El carisma

Barcelona. 17/06/2024. Gran Teatre del Liceu. Cilea: Adriana Lecouvreur. Aleksandra Kurzak (Adriana Lecouvreur). Roberto Alagna (Maurizio). Luis Cansino (Michonnet). Clémentine Margaine (La Princesa di Bouillon). Felipe Bou (Príncipe de Bouillon). Didier Pieri (Abate di Chazeuil). Carlos Daza (Quinault). Marc Sala (Poisson). Irene Palazón (Mademoiselle Jouvenot). Anaïs Masllorens (Mademoiselle Dangeville) y otros. David McVicar, dirección de escena. Patrick Summers, dirección de escena.

Justo un día después del estreno de esta Adriana Lecouvreur en el Liceuel pasado domingo 16 de junio, Aleksandra Kurzak volvía a hacerse cargo de la parte titular de esta ópera -de hecho cantará cuatro funciones en cinco días... algo a todas luces poco recomendable-, solo que esta vez acompañada de su esposo el tenor Roberto Alagna. El tenor franco-italiano ha tenido la ocasión de recordarnos cómo son los cantantes de leyenda, los solistas icónicos, aquellos que pasan a la historia. Y es que Alagna posee carisma, algo que ni se vende ni se compra. 

Hay buenos tenores ahí fuera, y no pocos, pero a menudo se trata o bien de buenas voces, o bien de artistas expresivos, en lo vocal o en lo escénico; raro es el caso en el que todo ello se conjuga y se ve además rematado por ese especial magnetismo y presencia, tanto escénica como vocal. Solo unos pocos intérpretes tienen esa capacidad para iluminar la escena con su sola presencia. Roberto Alagna pertenece a esa estirpe de artistas, seguramente siempre en peligro de extinción, sumamente recóndita. 

El cabello ya plateado de Roberto Alagna solo indica una evidencia: la de que el paso del tiempo es implacable pero indulgente con algunos, como es su caso. Recién rebasados los sesenta años de edad, el tenor franco-italiano mantiene casi incolume su personalísimo timbre, apenas con alguna señal de óxido aquí y allá (algún sonidio más seco si acaso, y un agudo más mate, pero poco más). El resto es todo un auténtico derroche de clase y talla artística.
 
He tenido la suerte de escuchar mucho a Alagna en vivo y sin ambages me atrevo a afirmar que se trata de la voz de tenor más importante que ha conocido la lírica en las últimas décadas, seguramente el único gran tenor después de la generación dorada de los Pavarotti, Domingo, Carreras y compañía. Con sus altibajos y sus irregularidades, Alagna siempre da ese plus de los grandes. Y el otro día estaba seguro, confiado, cómodo, reforzado a buen seguro por el hecho de compartir escenario con su esposa, por qué no decirlo. El resultado fue un Maurizio impecable, de fraseo genuino, ardoroso a la par que elegante, con un instrumento amplio y timbradísimo en el centro y sobre todo con mucha personalidad. Un gusto volver a escucharle en escena y una lástima que no se prodigue apenas por los escenarios de nuestro país.
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A su lado Aleksandra Kurzak fue una Adriana cumplidora, más lograda en los pasajes líricos que en los dramáticos, más cómoda allí donde su voz reposa que allí donde su voz se expande. Canta con gusto y con general aseo vocal, segura en todo momento, pero la voz arriba tiende a irse hacia atrás y le juega alguna mala pasada con la afinación. A diferencia de su partenaire, ella no posee el carisma de las grandes Adrianas que han jalonado la historia de este rol, pero fue a todas luces una artista sumamente solvente y profesional.

La gran sorpresa de la noche fue la espléndida Princesa de Bouillon de la mezzosoprano francesa Clémentine Margaine, a buen seguro en la mejor encarnación que le recuerdo. Poderosa y creíble en escena, cantó con garra y exhibiendo un material carnoso y rotundo, con un buen uso de la voce di petto y un agudo sin fisuras. Fue un torrente, bien domeñado, y no en vano su dúo con Maurizio durante el segundo acto fue con seguridad la escena con más tensión dramática de toda la velada.

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Redondeando el cuarteto protagonista, el español Luis Cansino hizo gala una vez más de un oficio manifiesto sobre las tablas, amén de un olfato innato para exprimir al máximo las posibilidades teatrales del papel de Michonnet. Está muy bien encontrarse a cantantes de casa, tan contrastados ya en su desempeño como Luis Cansino, haciéndose cargo de papeles de esta entidad. El elenco se completó con un plantel estupendo de comprimarios como Felipe Bou (Príncipe de Bouillon) y Didier Pieri (Abate di Chazeuil), amén del inspirado cuarteto de artistas compuesto por Carlos Daza (Quinault). Marc Sala (Poisson). Irene Palazón (Mademoiselle Jouvenot). Anaïs Masllorens (Mademoiselle Dangeville).

La dirección musical de Patrick Summers fue desde lo vulgar (una deslabazada y burda obertura) a lo interesante, con un trabajo muy estimable del foso durante el último acto, desgranando los ribetes wagnerianos de la introducción orquestal. Fue más un rutinario concertador que un narrador convencido, con numerosas escenas en las que la inercia se apoderaba del conjunto. Faltó por lo general refinamiento y un aliento más amplio en el fraseo. Sonó bien, eso hay que reconocerlo, la orquesta titular del teatro, con una cuerda de buen relieve y con unas maderas muy inspiradas. Buen desempeño asimismo del coro, esta vez con dirección de David-Huy Nguyen-Phung.

En escena se volvío a ver una vez más la propuesta de David McVicar estrenada en Londres en  y que ya pudo contemplarse en el Liceu en 2012, entonces con Barbara Frittoli en el rol titular y también con Alagna como Maurizio. La propuesta, en un dechado de originalidad de nuestros teatros, podrá verse una vez más en apenas unos meses, para la apertura de la temporada 24/25 en el Teatro Real de Madrid. Aunque ha envejecido un tanto, el de McVicar es un buen trabajo, qué duda cabe, con ese sabor de lo artesanal y con mil detalles que redondean un trabajo esmerado en la dirección de actores.

Todo gira en realidad en torno a la acertada escenografía de Charles Edwards que recrea un teatro en tiempos de Molière y la Comèdie-Française, propiciando una suerte de teatro dentro del teatro, un recurso que no por visto deja de ser efectivo si se hace bien, como es el caso. La propuesta se completa con el exquisito vestuario de Brigitte Reiffenstuel, la matizadísima iluminación de Adam Silverman y la atinada coreografía de Andrew George en del tercer acto. Y aún siendo un buen trabajo no consigue levantar un libreto imposible cuyas intrigas no interesan a casi nadie.

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Fotos: © Sergi Panizo