... pero también con mucho texto (aquí recortado en algunos puntos), sobre el que Echanove ha podido focalizar, sin duda, su trabajo. No han sido pocos los profesionales que, centrando su carrera en el mundo del cine y la televisión, han probado suerte en la dirección escénica de la ópera o la zarzuela. No es una tarea fácil y, al final, quien ha alcanzado el reconocimiento ha sido porque, una de dos, ha trasladado su universo propio - como viene a suceder con los directores: Michael Haneke, Woody Allen, Anthony Minghella...  -, o ha sabido adaptarse y ser flexible en un terreno desconocido, como suele ser el caso de las actrices y actores: Johannes Schaff, Fiona Shaw, John Turturro... y como, parece, ha sido el caso de este Pan y toros.

Aprecio un excelente trabajo en el decir, en la declamación, en la acentuación y curva de cada frase... en la actuación individual. La gestualidad de Doña Pepita o la interacción de los ciegos, por ejemplo, son grandes aciertos. Hay, además, un movimiento de masas realizado con mano maestra, sobre todo ante el gran número de artistas que llega a pisar el escenario a la vez. Ayudado por las posiciones clásicas frente a la corbata y la escenografía giratoria y en varias alturas de Ana Garay. Es ahí, donde creo que reside la mayor destreza de Echanove: saberse apoyar y guiar, tanto por el elenco de cantantes ya veteranos, como en la sabiduría de la escenógrafa y figurinista. Se intuye así un trabajo preciso - y precioso - de Garay, que fluye diverso, llamativo, atractivo, a lo largo de toda la obra. Le da vida, le da narrativa, espacio y tiempo, consiguiendo que la intrincada trama pueda seguirse. Hay momentos que quedan algo deshilvanados, como cuadro del comienzo del segundo acto, la transición al tercero o, por entrar en detalle, el movimiento de Doña Pepita en la última escena. El total, no obstante, es un rico imaginario surgido de la cabeza de Goya, que ya les decía que da para mucho, jugando con ese tenebrismo y lo grotesco de sus Disparates y Caprichos, y que tan bien retrotrae también a Valle Inclán y sus Divinas Palabras (imposible no recordar al bueno de Antón García Abril, esperando que su ópera homónima se recupere, por fin, algún día).

A destacar el impacto visual de la primera escena, con orgánico movimiento escénico y el cuerpo de baile (con el que no siempre conecté, quizá por su actividad constante). Estén ahí o no, veo rápidamente el Duelo a garrotazos, el Vuelo de brujas, el Aquelarre o el capirote para el que No hubo remedio... ¡Qué fantasía! ¡Qué acierto! ¡Qué pena que no se haya podido organizar nada con el Museo del Prado a propósito de estas funciones! Todo el primer acto, además, se ve enriquecido por la videoescena de Álvaro Luna y Elvira Ruiz Zurita, trabajada con mimo (y bien de Ken Burns) sobre los grabados de Goya. El efecto es maravilloso, aunque se va diluyendo a medida que avanza la obra y termina por caer en los recursos que siempre fallan: introducir el nombre de lo que muestra y grabar a los propios cantantes y actores.

Tenía mucha curiosidad por ver cómo se desenvolvía el arte de Carol García en el papel de Princesa de Luján. Hasta ahora y dado que la obra lleva sin subirse al escenario de la Zarzuela más de 20 años, sólo había podido disfrutar de los cortes grabados por Ana María Iriarte (un abrazo enorme para ella desde aquí, quien bien merecería un sentido homenaje en el Teatro. Como Mary Carmen Ramírez, como Isabel Penagos...), de voz bien diferente a la catalana. ¡Qué absoluta gozada! ¡Qué belleza de timbre! En una voz que se adapta como un guante al personaje y que encuentra su punto álgido tanto en la romanza del escapulario como en el extraordinario dúo de confrontación con Doña Pepita. Si una cosa han sabido hacer los hombres durante siglos, es enfrentar a las mujeres. Tras escuchar el magnífico dúo entre Anna Bolena y Giovanna Seymour en València y antes de escuchar el de Aida y Amneris en el Teatro Real, este creado por Barbieri resulta el punto medio perfecto entre Donizetti (con reminiscencias también a la Elisabetta y la Matilde rossinianas) y Verdi.

