© José Luis Pindado
Dos destinos hacia Viena
Madrid. 18/19/2025. Auditorio Nacional. Obras de Brahms y Mahler. Orquesta Nacional de España. Anja Bilhmaier, directora. Leif Ove Andsnes, piano
En la gran sala sinfónica del Auditorio Nacional de Madrid, el programa propuesto por Anja Bihlmaier con la Orquesta Nacional de España tenía algo de declaración estética: dos obras hermanadas por la geografía —ambas nacidas en Budapest— y separadas por el tiempo interior de sus autores. Entre el Brahms maduro de 1881 y el Mahler aún titubeante de 1889 hay menos de una década, pero un siglo de distancia espiritual. En ese arco de apenas ocho años se juega buena parte del tránsito entre el romanticismo tardío y la modernidad sinfónica, entre la fe en la forma y la sospecha del sentido.

Brahms: la plenitud del arquitecto
El Concierto para piano no. 2 en Si bemol mayor, op. 83 no es un concierto en el sentido clásico, sino una vasta sinfonía concertante en cuatro movimientos. Brahms, ya en plena madurez, escribe aquí una obra que no busca el deslumbramiento virtuosístico, sino el diálogo filosófico entre el piano y la orquesta. Viena, la ciudad que había acogido sus primeras luchas, era ahora su casa y su espejo. Y en ese espejo, Brahms se contempla con la serenidad de quien ha hecho las paces con la forma, pero no con la emoción.
El comienzo —ese famoso solo de trompa, en este caso un tanto desacertado, seguido de una respuesta del piano que no es fanfarria, sino confidencia— fue aquí una conversación entre iguales. Leif Ove Andsnes, con su sonido noble y sin afectación, evitó cualquier gesto de autoridad y apostó por una transparencia casi camerística. En su interpretación, el piano no compite: respira, escucha, responde.
Bihlmaier, al frente de la ONE, dirigió un Brahms sin densidades innecesarias, más centroeuropeo que germánico, más luz que bruma. El segundo movimiento, Allegro appassionato, esa tormenta contenida, mostró el poderío rítmico de la orquesta y la precisión de la batuta, a la cual también le faltó algo de fulgor. Aquí Andsnes desplegó un toque acerado, pero nunca percutivo, con esa mezcla de claridad nórdica y fuego interior que caracteriza su arte.
El Andante fue, sin duda, el corazón de la interpretación: el violonchelo solista (magnífico el primer atril) entonó su frase como un Lied sin palabras, y Andsnes respondió con una ternura desarmante, un fraseo enternecedor y sonido bellísimo. En este movimiento, Brahms cita veladamente uno de sus Lieder del opus 105, recordándonos que en su universo la música instrumental siempre esconde una voz humana. El Allegretto grazioso final, entre danza y despedida, trajo una ligereza casi mozartiana, una sonrisa en medio del atardecer.
Andsnes, tras la última nota, se levantó sin teatralidad. Su gesto fue el de quien ha narrado algo íntimo y ya no necesita subrayarlo. La ovación, larga y cálida, reconoció tanto su elegancia como solidez interpretativa, regalando de propina el Preludio no. 8, op. 28 de Chopin, tocado de manera impoluta, transparente y seria, manteniendo ese complejo equilibrio entre arquitectura y aliento.

Mahler: el mapa de un alma joven
Si Brahms representa la culminación de un mundo, Mahler encarna su disolución. Su Sinfonía no. 1 en Re mayor, compuesta en Budapest y revisada durante varios años, es la irrupción de una nueva sensibilidad: la del yo moderno, fracturado entre el asombro y el desconsuelo.
Mahler la llamó primero “Titan”, pero pronto renegó del título: su ambición no era épica, sino existencial. Aun así, en esta partitura ya se encuentran todos sus mundos: la naturaleza como revelación, la ironía como defensa, la nostalgia del canto popular y el vértigo del infinito.
Bihlmaier abordó la obra con admirable lucidez narrativa y solidez arquitectónica. El primer movimiento Langsam. Schleppend, surgió casi de la nada, con los armónicos de las cuerdas suspendidos como un amanecer en cámara lenta. La entrada de la trompa, los trinos, los pájaros de clarinete: todo fue apareciendo con esa lógica orgánica que convierte el inicio en un milagro de crecimiento natural. Quizá se echara de menos algo más de atención al detalle y una mejor estructura de los planos sonoros, pero lo cierto y verdad es que el camino estaba bien diseñado.
El tema principal, tomado de Las canciones del camarada errante, emergió con una pureza que rozó lo vocal. Mahler —y Bihlmaier lo parece saber en ocasiones— no escribe melodías, escribe recuerdos de melodías. La directora, de gesto sobrio y mirada constante sobre los solistas, condujo el flujo sin romper nunca la continuidad emocional.
El segundo movimiento, un Ländler robusto y terrenal, fue pura energía vienesa, con ese aire de taberna estilizada que Mahler eleva a categoría metafísica. Las cuerdas graves brillaron por su empuje rítmico, y los metales, siempre al borde pero nunca fuera de control, aportaron el carácter popular que la partitura demanda.
El tercer movimiento, quizá el más desconcertante de la sinfonía, abrió otro plano: el sarcasmo. Ese Frère Jacques en modo menor, entonado por el contrabajo solista con tono fúnebre, sonó aquí como un eco de infancia deformado por la distancia. Bihlmaier marcó el pulso con un tempo firme pero sin rigidez, permitiendo que las capas —la marcha grotesca, el lamento judío, el vals paródico— se superpusieran sin perder legibilidad. Mahler ya juega aquí con la polifonía de las emociones, ese collage expresivo que más tarde se convertirá en su firma.
Y llegó el final, un estallido de caos y redención. Bihlmaier eligió un enfoque orgánico, sin grandilocuencias. El ataque de las cuerdas fue feroz, el metal hirió y consoló al mismo tiempo, y el último acorde, en re mayor triunfal, se impuso como una afirmación precaria, más humana que heroica.

Viena, espejo de dos almas
Hay algo profundamente simbólico en escuchar en una misma velada estas dos obras. Brahms y Mahler, ambos vieneses por destino, no solo representan dos épocas, sino dos formas de mirar la creación. Brahms contempla el pasado para consolidarlo; Mahler, el futuro para reinventarlo. Uno escribe desde la madurez que acepta el límite; el otro desde la juventud que lo rompe.
Ambos, sin embargo, comparten curiosamente una raíz: la del Lied. En el Brahms del tercer movimiento y en el Mahler del primero, la voz humana —aunque ausente— estructura el discurso. Viena, la ciudad del canto y la memoria, los une y los separa. Y en esa dialéctica entre tradición y vanguardia, entre la razón y la herida, la ONE y Bihlmaier encontraron un territorio fértil al que acudir.
La directora alemana ofreció una lectura que no impone sino revela. No busca el aplauso fácil ni la intensidad gratuita; busca sentido y atención al solista. Y Leif Ove Andsnes, en perfecta sintonía, hizo del virtuosismo una forma de humildad y devoción seria y profunda a la partitura.
Al final, más allá del aplauso, quedó la sensación de haber asistido a un viaje: desde la arquitectura perfecta de Brahms hasta el vértigo emocional de Mahler, pasando por esa Viena que, en el fondo, sigue latiendo en cada uno de nosotros.
Fotos: © José Luis Pindado