Un pálido arranque

Barcelona. 27/09/2023. Gran Teatre del Liceu. Chaikovski: Eugene Onegin. Audun Iversen (Eugene Onegin). Svetlana Aksenova (Tatiana). Alexey Neklyudov (Vladimir Lenski). Victoria Karkacheva (Olga). Sam Carl (Príncipe Gremin/Zaretsky). Mikeldi Atxalandabaso (Monsieur Triquet). Josep Ramón Olivé (Capitán). Liliana Nikiteanu (Larina). Elena Zilio (Filipievna). Christof Loy, dirección de escena. Josep Pons, dirección musical. 

El Gran Teatre del Liceu ha abierto su temporada 23/24 recuperando un espectáculo que se vio truncado en 2020 por la pandemia y volviendo a poner en escena un título que estaba ausente desde hace dos décadas y media. Me refiero a la nueva produccion de Eugene Onegin firmada por Christof Loy, que vio la luz finalmente en Oslo y que llega ahora a Barcelona, a la espera de que recale también en Madrid, pues el Teatro Real está asimismo comprometido en la producción. 

Christof Loy es un director implicado, teatral y elegante en sus formas. Su código visual, su plástica, se mueve casi siempre en el mismo dentro del mismo Pantone, por decirlo de alguna manera: colores pastel, blancos, negros… Limpieza en la escenografía (aquí de Raimond Orfeo Voigt) y magnífica sencillez en la iluminación (aquí de Olaf Winter). El suyo es un estilo reconocible y disfrutable. De entre sus últimos trabajos otorgo gran valor a su genial Rusalka y a su poética Arabella, por ejemplo. Este Onegin, en cambio -su segunda tentativa con la pieza, tras una primera en Bruselas en 2001-, me pareció algo plano, pálido y falto de relieve, marcado además por cierta sensación de déjà vu.

Como Víctor García de Gomar explica en el programa de mano, Loy ha condcebido su propuesta como una suerte de díptico sobre la soledad, dividido en dos partes: Solitude y Loneliness: "La primera mitad cuenta la historia desde el punto de vista de Tatiana, una soledad traicionada, mientras que la segunda narra la trama como una secuencia continuada, como en un sueño. Una texturada propuesta en la que se alternan la realidad y los acontecimientos procesados por Onegin, donde se hace hincapié en su soledad involuntaria y la influencia destructiva en su propia vida y las personas que le rodean". Una vez más, el papel lo aguanta todo, permítanme la broma. Y es que, qué sólida suena esta dramaturgia y qué pálidamente se vio todo eso en el escenario. Hay, qué duda cabe, aspiración poética, hay pequeños detalles aquí y allá… porque Loy es un gran director, pero el espectáculo en su conjunto no levanta el vuelo.

Me consta, por otro lado, que Christof Loy es especialmente puntilloso con los repartos vocales que se disponen en sus producciones, hasta el punto de exigir contar con tal o cual cantante, según considere que se adecúa más o menos a su idea de cada personaje. En este caso, se ha mantenido la misma pareja protagonista (Iversen y Aksenova) que estrenó esta producción en Oslo en 2022. No quisiera terminar esta valoración escénica sin mencionar al fantástico conjunto de bailarines, aquí con coreografía de Andreas Heise.
 

En el apartado vocal, el Onegin de Audun Iversen sonó algo más rudo de la cuenta, si bien esto es algo que conecta con la visión del personaje dispuesta por Loy, que hace de él una suerte de primitivo Mandryka, en conexión con la ya mencionada Arabella. Iversen se reivindicó no obstante con un poderoso final, de indudable entrega escénica y vocal. El instrumento es poderoso y sonoro, pero eché de menos una mayor nobleza en los acentos.

No me convenció en absoluto la Tatiana de Svetlana Aksenova. Intérprete poco carismática, a su instrumento le faltan amplitud, redondez y punta para resolver una parte tan exigente como la de Tatiana. A menudo se confunde este rol con el de una enamoradiza jovencita, un tanto mustia; nada más lejos de la realidad, es un arquetipo romántico de enorme fuerza y carga dramática. Siempre recuerdo que la gran Mirella Freni rondaba los cincuenta años de edad cuando incorporó el papel a su repertorio. Desconozco la edad de Aksenova y ciertamente es irrelevante; no se trata de edad sino de madurez vocal. Aquí en el Liceu me temo que Aksenova se vio superada por el rol en todo momento, con un timbre que tendía a sonar agrio y de afinación dudosa. Su notable implicación en la escena final no enmendó una sensación general de decepción. 

He buceado en nuestra hemeroteca y he confirmado que ya escuché a Aksenova como Lisa en La dama de picas, en Ámsterdam, en 2016, y ya entonces escribí: "Incómoda con la tesitura del papel, fue incapaz aquí de resolver un agudo firme, mostrando continuados problemas de afinación. No es, por descontado, una voz de lírica plena, amplia y asentada. No consigo imaginar cómo podrá hacerse cargo de Cio-Cio-San y Tosca, sus dos próximos compromisos a la vista". Mis impresiones se han reafirmado. Veo por cierto en su agenda que tiene previsto debutar como Turandot en Bruselas, en junio de 2014. Le deseo lo mejor en su trayectoria, pero semejante debut me parece un auténtico suicido vocal; si acaso debería cantar Liù.

Lo mejor de las voces vino esta vez de manos de los secundarios: un espléndido Sam Carl como Gremin y un adecuado Alexey Neklyudov como Lenski. El primero, el bajo de origen inglés, exhibió un instrumento sonoro y rotundo, ideal para esta parte, bordando su exigente aria 'Lyubvi vsye vozrasti pokorni'. Sin duda, un cantante a seguir. El segundo, Neklyudov, se mostró como un cantante de indudable buen gusto, de fraseo bien delineado, aunque al instrumento le falta un poco más de caudal. Bellísimo, en cualquier caso, su 'Kuda, kuda', quizá el único momento verdaderamente emocionante de la noche.

Muy convincdente la Olga de Victoria Karkacheva, tanto por su presencia escénica como por el instrumento exhibido, de un color oscuro muy atractivo. Y fantástico una vez más Mikeldi Atxalandabaso, aquí en la parte de Monsieur Triquet. Nada más aparecer en escena, todo cobró otro tono, por su desenvoltura escénica y por su autoridad vocal. Un grandísimo profesional que nunca falla. Meritoria labor de Liliana Nikiteanu (Larina) y Elena Zilio (Filipievna), aunque en ambos casos el instrumento está ya para pocos derroches, lógicamente.

Por último, desigual labor en el foso de la batuta de Josep Pons, una vez más. Logró sin duda un sonido compacto y solvente por parte de la orquesta titular del teatro, singularmente en las cuerdas y a pesar de varios traspiés en las maderas. Pero al director catalán le faltó inspiración durante toda la velada, por no hablar de lo caprichoso de algunas de sus elecciones en los tempi, acelerados donde no correspondía, lentos donde estaba de más. Irregular desempeño del coro titular del Liceu, al que percibo falto de algunos ajustes últimamente.

Onegin Liceu23 c