Kaufmann Chenier Wiener Staatsoper Michael Pohn 

The show must go on 

Viena. 22/04/2018. Wiener Staatsoper. Giordano: Andrea Chénier. Anja Harteros (Maddalena de Coigny), Jonas Kaufmann (Andrea Chénier), Roberto Frontali (Carlo Gérard), Ilseyar Khayrullova (Bersi), Donna Ellen (Condesa de Coigny), Zoryana Kushpler (Madelon), Boaz Daniel (Roucher), Manuel Walser (Pietro Fléville). Dir. escena: Otto Schenk. Escenografía: Rolf Glittenberg. Vestuario: Milena Canonero Dir. musical: Marco Armiliato.

Tras la nueva producción de la pasada temporada en la Staatsoper de Múnich, prácticamente todos los grandes teatros se han sumado, con mayor o menor éxito, a la fiebre de los designios del poeta revolucionario Andrea Chénier, puestos en música por Umberto Giordano. En Platea Magazine hemos podido cubrir, amén de la reciente representación en el Liceo, diversas funciones de la mencionada bávara y el sonado debut de Anna Netrebko en el teatro alla Scala, junto a su también debutante consorte, como ya es menester y cuestionada costumbre. Precisamente con la producción de Múnich compartió la presente sus dos personajes principales, encomendados a la pareja más fresca y equilibrada del momento en estas huestes: Anja Harteros y Jonas Kaufmann.

Parece que, de un tiempo a esta parte, en la Wiener Staatsoper casi todo vale y es difícil ver un trabajo equilibrado, si analizamos la prestación global, pues casi huelga decir que tanto Harteros como Kaufmann salieron por la puerta grande. En cambio a la producción a la que no le falla la mira, le falla el gatillo, empeñándose en demostrar que en éste, como algún que otro teatro, se busca con tesón perder su identidad y convertirse en una feria de pueblo venida a más, eso sí con pantallas individuales para seguir la ignota trama en las peregrinas lenguas de sus fortuitos visitantes.

El gran lastre del Chénier vienés, que se ofrece en live streaming el próximo domingo, es mantener la puesta en escena de Otto Schenk, cuyos orígenes (ligeramente enmendados) se remontan a 1981. Por este y otros lares cuesta bajar el telón a sus trabajos, algunos sin duda con notos méritos, pero si en casos como el de su Rosenkavalier se ha decidido retirar la producción en plazas exitosas, razón de más hay para hacerlo con títulos que no dieron nunca en el clavo. Por suerte, como en el caso de Viena o por desgracia, como en el de Múnich, the show must go on, de lo contrario podríamos seguir anclados en esos primeros dramas litúrgicos medievales. 

Si hace más de 30 años la propuesta de Schenk ya cojeaba por tres de las cuatro patas, ahora, pudiendo confrontarse con producciones más maduradas , la insistencia no se sostiene. Schenk no descubrió en su día el potencial de la trama del libreto de Illica, mutó las localizaciones de forma arbitraria y con la ayuda de Rolf Glittenberg convirtió todo aquello que es contenido en una ingenua decoración. El pueblo, velado protagonista que ve merecida luz en las producciones actuales – también cuestionables, todo hay que decirlo –, no sale de su caverna para el regidor austriaco, y la revolución parece algo que se gesta entre bambalinas por Gerard y cuatro desavenidos más. Si el castillo de los Coigny del primer acto es un simple cortinaje emulando los palcos y la escena de un teatro barroco (ni rastro obviamente de la habitación dorada que enerva a Gerard), la situación empeora al acoger el resto de la ópera en una especie de insulsa plaza de arcos de medio punto, que con nimias mutaciones pasa por ser plaza del pueblo, palco del proceso y finalmente desabrido penal. 

Nos quitamos eso sí una vez más el sombrero ante el trabajo de Marco Armiliato, convencido de que con la música se podría intentar poner un tupido velo a lo que en escena acontecía. Su excelso conocimiento del texto no pudo paliar la llanura dinámica vocal – por fortuna no achacable a la orquesta –, ni la pésima dicción de una buena parte de los comprimarios, ni la irregular actuación del coro, con una notoria falta de intensidad dramática. La claridad del mensaje, una de las apuestas del verismo, no puede fallar en uno de los principios básicos, cual es la dicción, y esto no es discutible. 

A este respecto sigo convencido que es difícil hacer un buen trabajo con una obra verista sin prácticamente compatriotas en el reparto. Por fortuna Roberto Frontali puso su pica en Flandes y demostró que la escuela italiana es consciente de las implicaciones y compromisos vocales de una obra similar. Aunque seguramente su timbre y volumen no son lo que fueron Frontali, junto con sus dos compañeros de reparto, propuso un sendero verista fluido para las intervenciones de Gerard, equilibrando el fraseo y la dinámica en función de la inteligibilidad del texto, declamando cuando la situación lo requiere.

Harteros y Kaufmann, para quienes esta producción suponía también su debut del papel en el teatro, llevan prácticamente dos años rodando ambos personajes con cierta regularidad. Pese a que vocalmente ambos no tuvieron complicaciones (si excluimos ciertas “licencias” en el texto por parte del tenor alemán) sí que pudimos notar cierta laxitud en escena respecto a las otras producciones a las que hemos podido asistir, seguramente debido a las carencias del continente.