Por su parte, Doña Pepita supone un lujo vocal de la mano de la soprano canaria Yolanda Auyanet, quien está excelsa en el papel de mala. Detalladísima en lo actoral, afronta la parte, quizá un punto más ligera de los roles que ella canta en estos momentos, como Norma o la Elisabetta de Roberto Devereux, abordando los sobreagudos y coloraturas que se le demandan, exigentísimos, con pericia y habilidad. El Peñaranda de Borja Quiza vuelve a ser otro acierto, aquí más cómodo que en el Lamparilla del barberiano Barberillo , de igual manera que el Goya de Gerardo Bullón, una de las voces más nobles que se han escuchado en las últimas generaciones de barítonos españoles, y el Corregidor de Pedro Mari Sánchez resulta todo un descubrimiento, de gran implicación, a pesar de ser su primera vez en estos lares. No se gana un cantante, pero se gana un gran actor, de una seguridad en el decir para quitarse el sombrero.

Completan el elenco principal dos actores y cantantes de impoluta trayectoria: Milagros Martín repitiendo como la Tirana, 21 años después y volviendo a brillar en sus versos, y Enrique Viana como el Abate Ciruela, un personaje que, prácticamente, no para de cantar en toda la obra. A Viana habría que darle un teatro, para él, para que hiciese lo que le diese la gana y llevase a quien quisiera. Su profesionalidad y sabiduría escénica es infinita y eso le ayuda a sacar adelante un papel que lo requiere todo. Carlos Daza mostraba buenas formas y voz como Pepe-Hillo en su debut en la Zarzuela (¡tantas voces por debutar aún en este teatro! Especialmente catalanas... ¡Maribel Ortega la temporada pasada!), secundado por unos cumplidores y bien resueltos Costillares de José Manuel Díaz y Romero de Pablo Gálvez.

Desde el foso, Guillermo García Calvo mostraba una batuta cuyo magisterio se expande con este, su primer Barbieri. Acostumbrados a escucharle en la calle Jovellanos con recuperaciones embebidas de wagnerianismo o en la multiplicidad de ritmos y colores de Sorozábal, García Calvo desplegó una lectura de amplio espectro sonoro, de abrazador lirismo, con cotas maravillosas como el Preludio al segundo acto, el paso al tercero, la romanza del escapulario o la introducción y acompañamiento en el mencionado dúo para mezzo y soprano. Cabe esperar, no obstante, una mayor delicadeza en algunos atriles de la ORCAM, que sigue mejorando, aunque aún quede camino por recorrer. Excelente, soberbio el Coro del Teatro de la Zarzuela, una vez más, así como la Rondalla Lírica de Madrid "Manuel Gil".

Este Madrid de Barbieri apunta, como es costumbre en él, a nuestras carencias y contradicciones, que no son pocas. Un Madrid y una España que, afortunadamente, va cambiando, aunque no tanto como debiera. Había más plazas de toros que esculturas de Calderón y Lope, viene a decir en un momento el libreto de José Picón. Poco más de una década después del estreno, Calderón tendría la suya. Lope tendría que esperar, aunque no mucho más, al cambio de siglo... y que desaparezcan esos lugares abominables de tortura animal es cuestión de tiempo. Curioso, por cierto, que estos dos padres de la zarzuela barroca acabaran profesando el sacerdocio, hacia donde también disparan Barbieri y Picón, asegurando que en la Corte hay más iglesias que hogares. Parece poco probable, quiero pensar, que hoy en día alguien se escandalice por sorprender a quien sea "en un lupanar nefando". Habría que comenzar por saber qué es eso del pecado nefando, por dónde queda el lupanar y si tiene gentilicio (permítanme la broma). En cualquier caso, queda de Pan y toros, precisamente, eso, lo que más preocupa, el pan, los toros como entretenimiento ante la debacle, que suele tapar o ser conducida por una pantalla. No tanto, casi nunca ya, por un escenario.