© Enrico Nawrath
La horma de su zapato
Bayreuth. 08/08/2025. Festspielhaus. Wagner. Parsifal. Andreas Schager (Parsifal), Ekaterina Gubanova (Kundry), Georg Zeppenfeld (Gurnemanz), Jordan Shanahan (Klingsor) Michael Volle (Amfortas), Tobias Kehrer (Titurel). Der Festspielchor.Das Festspielorchester. Jay Scheib, dirección escénica. Pablo Heras-Casado, dirección musical.
A lo largo de la historia de la música, la ambición ha formado parte inseparable de muchas de las biografías de compositores, artistas y cantantes, pero pocas ansias de triunfo pueden acercarse a las que siempre albergó Richard Wagner. No vamos aquí a argumentar estas afirmaciones, que son corroboradas por cualquier buen manual sobre su vida, pero Wagner no solo fue ambicioso en la acepción material del término, sino que ese carácter resolutivo y con unas ganas tremendas de éxito se vio reflejado en el desarrollo de su obra. Ésta evoluciona de una manera clara, y aunque nos gusten más o menos cada uno de sus trabajos operísticos, es indudable una progresión meditada y decidida en busca de la perfección y, de alguna manera (si no, no sería Wagner), la inmortalidad.
Y cuando nuestro compositor entra ya en esa madurez creativa, sus óperas (o la denominación que le dé él a cada una) se van despegando de lo humano (pero nunca del todo) y se van haciendo más espirituales, más divinas, aunque muchas veces esa divinidad sea desacralizada. Creo que es la fórmula perfecta que da a Wagner su inmensa grandeza: una música, una historia, que humaniza al dios e inmortaliza al humano. Los protagonistas se ven abocados a esta dualidad sin elegirla, como forma intrínseca de su ser. Hasta Los maestros cantores, que se salen de forma casi general de esta norma, tienen un hálito de esa nombrada dualidad, sobre todo Sachs, el más humano de sus personajes, y por ende, el que más hecho está a imágen y semejanza de lo que debería ser Dios.
Si esa fórmula mágica hombre-dios aparece en Tristán o El anillo, guardando cierto equilibrio entre sus dos componentes, en su último trabajo, Parsifal, el ambicioso Wagner quiere ir más allá, lanzar al hombre hacia la divinidad, o más exactamente a la plena espiritualidad. Es como una manera de saldar cuentas con el mundo y prepararse para el más allá, pero queriendo dejar un legado casi inalcanzable por esa ambición que le lleva a las más altas cotas de su creación musical.
Para levantar ese castillo de pasión, dolor, amor y redención busca en su propia obra anterior pero también en compositores como Bach, que ya antes habían divinizado lo humano y humanizado a Dios en sus cantatas religiosas, y especialmente en sus dos Pasiones. Wagner, fiel a la tradición musical luterana, se libera de cualquier ornamento y va directamente al núcleo de la religiosidad cristiana para crear ese “Festival escénico sacro” en el que el hombre y la mujer sufren y aman por Jesucristo. La música hace justicia a tan altas miras y es de una belleza y un dramatismo casi perfectos (o para los que amamos Parsifal, completamente perfectos), tanto que han creado una verdadera “religión” a la hora de su interpretación en directo. Ese monumento a la ambición que es el Teatro wagneriano de Bayreuth se creó para estrenar Parsifal, y a partir de ahí empezó una verdadera “liturgia” cada vez que se interpretaba, especialmente, y para no alargarnos mucho, sobre todo a partir de la apertura del Nuevo Bayreuth después de la II Guerra Mundial.
Hay una expresión que creo que encaja perfectamente con la impresión general que he tenido, musicalmente hablando, al final de esta representación de Parsifal: Pablo Heras-Casado ha encontrado la horma de su zapato. Es el tercer año que el director granadino dirige desde el mítico foso de Bayreuth esta obra y muestra una madurez que certifica que nos encontramos a una de las batutas referenciales de la música de Wagner. Y la definición más adecuada que resume su trabajo es que es “personal”. Su Parsifal no imita a nadie sino que crea. Es una versión que contiene una mezcla perfecta de expresión intimista (me atrevería a decir que huyendo del misticismo) y de sensualidad sonora y rica en matices.
