Tecnocracia y posthumanismo
Paris, 05/02/25. Opera de la Bastilla. R. Wagner, Das Rheingold. Nicholas Brownlee, Wotan; Simon O'Neill, Loge; Brian Mulligan, Alberich; Florent Mbia, Donner; Matthew Cairns, Froh; Gerhard Siegel , Mime; Kwangchul Youn, Fasolt; Mika Kares, Fafner; Ève-Maud Hubeaux, Fricka; Eliza Boom, Freia; Marie-Nicole Lemieux, Erda; Margarita Polonskaya, Woglinde; Isabel Signoret, Wellgunde; Katharina Magiera, Flosshilde. Dirección escenica, Calixto Bieito. Dirección musical, Pablo Heras-Casado.
“Este es un anillo latino”, comentaban algunos de los responsables de la ópera parisina en los días previos al estreno de El oro del Rin. Todavía no sé qué querían decir con eso exactamente, más allá de que, dejando a un lado unos estereotipos culturales, tengamos al frente de ella a dos de nuestros artistas más internacionales: Pablo Heras-Casado y Calixto Bieito. Ambos han conseguido tener éxito en el reto de poner en marcha una producción de una calidad artística sobresaliente en la obra más ambiciosa de Wagner.
Uno de los motivos principales para asistir a este Anillo era el debut en el papel de Wotan de Ludovic Tézier, tras su prestreno en el papel en el memorable recital que dio en el Teatro Real hace apenas un par de meses. Una serie de vaivenes y sustituciones de sustituciones han hecho que hayamos tenido la fortuna de disfrutar a uno de los mejores Wotans que he tenido la oportunidad de conocer en directo. Y es que el estadounidense Nicholas Brownlee construye un personaje de manera ortodoxa, con una calidad vocal difícil de superar, a la altura de las grabaciones clásicas. Su emisión es apabullante, lo que le permite sumergirse en el papel sin aparente esfuerzo, abordando con naturalidad todos los matices que el personaje requiere. Sus cualidades se mantienen en todo el registro, incluso en los extremos más agudos y graves. Es, además, un buen actor y consigue hacer creíble cada escena, en sorprendente consonancia con la escenografía, para la que seguramente tuvo tan solo unas cuantas horas de preparación. Se merece un bravo sin paliativos.
La mezzo Ève-Maud Hubeaux construye una Fricka de alto voltaje, intensamente carismática, hasta el punto de robarle presencia a Wotan, y con unas ansias de poder que dan una lectura novedosa y apropiada a lo que sucederá más adelante en La valquiria. El Alberich de Brian Mulligan hace también un papel para recordar, con un enfoque dramático alejado de lo humorístico, en el que destaca la crueldad tiránica del tercer cuadro. Del resto del elenco, que funciona en términos generales, hay que destacar a la tercera hija del Rin, Katarina Magiera, con unos medios expresivos que reclaman más protagonismo.
El contrapunto de la noche lo protagonizó un terrible fallo de casting: la Erda de Marie-Nicole Lemieux resulta inadecuada, hasta el punto de arruinar una de las escenas más impactantes de este drama musical. Es una cantante que podría haber funcionado bien en otro papel, pero su timbre nasal, punzante y ácido no es en absoluto apropiado para el carácter telúrico y primigenio del personaje. Es un principio básico recordar que, para este papel, no es tan importante cubrir la tesitura como tener el color de voz adecuado: oscuro y ancestral.
Y en el foso, Pablo Heras-Casado vuelve a demostrar por qué es uno de los directores de moda en el mundo wagneriano, hasta el punto de haber sido invitado para dirigir la nueva producción del Anillo que el templo de Bayreuth estrenará en 2028. La suya es una lectura fluida en la que, aprovechando el poder narrativo de los leitmotivs, no olvida la necesidad de un hilado continuo y minucioso.
No es fácil competir con la intensidad de algunas imágenes en la escena; su dirección se integra sabiamente, manteniendo la tensión dramática en los momentos más estáticos y manejando el inevitable exceso sensorial con intención puntual. Muy bien pensados los momentos en los que es necesario abrumar. Como curiosidad, los yunques de los nibelungos, en esta ocasión, suenan, de manera muy acertada, más a instalación de producción hipertecnológica que a forja medieval.
Calixto Bieito aborda la titánica tarea de construir el Anillo utilizando ese lenguaje escénico, áspero y despiadado, que le caracteriza. No hay aquí rastro de confort ni amabilidad con el espectador. Su propuesta gravita alrededor de la tecnología y, en su vertiente posthumanista, su potencial para la dominación. Si se trata de actualizar la reflexión sobre el poder que esta obra recoge, hacerlo a través de estos temas, en el contexto político actual, parece un acierto total. Y como siempre en Bieito, sus producciones funcionan no solo desde un punto de vista intelectual, sino también escenográfico.
Si nos olvidamos de la desaprovechada primera escena en el fondo del Rin, a partir de la aparición de los dioses todo funciona con coherencia y credibilidad, a través de monumentalidad y máximos escénicos que consiguen mantenernos en un estado de atención y desgarro continuo. Es magistral la escena en el Nibelheim, convertido en un cuartel tecnocrático, hiperconectado a una tienda de cuerpos, donde carne y cables se mezclan para esclavizar, con una crudeza inquietante que perturba y produce, a la vez, horror y fascinación. La riqueza simbólica de la propuesta y su potencial para las siguientes jornadas del Anillo hacen que ya muchos esperemos con ansia la llegada de su Valquiria.
Fotos: © Herwig Prammer / Opéra national de Paris