Debuts y regresos
Barcelona. 21/03/2017. Gran Teatro del Liceo. Verdi: Rigoletto. Carlos Álvarez, Javier Camarena, Désirée Rancatore, Ketevan Kemoklidze, Ante Jekunica y otros. Dir. de escena: Monique Wagemakers. Dir. musical: Riccardo Frizza.
En ocasiones pareciera que el crítico no tenga derecho a alegrarse por el éxito de cantantes concretos a los que le une, en absoluto una amistad propiamente dicha, pero sí una amalgama de aprecio personal y admiración profesional. Sí, porque los críticos también admiramos a algunos artistas, en contra de esa opinión tan extendida que nos convierte en jueces severos, puntillosos y resentidos. Por eso me alegra que Carlos Álvarez, Javier Camarena y Desirée Rancatore, el trio protagonista de este Rigoletto del Liceu, me lo haya puesto fácil. Porque a veces lo que más desea un crítico es loar las bondades de unos profesionales que verdaderamente se merecen el éxito que han cosechado.
Carlos Álvarez es uno de los profesionales más admirables del panorama internacional, no sólo por su extraordinario material como barítono sino también por su ejemplar historia personal, todo un ejemplo de lucha y constancia. Álvarez fue de hecho el último Rigoletto que se escuchó en el Liceu en la temporada 2004/2005, hace pues más de diez años. Su regreso a las tablas del coliseo de las Ramblas era el principal atractivo de estas funciones, al lado de un doble debut: por un lado el del tenor mexicano Javier Camarena como Duca y por otro el debut escénico en el Liceu de la soprano Désirée Rancatore, tras los conciertos dedicados a Verdi hace tres años, en ocasión del bicentenario de compositor.
De Carlos Álvarez como Rigoletto cabe subrayarlo todo: la nobleza del timbre, la hondura del retrato, el franco personaje que nos brinda, tan feroz a veces, tan herido otras, trágico en suma. Compunge en verdad el Rigoletto destrozado y casi perturbado que nos muestra Álvarez al final de la representación, cuando escucha el soniquete del Duca en lontananza y se persuade de que ha perdido a su hija, lo único en verdad valioso para él, un bufón que ha querido vengarse de la corte y se ha visto burlado por el destino. Memorable Álvarez en un tercer acto “de verdad”. Cantar Rigoletto es lo que hace el barítono malagueño en estas funciones, lejos de shows, pegado al texto y unido al tuétano verdiano.
Si me permiten la broma, Javier Camarena demuestra que la expresión 'cantante inteligente' no es un oximoron. La suya es una trayectoria ejemplar por lo pausado y meditado de cada paso que da. De hecho ha tardado unos quince años en sentirse preparado para cantar el Duca. Camarena tiene muy claro qué cantar y cuándo cantarlo. Conoce bien sus medios y ha forjado una técnica firme y flexible que le permite resolver con pasmosa facilidad esa escritura verdiana, tan engañosa, que incide una y otra vez sobre las notas de paso, una franja en la que el tenor mexicano se mueve como pez en el agua. Pero su Duca, que a buen seguro rodará y hará suyo en mayor medida si cabe a partir de este debut, no vive solo de un timbre exuberante y un agudo brillante; su Duca canta y frasea con un gusto exquisito. Verdadera obra de arte, pura orfebrería, el modo como desgrana palabra por palabra 'É il sol dell'anima...'. Un éxtasis continuo, poesía a media voz. De nuevo, cantar el Duca es lo que hace Camarena, pendiente de todo el papel, de principio a fin, y no de las dos o tres consabidas notas, que por descontado ofrece con insultante y pasmosa facilidad. Tras su debut como Arturo de I puritani la temporada pasada, Camarena se sigue afianzando como un tenor de referencia incontestable.
Desirée Rancatore es una de esas sopranos que parecieran formar parte del paisaje lírico habitual, precisamente porque llevan ya muchos años en activo a pesar de su juventud, por lo que a veces no se repara lo debido en sus virtudes. Lo cierto es que lleva 20 años cantando, con unas 200 funciones como Gilda a sus espaldas. En su debut escénico en el Liceu, Rancatore presenta una Gilda más lírica, más pegada a lo que Verdi concibió y algo más distante ya de ese jilguero anónimo al que la tradición redujo por momentos el rol. Sin el descaro de antaño en el sobreagudo, quizá porque no es ya su prioridad expresiva, Rancatore demuestra dominar el rol, sin caer en la tentación de un Gilda aniñada y demasiado ingenua.
Las buenas voces y actuaciones de Ketevan Kemoklidze como Maddalena y Ante Jerkunica como Sparafucile, al lado de un sólido equipo de comprimarios, remataron un reparto que admite pocas objeciones. En el foso disfrutamos de una buena labor de Riccardo Frizza, en una versión equilibrada, con la dosis justa de musicalidad y teatralidad (vigoroso acompañamiento en el “Cortiggiani"). En sus manos la orquesta del Liceu convenció más que entusiasmó, un peldaño por debajo de su prestación reciente en Elektra y Werther. De menos a más la valoración del coro, falto de empaste en las primeras intervenciones aunque mucho más atinado en la segunda mitad de la representación.
Abucheada por algunos desde lo alto del teatro, la propuesta de Monique Wagemakers no es la quintaesencia del ingenio pero no merecía desde luego un juicio tan severo e irrespetuoso. Vista ya en el Teatro Real en 2009, la propuesta tiene buenas ideas y fija su atención en los caracteres principales, pero el uso y abuso de la plataforma única sobre la que se desarrolla la acción lastra la misma en varios sentidos, incluido un notable perjuicio acústico al dejar la caja del escenario abierta todo el tiempo. En todo caso, un trabajo hecho con respeto, sin excesivas pretensiones y que queda un tanto en tierra de nadie precisamente por ello.