Desde el preludio (algo deslucido por la salida de un espectador, seguramente indispuesto) hay una clara intención: remarcar esas dos facetas de la partitura de Wagner y acercarla desde un punto distinto a un público que tiene abundantes y diversos referentes. El Parsifal de Heras-Casado es de una elegancia clara, recreándose en los momentos más líricos pero sin caer nunca en la apatía, siempre con una intensidad mezclada con delicadeza, algo que parece contradictorio pero que el director consigue hacer y convence.
Hay cuidado con los detalles, desgranando cada momento, subrayando la personalidad de cada instrumento y dando cohesión a todo el conjunto. Y existe un atento cuidado de las voces, de la conjunción de foso y escenario, algo tan complejo en este teatro. Su lectura es analítica pero también, diría sobre todo, empática con la historia que se cuenta y ese planteamiento acerca muchísimo al oyente a la inmensa fuerza musical de Parsifal. Todo esto no funcionaría sin una Orquesta del Festival que roza la perfección en todas sus familias, especialmente en la cuerda, que suena con una calidad exquisita. Ellas y ellos dan forma con la mano experta del director a una versión referencial de Parsifal.
Vocalmente la función fue un auténtico éxito. Y es que se contaba con un plantel de primera línea especialista en la ópera wagneriana. Por encima de todos destacó el entregado, admirable y emocional Parsifal de Andreas Schager, un cantante que reúne un hermoso timbre y una fuerza vocal extraordinaria, lo que le permite presentar un protagonista de enorme fuerza y atractivo, más humano, más carnal, sobre todo en un soberbio segundo acto donde cantó un “Amfortas” (el grito que rompe el clímax sexual con Kundry) de los que no se olvidan. Parece increíble que Schager cante dentro de dos tardes Tristan. Pero el empuje de este cantante en plena madurez parece ser que puede con todo.
He de reconocer que siento una total admiración por Georg Zeppenfeld, una voz y una presencia escénica que me recuerda a los más aplaudidos cantantes wagnerianos del pasado. Su Gurnemanz fue excelente, reposado, humano y comprensivo, bellísimo en la declamación y con una proyección perfecta. Sus dos largos monólogos fueron una lección, acompañado del inspirado foso, de una narración wagneriana.
Impresionante ese gran cantante que es Michael Volle, otra voz en plena madurez y que nos brindó un Amfortas desgarrado, impecablemente cantado, con una fuerza y un vigor que unía la música y su trágica historia. Su intervención del primer acto fue de lo más emocionante de la velada. Kundry es un papel difícil, que juega con la sensualidad y la tragedia de un pasado que le lastra sin piedad.
Ekaterina Gubanova, otra gran voz wagneriana, defendió con solidez su papel pero quizá se echó de menos una mayor brillantez en una función donde el listón estaba muy alto. También Jordan Shanahan cumplió ampliamente como el malvado (y desgraciado) Klingsor. Y aunque la voz suena un poco áspera, convence perfectamente en este rol. Muy bien Tobias Kehrer como Titurel.
Estupendos todos los comprimarios, especialmente las muchachas-flor y absolutamente apabullante el Coro del Festival, uno de los puntales, junto a la Orquesta, de las funciones en Bayreuth. Especialmente la parte masculina estuvo sublime en sus dos grandes intervenciones, para mí, dos de las mejores escenas para coro de toda la historia de la ópera (que me perdonen tantos grandes compositores corales por esto).
Aunque supongo que resulte tremendamente halagador que te llamen para una producción en Bayreuth, también te plantean un problema: ¿qué cuento yo que no se haya dicho ya de esta obra? Jay Scheub nos presenta una propuesta escénica distópica -estrenada en 2023-, de una ciencia ficción no demasiado brillante y usando una escenografía muy tópica (proyecciones, estanques de agua, flores enormes, círculo de luces también grande que se puede pensar que simula religiosidad, tanques abandonados, guiños a 2001, Una odisea en el espacio…) y un vestuario también de ficción de serie b. Realmente es una puesta que no molesta, que lleva su propia dinámica que interesa muy poco al verla, pero que respeta, eso sí, paso por paso el libreto de Parsifal (excepto el final donde Parsifal y Kundry se quedan juntos, algo que también ya se ha visto) y eso, hoy, casi se agradece.
Fotos: © Enrico Nawrath